Bajo el hielo (22 page)

Read Bajo el hielo Online

Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
13.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Es atroz! —gritó por encima del estrépito del agua.

—¿Qué se sabe? —gritó él a su vez.

La gendarme señaló a un joven vestido con un poncho naranja que estaba sentado en una piedra y luego resumió la situación: habló del joven que hacía footing, del cadáver bajo el puente, del capitán Maillard que había acordonado el perímetro y confiscado el teléfono móvil del único testigo y de que, pese a ello, la información se había filtrado rápidamente a la prensa.

—¿Qué hace aquí el alcalde? —quiso saber Servaz.

—Le hemos pedido que viniera para identificar el cadáver, en caso de que se tratase de alguien del municipio. Tal vez ha sido él quien ha informado a la prensa. Los políticos siempre tienen necesidad de periodistas… hasta los de poca talla.

Dio media vuelta para encaminarse al escenario del crimen.

—Hemos identificado a la víctima. Según el alcalde y Maillard, se trata de un tal Grimm, farmacéutico de Saint-Martin. Maillard dice que su mujer ha llamado a la gendarmería para denunciar su desaparición.

—¿Su desaparición?

—Según ella, su marido se fue ayer para pasar la velada jugando al póker como todos los sábados y debía haber vuelto hacia las doce. Ha llamado para decir que no había vuelto y que no tenía ninguna noticia de él.

—¿A qué hora?

—A las ocho. Cuando se ha despertado esta mañana se ha extrañado al no encontrarlo en la casa y comprobar que su cama estaba fría.

—¿Su cama?

—Dormían en habitaciones separadas —confirmó.

Ya estaban cerca. Servaz se preparó. A ambos lados del puente había encendidos unos potentes proyectores. La bruma que pasaba delante de ellos semejaba la humareda provocaba por los cañones en un campo de batalla. Con la cegadora luz de los proyectores, todo eran vapores, brumas y espuma. El mismo torrente despedía humo, al igual que las rocas, que presentaban el brillo y el perfil acerado de las armas blancas. Servaz avanzó. El rugido del agua le inundaba los oídos para irse a mezclar con el de su sangre.

El cuerpo estaba desnudo.

Era gordo, blanco.

A causa de la humedad, la piel brillaba como si estuviera recubierta de aceite bajo el deslumbrante resplandor de los proyectores. Lo primero que se le ocurrió pensar era que el farmacéutico estaba gordo… muy gordo incluso. Primero le llamó la atención el nido de pelos negros y el minúsculo sexo, encogido entre los recios muslos, donde se distinguían pliegues de grasa. Después elevó la mirada a lo largo del torso abombado, blanco, lampiño, lleno de pliegues de grasa también, hasta el cuello rodeado por una correa hundida con tanta profundidad en la carne que casi desaparecía en ella. Y para acabar, la capucha bajada sobre la cara y la gran capa negra impermeable en la espalda.

—¿Por qué poner una chubasquero en la cabeza de la víctima y luego colgarla en pelotas? —planteó Espérandieu con una voz alterada, ronca y aguda a un tiempo.

—Porque el chubasquero tiene un significado —respondió Servaz—, igual que la desnudez.

—Menudo espectáculo —añadió su ayudante.

Servaz se volvió hacia él para señalar al joven del poncho amarillo que permanecía sentado un poco más abajo.

—Coge un coche, llévalo a la gendarmería y tómale declaración.

—De acuerdo —aceptó Espérandieu, antes de alejarse a paso vivo.

Dos técnicos vestidos con monos blancos y mascarillas quirúrgicas estaban inclinados por encima de la barandilla metálica. Uno de ellos había sacado una linterna bolígrafo con cuyo pincel luminoso repasaba el cadáver.

Ziegler lo señaló con el dedo.

—El forense cree que la estrangulación es la causa de la muerte. ¿Ve las correas?

Se refería a las dos correas que ceñían las muñecas del muerto, manteniéndolas unidas al puente, con los brazos levantados y separados formando una V, además de la otra, vertical, que le estrangulaba el cuello.

—Parece que el asesino hubiera bajado progresivamente el cuerpo hacia el vacío modificando la longitud de las correas laterales. Cuanto más las aflojaba, más aumentaba la presión en torno al cuello de la víctima. Debió de tardar mucho en morir.

—Una muerte horrible —comentó alguien tras ellos.

Se volvieron. Cathy d'Humières tenía la vista fija en el muerto. De repente, se la veía avejentada y gastada.

—Mi marido quiere vender su participación en su empresa de comunicación para abrir un club de submarinismo en Córcega. Querría que yo dejara la magistratura. En mañanas como la de hoy me dan ganas de hacerle caso.

Servaz sabía que no lo iba a hacer. No le costaba nada imaginársela como esposa dinámica, valiente soldado de la vida social, capaz de recibir a sus amigos después de una agotadora jornada de trabajo, de reír con ellos y de soportar sin chistar las vicisitudes de la existencia como si no tuvieran más trascendencia que una copa de vino derramada encima de la mesa.

—¿Se sabe quién es la víctima?

