De improviso se acordó del mensaje en que su hija le preguntaba si estaría libre el sábado. Miró el reloj: era la 1.07. El sábado era hoy. Tras un breve titubeo, acabó marcando el número para dejarle un mensaje en el contestador.
—¿Sí?
Se quedó extrañadísimo. Había respondido de inmediato y con una voz tan diferente de la que tenía normalmente que dudó sobre si no se había equivocado de número.
—¿Margot?
—Papá, ¿eres tú? —exclamó ella en un murmullo—. ¿Sabes qué hora es?
Adivinó al instante que esperaba la llamada de otra persona. Debía de dejar el móvil conectado por la noche a escondidas de su madre y de su padrastro y responder metida bajo la sábana. ¿De quién debía de esperar una llamada? ¿De su novio? ¿Qué clase de novio llamaba a semejantes horas? Luego se acordó de que era viernes por la noche, el día en que los estudiantes salen a divertirse.
—¿Te he despertado?
—¿Tú qué crees?
—Solo quería decirte que leí tu mensaje —dijo—. Intentaré encontrar un rato para esta tarde. ¿Te va bien a las cinco?
—¿Seguro que estás bien, papá? Tienes una voz extraña.
—Sí, cariño. Es solo que… tengo mucho trabajo en este momento.
—Siempre dices eso.
—Porque es verdad. Mira, no hay que creer que los que ganan mucho dinero son los únicos que trabajan mucho. Eso es mentira.
—Ya lo sé.
—No creas nunca a los políticos —añadió sin pensarlo—. Son todos unos mentirosos.
—Papá, ¿has visto la hora que es? ¿No podríamos hablar de eso en otro momento?
—Tienes razón. Además, los padres no deberían tratar de manipular a sus hijos, aunque piensen que tienen razón en lo que dicen, sino enseñarles a pensar por sí mismos. Ni siquiera si sus hijos no piensan como ellos…
Se trataba, desde luego, de un discurso un poco largo para una hora tan tardía.
—Tú no me manipulas, papá. Eso se llama un intercambio de ideas… y yo soy capaz de pensar por mí misma.
Servaz se sintió ridículo de repente, pero aquello lo indujo a sonreír.
—Mi hija es maravillosa —dijo.
Margot rio quedamente.
—Bien mirado, parece que estás bastante en forma.
—Estoy en plena forma y es la una y cuarto de la madrugada. La vida es maravillosa, y mi hija también. Buenas noches, hija. Hasta mañana.
—Buenas noches, papá.
Regresó al balcón. La luna brillaba por encima del campanario de la basílica de Saint-Sernin. Unos estudiantes pasaron por la calle armando jaleo. Los gritos, las carcajadas, las carreras y los alegres alborotadores se fundieron en la noche; sus risas tardaron en apagarse, como un eco lejano de su juventud. Hacia las dos, Servaz se acostó en su cama y se durmió por fin.
* * *
Al día siguiente, sábado 13 de diciembre, Servaz reunió una parte de su grupo de investigación para hacer balance del caso del asesinato del vagabundo. Samira Cheung llevaba esa mañana calcetines largos a rayas horizontales rojas y blancas, un pantalón corto de cuero extremadamente ajustado y botas con unos tacones de doce centímetros y un montón de aros metálicos por detrás. Servaz se dijo que no habría tenido siquiera necesidad de disfrazarse en caso de que hubiera tenido que infiltrarse en los ambientes de la prostitución local, pero luego pensó que aquel era precisamente el tipo de reflexión que habrían podido hacer Pujol y Simeoni, los dos horteras de la brigada que habían atacado a su ayudante. Espérandieu, por su parte, lucía un jersey de estilo marinero con rayas horizontales que le confería un aire todavía más juvenil, totalmente alejado de la típica imagen de un policía. Por espacio de un instante de pura angustia metafísica, Servaz se preguntó si dirigía un grupo de investigación o si le habían teletransportado a una facultad de letras. Tanto Samira como Vincent habían sacado sus ordenadores portátiles personales. Como siempre, la chica llevaba colgados del cuello los cascos de su reproductor multimedia y Espérandieu pasaba un dedo por la pantalla del iPhone —un aparato negro que, a ojos de Servaz, parecía simplemente un gran teléfono móvil extraplano— como si pasara las páginas de un libro. Respondiendo a su petición, Samira volvió a destacar uno de los puntos débiles de la acusación: nada demostraba la implicación directa de los tres jóvenes en la muerte del vagabundo. La autopsia había establecido que la víctima había muerto ahogada en cincuenta centímetros de agua después de haber perdido el conocimiento, sin duda a consecuencia de una serie de golpes, sobre todo uno muy violento recibido en la cabeza. Ese «sin duda» resultaba de lo más embarazoso, habida cuenta de que el vagabundo tenía igualmente un índice de 1,9 gramos de alcohol en la sangre en el momento de los hechos. Servaz y Espérandieu eran perfectamente conscientes de que la defensa iba a explotar el informe de la autopsia para tratar de presentar los hechos como «violencias voluntarias que ocasionaron la muerte de manera involuntaria», o incluso para poner en duda el hecho de que los golpes recibidos hubieran sido la causa del ahogamiento, que podía imputarse al estado de embriaguez de la víctima. Hasta entonces habían evitado abordar, no obstante, la cuestión.
