Bajo el hielo (21 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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Agachó la cabeza para atacar el último trecho en zigzag antes de llegar a la altura del puente. El pulso le había subido a ciento cincuenta. Cuando elevó la mirada, el corazón le estalló: ¡lo que colgaba del puente no era un saco, sino un cadáver! Rico se quedó petrificado. La violenta emoción, sumada a la subida, lo habían dejado sin resuello. Con la boca abierta, contempló el cuerpo tratando de normalizar la respiración; los últimos metros los recorrió caminando, con las manos en las caderas.

«Pero ¿qué coño es esto?».

En un primer momento, Rico no acababa de comprender lo que veía. Se planteó si no sería víctima de una alucinación, ocasionada tal vez por los excesos de la noche, pero enseguida supo que no se trataba de una visión. Aquello era demasiado real, demasiado… terrorífico. Nada que ver con las películas de miedo que tanto le gustaban. Lo que tenía ante su vista era un hombre… ¡un hombre muerto, desnudo y colgado de un puente!

«¡Me cago en la puta!».

Un frío polar se insinuó en sus venas.

Lanzó una ojeada a su alrededor y un gélido estremecimiento le recorrió la columna vertebral. Aquel hombre no había muerto solo, no se había suicidado: aparte de la correa que le rodeaba el cuello, había otras más que lo mantenían sujeto a la estructura metálica del puente y, en la cabeza, alguien le había puesto una capucha… una capucha de tejido impermeable negro que le ocultaba la cara, prolongada por una capa que le pendía en la espalda.

«¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!».

El pánico se adueñó de él. Jamás había visto algo parecido y lo que tenía delante inyectaba en sus venas el veneno del miedo. Se encontraba solo en la montaña, a cuatro kilómetros de cualquier vivienda, y únicamente había un camino para llegar hasta allí… el mismo por el que había venido.

Igual que el asesino…

Se preguntó si el asesinato acababa de producirse, o lo que era lo mismo, si el asesino seguía todavía por la zona, y escrutó con aprensión las rocas y la niebla. Después respiró hondo dos veces y giró sobre sí. Dos segundos más tarde, bajaba a toda prisa por el sendero en dirección a Saint-Martin.

* * *

Servaz nunca había sido muy aficionado al deporte. A decir verdad, detestaba el deporte en todas sus modalidades, ya fuera en los estadios o en la televisión. Detestaba tanto asistir a una manifestación deportiva como practicarla. Uno de los motivos por los que no tenía televisor era que difundían demasiado deporte para su gusto y, cada vez con mayor frecuencia, a cualquier hora del día o de la noche.

En otra época, durante sus quince años de matrimonio, se había obligado a efectuar una actividad física mínima, que consistía en correr treinta y cinco minutos, ni uno más, el domingo. Pese o gracias a ello, no había aumentado ni un kilo desde los dieciocho años y aún compraba la misma talla de pantalones. Él conocía el origen de tal prodigio: tenía los genes de su padre, que se había mantenido delgado y apuesto como una liebre toda su vida… salvo al final, cuando la bebida y la depresión lo habían vuelto casi esquelético.

Después de su divorcio, sin embargo, Servaz había abandonado toda actividad que guardara algún parecido con el ejercicio.

El que de repente hubiera decidido retomarla, ese domingo por la mañana, se debió a una observación que Margot había hecho la tarde anterior: «Papá, he decidido que vayamos a pasar las vacaciones de verano juntos, los dos, sin nadie más. Muy lejos de Toulouse». Le había hablado de Croacia, de sus calas, de sus islas montañosas, de sus monumentos y de su sol. Quería unas vacaciones a la vez «lúdicas y deportivas»: es decir hacer footing y nadar por la mañana, holgazanear un poco y visita de monumentos por la tarde, y por la noche a bailar o pasear al borde del mar. El programa estaba ya establecido. De ello se derivaba que le convenía estar en forma.

Por eso se había puesto unos viejos pantalones cortos y una camiseta informe y, con unas zapatillas de deporte, se había ido a correr por la orilla del Garona. El cielo estaba gris y había un poco de bruma. Él, que por lo general nunca salía de casa antes de mediodía cuando no estaba de servicio, advirtió que sobre la ciudad rosa flotaba una atmósfera extrañamente apacible, como si el domingo por la mañana se tomaran un descanso hasta los desconsiderados y los imbéciles.

Mientras corría a un ritmo bastante rápido, volvió a pensar en lo que había dicho su hija. «Muy lejos de Toulouse…». ¿Por qué muy lejos de Toulouse? Una vez más rememoró su aire de tristeza y cansancio, y se despertó su inquietud. ¿Habría algo en Toulouse de lo que quería escapar? ¿Algo o alguien? Volvió a pensar en el morado del pómulo y, de pronto, lo asaltó un mal presagio.

Al cabo de un segundo, el pecho amenazó con estallarle…

Había comenzado demasiado deprisa.