Ziegler repitió lo que le había dicho a Servaz.

—Y el forense, ¿sabemos cómo se llama? —preguntó Servaz.

Ziegler se acercó al médico y después regresó con la información. Servaz inclinó la cabeza, satisfecho. En sus comienzos profesionales había tenido que entendérselas con una forense que se había negado a desplazarse hasta el escenario de un crimen en el marco de una investigación de la que él era responsable. Servaz se había presentado en el Hospital Universitario de Toulouse y había tenido un arranque de cólera, pero la doctora le había plantado cara con aplomo. Más adelante, se había enterado de que aquella misma persona había ocupado los titulares de la prensa local por un célebre caso de asesinatos en serie, unos crímenes perpetrados sobre mujeres jóvenes de la región que habían sido interpretados como suicidios a raíz de una cadena de increíbles negligencias.

—Van a subir el cadáver —anunció Ziegler.

Allí hacía mucho más frío y se notaba más la humedad que abajo. Servaz se apretó la bufanda alrededor del cuello… Después pensó en la correa hundida en el cuello de la víctima y se apresuró a aflojarla.

De repente, reparó en dos detalles en los que no se había fijado con la conmoción del primer momento.

El primero eran las botas de cuero, el único atuendo que subsistía en el farmacéutico aparte de la capellina. Parecían curiosamente pequeñas para un hombre tan rollizo.

El segundo era la mano derecha de la víctima.

Le faltaba un dedo.

El anular.

Y aquel dedo había sido rebanado.

* * *

—Vamos —dijo D'Humières una vez que los técnicos hubieron subido el cuerpo y lo tumbaron sobre el puente.

El puente metálico vibró y resonó bajo sus pasos y Servaz sufrió un instante de pura aprensión viendo el vacío de abajo, en el cual se precipitaba el torrente. Agachados en torno al cuerpo, los técnicos levantaron la capucha con cuidado. Todos los asistentes tuvieron el mismo impulso de retroceso. La cara estaba amordazada con cinta adhesiva irrompible de color plateado. A Servaz no le costó imaginar el terror y los alaridos de dolor de la víctima sofocados por la cinta adhesiva: el farmacéutico tenía los ojos desorbitados. Después de mirar con atención, comprendió que los ojos de Grimm no estaban así de forma natural: el asesino había vuelto hacia fuera los párpados; había tirado hacia arriba, sin duda con ayuda de una pinza, y luego los había grapado bajo las cejas y encima de las mejillas. «Lo ha obligado a mirar…». Aparte, el asesino se había ensañado de tal forma con el rostro de su víctima, seguramente por medio de un objeto pesado como un martillo o una maza, que casi le había arrancado la nariz… retenida tan solo por una fina banda de carne y de cartílago. Servaz advirtió asimismo restos de fango en el cabello del farmacéutico.

Durante un momento nadie habló. Luego Ziegler se volvió hacia la orilla. Dirigió una señal a Maillard, que tomó al alcalde del brazo. Servaz los miró acercarse. Chaperon parecía aterrorizado.

—Es él —tartamudeó—. Es Grimm. ¡Ay, Dios mío! Pero ¿qué le han hecho?

Ziegler empujó suavemente al alcalde en dirección a Maillard, que lo alejó del cadáver.

—Anoche estuvo jugando al póker con Grimm y otro amigo —explicó Ziegler—. Ellos son las últimas personas que lo vieron vivo.

—Creo que esta vez tenemos un problema —declaró D'Humières mientras se enderezaba.

Servaz y Ziegler la miraron.

—Vamos a recibir los honores de la prensa en primera página, y no solo de la local.

Servaz comprendió adonde quería ir a parar. Los periódicos, las revistas, los telediarios nacionales: iban a encontrarse en el ojo del huracán, en el centro de una tempestad mediática. Aquella no era la mejor manera de llevar adelante una investigación… pero no tenían elección. Entonces se dio cuenta de un detalle que le había pasado totalmente inadvertido: aquella mañana, Cathy d'Humières iba vestida con suma elegancia. Era algo casi imperceptible, porque la fiscal siempre iba de punta en blanco… pero había realizado un esfuerzo suplementario. La camisa, el traje, el abrigo, el collar y los pendientes: todo estaba combinado con impecable gusto, hasta el maquillaje que realzaba su cara austera y a la vez agradable. Aunque iba sobria, debía de haberse pasado mucho tiempo delante del espejo para llegar a esa sobriedad.

«Ha previsto la presencia de la prensa y se ha preparado para ello».

Al contrario de él, que no se había pasado ni el peine. ¡Y menos mal que se había afeitado!

Había, no obstante, algo que D'Humières no había previsto: los estragos que iba a causarle la visión del muerto. Habían arruinado una parte de sus esfuerzos y se la veía envejecida, acorralada y fatigada, pese a su tentativa de mantener el control. Servaz se acercó al técnico que ametrallaba el cadáver con incesantes flashes.

—Cuento con usted para que ninguna de estas fotos se extravíe —dijo—. No deje nada sin vigilancia.

