—Estaba así —murmuró Ziegler—. ¿Qué está pasando aquí?
Servaz reparó en un detalle del que no se había percatado de entrada:
encima del escritorio,
entre los papeles,
una caja de balas, abierta.
En su precipitación, Chaperon había dejado caer una en el suelo.
Se miraron…
El alcalde había huido como alma que lleva el diablo.
Y temía por su vida…
Eran las siete de la tarde. Diane se sintió de repente hambrienta y se apresuró a ir al pequeño comedor donde por la noche servían un menú único para los pocos miembros del personal que no regresaban a su casa. Saludó al pasar a dos vigilantes que cenaban en una mesa próxima a la entrada y cogió una bandeja.
Tras echar un vistazo a los platos calientes presentados, esbozó una mueca de contrariedad: «Pollo con patatas fritas». Tendría que organizarse si quería comer de manera equilibrada y no encontrarse con diez kilos de más al final de su estancia allí. De postre, eligió una macedonia. Comió cerca de la ventana, contemplando el paisaje nocturno. Unas pequeñas lámparas dispuestas en torno al edificio iluminaban la nieve a ras del suelo, bajo los pinos, creando un mágico efecto.
Cuando se marcharon los guardianes, se encontró sola en la silenciosa y desierta sala, pues hasta el empleado de detrás de la barra había desaparecido. Sobre ella se abatió una oleada de tristeza y de duda. No obstante, ya había estado más de una vez sola en su habitación de estudiante, revisando y trabajando mientras los otros abandonaban la universidad para ir a divertirse en los pubs y discotecas de Ginebra. Sin embargo, jamás se había sentido tan lejos de su casa, tan aislada, tan perdida. Cada jornada se sentía igual allí, cuando se hacía de noche.
Reaccionó, furiosa consigo misma. ¿Dónde habían ido a parar su lucidez, sus conocimientos humanos, psicológicos, fisiológicos? ¿Acaso no podía aplicar un poco más la autoobservación en lugar de ceder a sus emociones? ¿Es que era una simple inadaptada allí? Conocía bien la ecuación de base: inadaptación = tensión = angustia. Despachó aquel argumento de un manotazo. No ignoraba el origen de su malestar. Aquello no tenía nada que ver con ella: se debía a lo que ocurría allí. No estaría en paz en tanto no supiera más. Se levantó y dejó la bandeja en la cinta transportadora. Los pasillos estaban igual de desiertos que el comedor.
Estaba doblando la esquina del que conducía a su oficina cuando se quedó inmóvil de golpe, con la impresión de que le habían arrojado un fluido refrigerante en el estómago. Xavier estaba en el pasillo. Cerraba lentamente la puerta de su oficina —la oficina de Diane—. El psiquiatra lanzó una rápida ojeada a derecha e izquierda y ella se apresuró a pegarse a la pared. Para su alivio, lo oyó alejarse en dirección contraria.
* * *
Cintas de casete…
Ese fue el detalle que atrajo a continuación su atención. Entre el desorden de papeles del escritorio había casetes, como los que ya nadie utilizaba pero que, al parecer, Chaperon había conservado. Los tomó y miró las etiquetas: CANTOS DE PÁJAROS 1, CANTOS DE PÁJAROS 2, CANTOS DE PÁJAROS 3… Servaz los volvió a dejar. También advirtió, en un rincón, un miniequipo de música con compartimento para casetes.
El alpinismo, los pájaros… Aquel hombre sentía una verdadera pasión por la naturaleza.
Y también por las cosas antiguas: viejas fotos, viejos casetes… Antiguallas en una casa antigua… ¿no era lo más normal?
Servaz, no obstante, sentía que una señal lo estaba alertando en un recoveco de su cerebro. Guardaba relación con algo que había en aquella habitación, y más concretamente con esos cantos de pájaros. ¿Qué significado tenía aquello? Solía confiar en su instinto, ya que este raras veces lo avisaba en vano.
Se puso a reflexionar con empeño, pero no vio nada. Ziegler estaba llamando a la gendarmería para que precintaran la casa y mandaran a la policía científica.
—Estamos cerca de la verdad —señaló ella después de colgar.
—Sí —confirmó Servaz con gravedad—, pero por lo visto no somos los únicos.
Se le había formado un nudo en las tripas a causa de la inquietud. Ya no le cabía duda de que el meollo de la investigación radicaba en el cuarteto Grimm-Perrault-Chaperon-Mourrenx y en sus «hazañas» del pasado. El o los asesinos les llevaban ventaja. A diferencia de Ziegler y de él, sabían todo lo que había que saber… desde hacía mucho. ¿Y qué pintaban el caballo de Lombard y Hirtmann en todo aquello? De nuevo reconoció que había una parte del problema que escapaba a su comprensión.
Bajaron y salieron a la escalera iluminada. La noche era fría y húmeda; los árboles proyectaban sombras y pintaban de tinieblas el jardín, y en algún lugar de aquella oscuridad chirriaba un postigo. Después de preguntarse por qué lo tenían tan preocupado los cantos de los pájaros, Servaz sacó los casetes del bolsillo y se los entregó a Ziegler.