—Es el juez el que debe zanjar —concluyó finalmente Servaz—. Vosotros ceñíos en vuestros informes a lo que sabéis, no a lo que suponéis.
* * *
Ese mismo sábado, más tarde, observó con perplejidad la lista que le tendía su hija.
—¿Qué es?
—Mi lista de regalos para Navidad.
—¿Todo eso?
—Es una lista, papá. No estás obligado a comprarlo todo —precisó burlona.
La miró. Todavía tenía colocada la fina anilla de plata en el labio inferior, al igual que el
piercing
color rubí en la ceja izquierda, pero había agregado un quinto pendiente a los cuatro que ya llevaba en la oreja izquierda. Servaz pensó fugazmente en la compañera que tenía en la investigación. También advirtió que Margot se había dado un golpe, porque tenía un morado en el pómulo derecho. Después leyó con más detenimiento la lista: un iPod, un marco digital (se trataba, según le explicó ella, de un marco de fotos en cuya pantalla desfilaban las imágenes almacenadas en la memoria), una consola portátil Nintendo DS Lite (con el «programa de entrenamiento cerebral avanzado del doctor Kawashim»), una cámara de fotos compacta (a ser posible dotada de un sensor de siete megapíxels, de un zoom X3, de una pantalla de 2,5 pulgadas y de un estabilizador de imágenes) y un ordenador portátil con una pantalla de 17 pulgadas (preferentemente con procesador Intel Centrino 2 Duo de 2 GHz, 2 Gb de memoria RAM, un disco duro de 250 Gb y un lector-grabador de CD y DVD). Había dudado si incluir el iPhone pero al final había considerado que costaría «un poco caro». Servaz no tenía la menor idea del precio de aquellos objetos ni de lo que significaba, por ejemplo, «2 Gb de memoria RAM». Sí sabía otra cosa, en cambio: que no existía ninguna clase de tecnología inocente. En aquel mundo tecnológico e interconectado, los resquicios de libertad y de pensamiento auténtico se volvían cada vez más escasos. ¿A qué se debía aquel frenesí de compras, aquella fascinación por los aparatos más superfluos? ¿Por qué un miembro de una tribu de Nueva Guinea le parecía en la actualidad más sano de espíritu y más sagaz que la mayoría de las personas con las que tenía relación? ¿Era él el que iba mal o, a la manera de aquel viejo filósofo instalado en su barril, contemplaba un mundo que había perdido la razón? Después de guardar la lista en el bolsillo, dio un beso en la frente a su hija.
—Lo pensaré.
El tiempo había cambiado en el transcurso de la tarde. Llovía y el viento soplaba con fuerza. Se habían refugiado bajo el toldo, agitado por las ráfagas, de uno de los numerosos escaparates profusamente iluminados del centro de la ciudad. Las calles estaban llenas de gente, de coches y decoraciones navideñas.
¿Qué tiempo debía de hacer allá arriba?, se preguntó de improviso. ¿Nevaría encima del Instituto? Servaz se imaginó a Julian Hirtmann en su celda, desplegando su largo cuerpo para mirar caer en silencio la nieve ante su ventana. Desde la tarde anterior, desde que había escuchado las revelaciones de la capitana Ziegler en el coche, no había parado de pensar en el gigante suizo.
—¿Me escuchas, papá?
—Sí, claro.
—No te olvidarás de mi lista, ¿eh?
La tranquilizó al respecto. Después le propuso ir a tomar algo a un café de la plaza del Capitolio. Con gran sorpresa, oyó que ella pedía una cerveza. Hasta entonces siempre había tomado Coca-Cola light. Servaz tomó de repente conciencia de que su hija tenía diecisiete años y de que él seguía mirándola, pese a la evidencia anatómica, como si tuviera cinco menos. Quizá se debiera a aquella miopía las dificultades que tenía para comprenderla desde hacía un tiempo. De nuevo demoró la mirada en el morado del pómulo. La observó un instante, cabizbaja sobre la bebida. Tenía ojeras y un aire triste. De pronto, las preguntas afluyeron en tropel. ¿A qué se debía su tristeza? ¿De quién esperaba una llamada a la una de la noche? ¿Cuál era el motivo de aquel hematoma en la mejilla? Preguntas de policía, se dijo. No, preguntas de padre…
—Y ese morado, ¿cómo te lo has hecho? —inquirió.
—¿Cómo?
—Ese morado del pómulo… ¿de dónde ha salido?
—Eh… Me di un golpe. ¿Por qué?
—Un golpe, ¿dónde?
—¿Es importante?
La mordacidad de su tono lo hizo sonrojar. Era más fácil interrogar a un sospechoso que a su propia hija.
—No —contestó.
—Mamá dice que tu problema es que ves el mal por todas partes, por deformación profesional.
—Puede que tenga razón.
Entonces le tocó a él bajar la vista.