Se detuvo sin resuello, con las manos en las rodillas y los pulmones incendiados. Tenía la camiseta empapada de sudor. Consultó el reloj. ¡Diez minutos! ¡Había resistido diez minutos! ¡Y él que tenía la impresión de haber corrido durante media hora! ¡Jesús, estaba agotado! «¡Con cuarenta años apenas y ya me arrastro como un viejo!», se lamentaba en el momento en que el teléfono se puso a vibrar en el fondo de su pantalón.

—Servaz —jadeó.

—¿Qué ocurre? —preguntó Cathy d'Humières—. ¿No se encuentra bien?

—Estaba haciendo deporte —berreó.

—Tengo la impresión de que lo necesita, en efecto. Siento tener que importunarlo en domingo, pero hay novedades. Esta vez, me temo que no se trata de un caballo.

—¿Cómo?

—Hay un muerto… en Saint-Martin.

Servaz enderezó el cuerpo.

—¿Un… muerto? —preguntó con la respiración todavía alterada—. ¿Qué clase de muerto? ¿Se conoce… su identidad?

—Aún no.

—¿No llevaba documentación encima?

—No. Estaba desnudo… a excepción de unas botas y un impermeable negro.

Servaz tuvo la sensación de haber recibido una coz. Escuchó cómo D'Humières le explicaba lo que sabía: el joven que había ido a dar la vuelta al lago, el puente metálico que atravesaba el torrente, el cuerpo colgado debajo…

—Si estaba colgado de un puente, puede que sea un suicidio —aventuró sin convicción. ¿Quién querría despedirse del mundo con una indumentaria tan ridícula?

—Según las primeras constataciones, se trata más bien de un asesinato. No tengo más detalles. Querría que viniera a verme al lugar de los hechos.

Servaz sintió la caricia de una mano helada en la nuca. Lo que temía había sucedido. Primero el ADN de Hirtmann… y ahora aquello. ¿Qué significaba? ¿Era el inicio de una serie? Aquella vez era imposible que el suizo hubiera conseguido salir del Instituto. En ese caso, ¿quién había matado al hombre del puente?

—De acuerdo —respondió—. Avisaré a Espérandieu.

Después de indicarle adonde debía ir, D'Humières colgó. Servaz se sentó en un banco cercano. Se encontraba en el parque de la Prairie aux Filtres, cuyo césped descendía en suave pendiente hacia el Garona, al pie del Pont-Neuf. Había bastantes personas corriendo en la orilla del río.

—Espérandieu —dijo al descolgar.

—Tenemos un muerto en Saint-Martin.

Hubo un lapso de silencio. Después Servaz oyó la voz de Espérandieu que hablaba con alguien, ahogada por la mano que aquel había puesto sobre el auricular. Se preguntó si todavía estaría en la cama con Charlène.

—De acuerdo, ya me preparo.

—Paso a recogerte dentro de veinte minutos.

Después pensó, aunque ya era tarde, que sería imposible: había tardado diez minutos para llegar hasta allí corriendo y, en su estado, era incapaz de recorrer la misma distancia a igual velocidad. Volvió a llamar a Espérandieu.

—¿Sí?

—No hace falta que te des prisa. No llegaré antes de una media hora larga.

—¿No estás en casa? —preguntó Espérandieu, sorprendido.

—Hacía deporte.

—¿Deporte? ¿Qué clase de deporte?

En el tono de su ayudante se traslucía la incredulidad.

—Footing.

—¿Tú haciendo footing?

—Era la primera sesión —se justificó Servaz, irritado.

Adivinó que Espérandieu sonreía al otro lado de la línea. Tal vez Charlène Espérandieu sonreía también, tendida al lado de su marido. ¿Acaso se dedicaban algunas veces a burlarse de él, de sus costumbres de divorciado, cuando estaban solos? Por otra parte, estaba seguro de algo: Vincent lo admiraba. Había demostrado un absurdo orgullo cuando Servaz había aceptado ser el padrino de su futuro hijo.

Llegó a su coche, que había dejado en el parking del Cours Dillon, aquejado de una punzada en el costado, hiriente como un clavo. Una vez en el apartamento se duchó, se afeitó y se cambió. Después volvió a salir en dirección a la periferia.

Llegó a una casa nueva precedida por una zona de césped sin valla y una avenida semicircular asfaltada que conducía al garaje y a la entrada, tipo americano. Servaz bajó del coche. Un vecino encaramado a una escalera instalaba un Papá Noel en la punta de su tejado; unos niños jugaban a la pelota un poco más lejos en la calle; una pareja de unos cincuenta años pasaba corriendo por la acera, altos y delgados, vestidos con mallas de colores fluorescentes. Servaz llegó a la puerta y llamó.

Volvió la cabeza para observar las peligrosas maniobras del vecino, que se debatía con su Papá Noel y las guirnaldas en lo alto de la escalera.