—Haz que alguien escuche esto. No solo unos segundos, sino en su totalidad. —La joven lo miró con sorpresa—. Quiero saber si son efectivamente cantos de pájaros lo que se oye o si hay algo más…
El teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó y miró el origen de la llamada: Antoine Canter, su jefe.
—Disculpa —dijo, bajando los escalones—. Servaz —respondió, pisando la nieve del jardín.
—¿Martin? Soy Antoine. Vilmer quiere verte.
El comisario divisionario Vilmer, director de la policía judicial de Toulouse, un hombre por el que Servaz no sentía ninguna simpatía. El sentimiento era recíproco. A ojos de Vilmer, Servaz era el prototipo del policía desfasado: reacio a las innovaciones, individualista, dependiente de su instinto, que se negaba a seguir al pie de la letra las nuevas consignas llegadas del ministerio. Vilmer ansiaba tener funcionarios simples, formateados, dóciles e intercambiables.
—Pasaré mañana —dijo, lanzando una ojeada en dirección a Ziegler, que esperaba delante de la verja.
—No. Vilmer te quiere en su oficina esta noche. Te está esperando. Nada de jugarretas, Martin. Tienes dos horas para presentarte.
* * *
Servaz salió de Saint-Martin poco después de las ocho. Media hora después, dejaba la departamental 825 para tomar la A 64. El cansancio lo invadió mientras circulaba por la autopista, con las luces de cruce encendidas, deslumbrado por los faros de los coches que le venían de cara. Paró en un área de servicio, entró en la tienda y se sirvió un café en la máquina. A continuación cogió una lata de Red Bull de una nevera, pagó en la caja, la abrió y se la bebió entera mirando las portadas de las revistas y de los diarios antes de volver al coche.
Cuando llegó a Toulouse caía una lluvia fina. Después de saludar al ordenanza, dejó el coche en el parking y se fue hacia los ascensores. Eran las 21.30 cuando apretó el botón del último piso. Por lo general, Servaz evitaba aquella planta. Sus pasillos le recordaban demasiado la temporada que había pasado, al inicio de su andadura profesional, en la dirección general de la policía profesional, llena de gente que conocía mejor el funcionamiento de su procesador de textos que el de la policía real y que recibía cualquier demanda proveniente de los policías de base como si se tratara de una nueva cepa del virus Ébola. A aquella hora, la mayoría de los empleados se habían ido a casa y los corredores estaban desiertos. Efectuó una comparación entre aquellos silenciosos pasillos y el caótico ambiente de tensión que reinaba de manera permanente en el piso de la brigada. Servaz también había conocido, desde luego, a muchas personas competentes y eficaces en la dirección general; pero estas raras veces presumían de sus logros y aun era menos frecuente que lucieran corbatas de última moda. Se acordó sonriendo de la teoría de Espérandieu: su ayudante opinaba que a partir de cierto porcentaje de traje y corbata por metro cuadrado se entraba en lo que él denominaba la «zona de competencia enrarecida», o también «zona de decisiones absurdas» o «de paraguas abiertos».
Consultó el reloj y resolvió hacer esperar cinco minutos más a Vilmer. A uno no se le presentaba todos los días la ocasión de hacer aguardar a un tipo que pasaba el tiempo mirándose el ombligo. Aprovechó para entrar en la zona donde se encontraban las máquinas de bebidas e introdujo una moneda en la del café. Dos hombres y una mujer charlaban en torno a una mesa. Al entrar él, bajaron los decibelios de la conversación; alguien contó un chiste en voz baja. «El humor», se dijo Servaz. Su exmujer le había dicho un día que le faltaba humor. Quizá fuera cierto. ¿Eso demostraba acaso que le faltara inteligencia? Seguramente no, si se contaba el número de imbéciles que destacaban en el campo del humor. Sí que debía de ser, en cambio, síntoma de un fallo psicológico; se lo preguntaría a Propp. Pese a su lado dogmático, comenzaba a caerle simpático el psicólogo. Una vez hubo dado cuenta de su enésimo café salió del local, donde las conversaciones cobraron nuevo brío. La mujer soltó una carcajada tras él. Era una risa artificial, sin gracia, que le puso los nervios de punta.
La oficina de Vilmer se encontraba unos metros más allá. Su secretaria lo recibió con una afable sonrisa.
—Entre. Lo está esperando.
Servaz pensó que aquello no auguraba nada bueno mientras se preguntaba si la mujer debería recuperar sus horas suplementarias. Vilmer era un individuo delgado, con una perilla bien recortada, un corte de pelo impecable y una sonrisa de mando que mantenía perpetuamente pegada a los labios como un herpes tenaz. Siempre llevaba el no va más en cuestión de camisas, corbatas, trajes y zapatos, con una preferencia por los tonos chocolate, marrón claro y violeta. Servaz lo consideraba como la viva demostración de que un imbécil puede llegar alto si tiene a otros imbéciles por encima de él.