—Me levanté de noche para ir a hacer pipí y choqué contra una puerta. ¿Estás satisfecho con la respuesta?
La observó preguntándose si debía creerla. Era una explicación plausible. Él mismo se había abierto la frente de esa manera, en plena noche. No obstante, había algo en el tono y la agresividad de la respuesta que le causaba desazón. ¿O tal vez eran imaginaciones suyas? ¿Por qué veía tan claro en general en las personas a las que interrogaba… y por qué su propia hija le resultaba tan opaca? En un plano más global, ¿por qué se encontraba como pez en el agua cuando investigaba y se sentía tan inepto en las relaciones humanas? Sabía lo que le habría dicho un psicólogo: le habría hablado de su infancia…
—¿Y si vamos al cine? —propuso.
* * *
Esa noche, después de haber metido un plato precocinado en el microondas y tomado un café (se dio cuenta demasiado tarde de que ya no le quedaba y tuvo que sacar un viejo bote de café soluble caducado), volvió a sumergirse en la biografía de Julian Alois Hirtmann. La noche se había abatido sobre Toulouse. Fuera hacía viento y llovía pero en su despacho reinaba la música de Gustav Mahler (la
Sexta sinfonía
) que llegaba desde el salón y una intensa concentración propiciada por la hora tardía y la penumbra, que interrumpían solamente una pequeña lámpara de estudio y la pantalla luminosa del PC. Servaz había sacado el cuaderno y seguía tomando notas. Ya había llenado varias páginas. Mientras el sonido de los violines se elevaba en la sala de estar, se volvió a sumergir en la carrera del asesino en serie. La jueza suiza había pedido un peritaje psiquiátrico a fin de establecer la responsabilidad penal. Los expertos designados habían concluido, tras una larga serie de entrevistas, que tenía una «irresponsabilidad total», y habían invocado crisis delirantes, alucinaciones, el uso intensivo de estupefacientes que habían alterado el discernimiento y potenciado la esquizofrenia del sujeto y la absoluta ausencia de empatía, punto este que resultaba incontestable incluso para Servaz. Según se especificaba en el informe, el paciente no disponía de «los medios psíquicos para controlar sus actos, ni del grado de libertad interior que le permitiera elegir y decidir».
A juzgar por los datos que Servaz pudo consultar en ciertas páginas web suizas de psiquiatría legal, los expertos designados tenían preferencia por una metodología científica que dejaba poco lugar a la interpretación personal: habían sometido a Hirtmann a una batería de tests estandarizados y explicaron que se habían basado en el DSM-IB, el manual estadístico de los trastornos mentales. Servaz se preguntó si Hirtmann no conocía ese manual tanto o mejor que ellos en el momento de las pruebas.
No obstante, reconociendo la peligrosidad del sujeto, habían recomendado medidas de seguridad extremas y el ingreso en un establecimiento especializado «durante un plazo indeterminado de tiempo». Hirtmann había estado en dos hospitales psiquiátricos suizos antes de ir a parar al Instituto Wargnier. No era el único paciente de la unidad A llegado del extranjero, ya que el Instituto era un establecimiento único en Europa y suponía la primera tentativa de tratamiento psiquiátrico efectuada con vistas a un futuro espacio judicial europeo. Servaz torció el gesto al leer aquello. ¿Qué podía significar, teniendo en cuenta que las justicias europeas presentaban abismales diferencias en materia de leyes, de duración de penas y de presupuestos, o que el de Francia por habitante era la mitad que el de Alemania, los Países Bajos o incluso el Reino Unido?
Levantándose para ir a buscar una cerveza a la nevera, inició otra línea de reflexión: existía una evidente contradicción entre la personalidad socialmente integrada, reconocida en el plano profesional del Hirtmann descrito por la prensa, y aquella otra tenebrosa, sometida a unos fantasmas de asesinato incontrolables y a unos celos patológicos, establecida por los expertos. ¿Jekyll y Hyde? ¿O bien Hirtmann había conseguido, gracias a su talento de manipulador, evitar la cárcel? Servaz se decantaba más bien por la segunda hipótesis. Estaba convencido de que, cuando había comparecido por primera vez delante de ellos, el suizo sabía perfectamente cómo debía comportarse y lo que debía decir a los expertos. ¿Se desprendía de eso que ellos mismos deberían enfrentarse a un actor y a un manipulador excepcional? ¿Cómo iban a sacar algo en claro de él? ¿Sería capaz de lograr algo el psicólogo enviado por la gendarmería cuando tres expertos suizos se habían dejado embaucar?
Servaz se planteó a continuación qué razonamiento podía vincular a Hirtmann con Lombard. El único vínculo evidente era geográfico. ¿Habría agredido aquel caballo al azar? ¿Se le habría ocurrido la idea al pasar delante del centro ecuestre? Dado que este se encontraba lejos de las principales vías de comunicación del valle, no había ninguna razón para que Hirtmann hubiera estado allí. Y si era él quien había matado al caballo, ¿por qué no habían notado su presencia los perros? ¿Y por qué no había aprovechado para huir? ¿Cómo había burlado los sistemas de seguridad del Instituto? Cada pregunta suscitaba otra más.