Cuando la giró de nuevo, casi dio un respingo: Charlène Espérandieu había abierto la puerta sin hacer ruido y permanecía sonriente delante de él. Llevaba una chaqueta con capucha de malla clara abierta, una camiseta lila debajo y un pantalón de embarazada. Iba descalza. Era imposible no advertir su redondeado vientre, y su belleza. En Charlène Espérandieu todo era ligereza, ingenio y finura. Era como si ni siquiera el embarazo lograra lastrarla, privarla de sus alas de artista y su humor. Charlène dirigía una galería de arte en el centro de Toulouse; Servaz, que había estado invitado a algunas inauguraciones, había descubierto en sus blancas paredes unas obras extrañas, inquietantes y en ocasiones fascinantes. Durante un instante permaneció quieto, sin reaccionar. Después se repuso y le sonrió, con aquella sonrisa que era como una forma de rendirle homenaje.

—Entra. Vincent acaba de prepararse. ¿Quieres un café?

Cayó en la cuenta de que no había comido nada desde que se había levantado. La siguió hasta la cocina.

—Vincent me ha dicho que te habías puesto a hacer deporte —comentó, empujando una taza hacia él.

Agradeció el tono de broma usado, que servía para distender el ambiente.

—Solo era una tentativa, más bien penosa, debo reconocer.

—Persevera. No renuncies.


Labor omnia vincit improbus
: «el trabajo tenaz lo vence todo» —tradujo sacudiendo la cabeza.

Charlène sonrió.

—Vincent me había dicho que a menudo sueltas citas en latín.

—Es un pequeño truco para captar la atención en los momentos importantes.

Por un instante estuvo tentado de hablarle de su padre. No había hablado de él con nadie, pero si existía alguien con quien podía confiarse, esa persona era ella. Lo había sentido desde la primera noche, cuando lo había sometido a un auténtico interrogatorio… pero un interrogatorio amistoso e incluso tierno, por momentos.

Inclinó la cabeza, manifestando su aprobación.

—Vincent siente una gran admiración por ti. He notado que a veces trata de copiarte, de actuar o de responder como cree que lo harías tú. Al principio no entendía de dónde provenían esos cambios; después lo he comprendido observándote a ti.

—Espero que solo copie las cosas buenas.

—Yo también.

Guardó silencio. Espérandieu hizo su aparición en la cocina poniéndose una cazadora plateada que Servaz consideró poco indicada para las circunstancias.

—¡Estoy listo! —Apoyó una mano en el redondeado vientre de su mujer—. Cuida de los dos.

—¿De cuánto está? —preguntó Servaz, ya en el coche.

—Siete meses. Prepárate para ser padrino. ¿Qué tal si me haces un resumen de lo que ha pasado?

Servaz le contó lo poco que sabía.

* * *

Una hora y media más tarde aparcaban en el estacionamiento del supermercado, invadido por vehículos de gendarmería, motocicletas y mirones. De una manera u otra, la información se había propagado. La bruma se había levantado un poco y ya solo formaba un diáfano velo, como si observaran el decorado a través de un cristal empañado. Servaz vio varios vehículos de prensa y uno de la televisión regional. Los periodistas y los curiosos se habían concentrado en la parte baja de la rampa de cemento; la cinta amarilla colocada por los gendarmes más arriba les impedía ir más allá. Servaz sacó su carnet y levantó la cinta. Uno de los ordenanzas les indicó dónde estaba el sendero. Dejando tras ellos la agitación, iniciaron el ascenso en silencio, presas de una creciente tensión. No encontraron a nadie hasta las primeras curvas, pero la niebla se hacía más densa a medida que avanzaban, fría y húmeda como un guante mojado.

En mitad de la cuesta, Servaz sintió de nuevo las punzadas en el costado. Aminoró la marcha para recobrar el aliento antes de atacar la última curva. Entonces levantó la cabeza y vio numerosas figuras que iban y venían entre la bruma, por encima de ellos, y una gran aureola de luz blanca… como si hubiera un camión aparcado allá, con todos los faros encendidos en medio de la niebla.

Recorrió los últimos cien metros con el sentimiento de que el asesino había elegido con cuidado el marco, igual que la primera vez.

No dejaba nada al azar.

Conocía la zona.

«Esto no me cuadra», se dijo. ¿Hirtmann había estado ya allí antes de su traslado al Instituto? ¿Era posible que conociera la región? Habría que tratar de hallar respuestas a aquellos interrogantes. Se acordó de lo que había pensado de inmediato cuando D'Humières lo había llamado: era imposible, aquella vez, que Hirtmann hubiera abandonado el Instituto. En ese caso, ¿quién había matado al hombre del puente?

A través de la bruma, Servaz reconoció a los capitanes Ziegler y Maillard. Ziegler estaba enzarzada en una conversación con un hombre bajito y bronceado, con una blanca melena leonina, que Servaz recordó haber visto ya. Después cayó en la cuenta: era Chaperon, el alcalde de Saint-Martin, que estuvo presente también en la central. La gendarme dijo algo al alcalde antes de dirigirse hacia ellos. Servaz la presentó a Espérandieu. Luego ella les mostró el puente de acero bajo el que se atisbaba una vaga silueta rodeada de una aureola de luz blanca.

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