—Siéntese —lo invitó.
Servaz se dejó caer en el sillón de cuero negro. Vilmer no parecía contento. Juntando los dedos bajo la barbilla, lo observó un momento en silencio, con una actitud pretendidamente profunda y reprobadora. Pensando que no habría ganado un Óscar de Hollywood ni en mil años, Servaz le devolvió la mirada con un asomo de sonrisa que tuvo la virtud de exasperar al divisionario.
—¿Cree que la situación se presta a risa?
Como todo el mundo del servicio regional de policía judicial, Servaz sabía que Vilmer había hecho toda su carrera sentado detrás de un escritorio. No conocía nada del trabajo de base, aparte de una breve inmersión en sus comienzos. Se murmuraba que entonces fue el hazmerreír y la cabeza de turco de sus colegas.
—No, señor.
—¡Tres asesinatos en ocho días!
—Dos —rectificó Servaz—. Dos y un caballo.
—¿Cómo están las pesquisas?
—Ocho días de investigación y hemos estado a punto de pillar al asesino esta mañana, pero ha logrado escapar.
—Usted lo ha dejado escapar —precisó el director—. El juez Confiant se ha quejado de usted —se apresuró a añadir.
A Servaz le dio un escalofrío.
—¿Cómo dice?
—Ha presentado quejas a mí y a la cancillería, que enseguida las ha transmitido al director de la oficina del ministro del Interior, quien a su vez me ha llamado a mí. —Hizo una breve pausa—. Me pone en una situación muy comprometida, comandante.
Servaz estaba atónito. ¡Confiant había pasado por encima de D'Humières! ¡El tal juez no había perdido el tiempo!
—¿Me va a relegar del caso?
—Por supuesto que no —respondió Vilmer como si ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza tal posibilidad—. Además, Catherine d'Humières ha asumido su defensa con cierta elocuencia, debo reconocer. Ella considera que la capitana Ziegler y usted realizan un buen trabajo. —Soltó un bufido, como si le costara repetir tales sandeces—. Pero se lo advierto: en este asunto nos observan personas de gran influencia. Estamos en el ojo del huracán. Por ahora todo está en calma, pero si fracasa, sepa que habrá consecuencias.
Servaz no pudo reprimir una sonrisa. En realidad, pese a su elegante traje, Vilmer se cagaba en los pantalones porque sabía muy bien que las «consecuencias» no solo afectarían a los detectives.
—Es un caso sensible, no lo olvide.
«A causa del caballo —pensó Servaz, conteniendo toda su rabia—. Es el caballo lo que les interesa».
—¿Eso es todo? —preguntó.
—No. Ese tipo, la víctima, Perrault. ¿Le llamó pidiéndole ayuda?
—Sí.
—¿Por qué a usted?
—No lo sé.
—¿No intentó disuadirlo para que no subiera allá arriba?
—No me dio tiempo.
—¿Y qué es ese asunto de los suicidios? ¿Qué pinta en todo esto?
—Por ahora lo ignoramos, pero Hirtmann hizo alusión a ellos cuando fuimos a verlo.
—¿Cómo?
—Pues me… me aconsejó que indagara la cuestión de los suicidios.
El director lo observó con una estupefacción genuina esa vez.
—¿Está diciendo que es Hirtmann el que le dice cómo debe llevar a cabo la investigación?
—Esa es una manera un tanto… simplista de ver las cosas.
—¿Simplista? —exclamó Vilmer elevando el tono—. ¡Tengo la impresión de que esta investigación va a la deriva, comandante! Tienen el ADN de Hirtmann, ¿no? ¿Qué más necesita? Puesto que él no ha podido salir del Instituto, tiene un cómplice en el interior. ¡Identifíquelo!
«Es maravillo lo sencillas que parecen las cosas cuando se miran de lejos, cuando se omiten los detalles y cuando no se sabe nada del asunto», se dijo Servaz. De todas formas, a Vilmer no le faltaba parte de razón.
—¿Qué pistas tienen?
—Hace unos años se presentó una denuncia contra Grimm y Perrault por un chantaje… un chantaje sexual.
—¿Y bien?
—Es casi seguro que aquella no fue la primera vez que estaban implicados en ese tipo de cuestiones. Es posible incluso que fueran más lejos con otras mujeres. O con adolescentes… Ese podría ser el móvil que buscamos.
Servaz era consciente de que avanzaba por un terreno movedizo, para el que disponían de muy pocos elementos… pero ya era demasiado tarde para volverse atrás.
—¿Una venganza?
—Algo por el estilo.
Le llamó la atención el póster que había detrás de Vilmer. Lo reconoció: era el urinario de Marcel Duchamp, que había aparecido en la exposición dadaísta del Centro Georges Pompidou de 2006. Estaba exhibido bien a la vista, como para demostrar a las visitas que el hombre que trabajaba allí era a la vez cultivado, amante del arte y tenía un fino sentido del humor.