El hombre asintió con la cabeza. ¿Habría captado el mensaje? Si una de aquellas fotos iba a parar a manos de la prensa, Servaz lo haría responsable.

—¿El forense ha examinado la mano derecha? —consultó a Ziegler.

—Sí. Cree que le cortaron el dedo con un objeto cortante, como unas pinzas o unas tijeras de podar. Un examen más detenido lo confirmará.

—El anular de la mano derecha —comentó Servaz.

—Nadie ha tocado la alianza ni los otros dedos —observó Ziegler.

—¿Pensamos lo mismo?

—Un sello o un anillo.

—El asesino quería robarlo, llevárselo como trofeo… o impedir que lo viésemos —apuntó Servaz.

Ziegler lo miró con asombro.

—¿Por qué razón iba a querer disimularlo? Además, le habría bastado con quitárselo.

—Puede que no lo consiguiera. Grimm tiene unos dedos muy gordos.

* * *

Durante el descenso, Servaz tuvo ganas de dar media vuelta al divisar la manada de periodistas y curiosos. No había más salida que la rampa de cemento situada detrás del supermercado, como no fuera pateando a través de la montaña. Poniendo una expresión de circunstancias, se disponía a sumergirse en la masa humana cuando una mano lo detuvo.

—Déjeme a mí.

Catherine d'Humières había recuperado el aplomo. Servaz permaneció en un segundo plano admirando su representación, su manera de acallar las preguntas dando la impresión de hacer revelaciones. Respondía a cada periodista mirándolo a los ojos, con gravedad, incluyendo en su respuesta una tenue sonrisa de complicidad, contenida, que no perdía de vista el horror de la situación.

Tenía un arte admirable.

Servaz se deslizó entre los periodistas para ir a buscar su coche sin esperar el final del discurso. El Cherokee estaba aparcado al otro lado del parking, más allá de las hileras de carros, apenas visible a través de la niebla. Azotado por las ráfagas, se levantó el cuello de la chaqueta pensando en el artista que había compuesto aquel espeluznante cuadro allá arriba. «Si se trata del mismo que en el caso del caballo, le gustan las alturas, los sitios encumbrados».

Al acercarse al Jeep tomó conciencia de que tenía algo raro. Lo observó antes de comprender: los neumáticos estaban aplastados contra el asfalto como balones deshinchados. Los habían pinchado. Los cuatro. Y habían rayado la carrocería con una llave o un objeto puntiagudo.

«Bienvenido a Saint-Martin», se dijo.

11

Aquel domingo por la mañana reinaba una extraña calma en el Instituto. Diane tenía la impresión de que los ocupantes habían abandonado el lugar. No se oía el menor ruido. Salió de debajo del edredón y se dirigió al minúsculo —y glacial— cuarto de baño. Se duchó deprisa; se lavó el pelo, lo secó y se cepilló los dientes lo más rápido que pudo a causa del frío.

Al salir, lanzó una ojeada por la ventana. Como una fantasmagórica presencia que hubiera aprovechado la noche para instalarse, la niebla flotaba por encima de la gruesa capa de nieve, difuminando los blancos abetos. El Instituto estaba rodeado por la bruma; a diez metros de allí, la vista se topaba con un muro de vaporosa blancura. Diane apretó contra sí el cuello del batín.

Tenía previsto bajar a dar una vuelta a Saint-Martin. Se vistió rápidamente y salió de la habitación. En la cafetería de la planta baja, donde solo estaba el empleado de servicio, pidió un cappuccino y un cruasán y fue a sentarse cerca de la ventana. Llevaba allí un par de minutos cuando un hombre de unos treinta años vestido con bata blanca entró en la sala y cogió una bandeja. Lo observó discretamente mientras pedía un café con leche, un zumo de naranja y dos cruasanes y luego vio que se dirigía hacia ella con su bandeja.

—Buenos días, ¿puedo sentarme?

Ella asintió con una sonrisa.

—Diane Berg —se presentó, ofreciéndole la mano—. Soy…

—Ya sé. Me llamo Alex. Soy uno de los enfermeros. ¿Y qué, se va acostumbrando?

—Acabo justo de llegar…

—No es fácil, ¿eh? Cuando llegué aquí, cuando vi este sitio, estuve casi a punto de volverme a meter en el coche y huir —afirmó riendo—. Y eso que yo al menos no duermo aquí.

—¿Vive en Saint-Martin?

—No, no vivo en el valle.

Lo había dicho como si fuera lo último que le apetecería hacer.

—¿Sabe si siempre hace tanto frío en las habitaciones en invierno? —le preguntó.

La miró sonriendo. Tenía una expresión bastante agradable y abierta, ojos marrones de mirada afable y cabello rizado. También tenía una gran mancha en medio de la frente que semejaba una especie de tercer ojo. Durante un instante, aquella marca retuvo su mirada y luego se ruborizó al ver que él se había dado cuenta.

Other books

The Language of Threads by Gail Tsukiyama
The Final Deduction by Rex Stout
Convincing Arthur by Ava March
Always the Sun by Neil Cross
Snatched by Pete Hautman
River of Souls by Kate Rhodes