A diez metros de allí, Margot reía y charlaba. Después sacó de la cazadora una petaca. «Mala cosa», pensó Espérandieu. Luego se puso a liar un cigarrillo escuchando a sus compañeras. «Lo hace con destreza —constató Espérandieu—. Por lo visto, está acostumbrada». De repente, tuvo la impresión de ser un asqueroso
voyeur
que espiaba a las niñas a la salida de la escuela. «¡Mierda, Martin, vaya papelón que me obligas a hacer!». Veinte minutos después, una motocicleta aparcaba delante del grupito.
Espérandieu se puso en alerta de inmediato.
Vio cómo el piloto se quitaba el casco y se ponía a hablar con la hija de su jefe. Esta tiró el cigarrillo en la acera y lo aplastó con el tacón. Después se montó en la moto.
«Vaya, vaya…».
—Se va en mobylette con individuo diecisiete/dieciocho años. Pelo negro. No es del instituto.
Espérandieu dudaba si tomar una foto. Estaba demasiado cerca y se arriesgaba a que lo sorprendieran. Visto desde allí, el chico era más bien guapo y llevaba el pelo tieso, peinado con gel extrafuerte. Se volvió a poner el casco y entregó otro a Margot. ¿Sería el cerdo que la pegaba y la hacía sufrir? La moto arrancó. Espérandieu se dispuso a seguirla. El chico conducía deprisa… con temeridad. Zigzagueaba entre los coches y daba intempestivas eses mientras volvía la cabeza para hablar a gritos con su pasajera. «Un día u otro, la realidad se acordará de ti en el mal sentido, amigo…».
En dos ocasiones, Espérandieu creyó haberlo perdido, pero lo volvió a alcanzar más adelante. Se resistía a utilizar la sirena; primero para que no lo descubrieran y segundo porque aquella misión era totalmente extraoficial y no se consideraba que estuviera de servicio.
Finalmente, la moto se detuvo delante de una casa rodeada de un jardín y un alto y tupido seto. Espérandieu reconoció de inmediato la dirección: había ido allí en compañía de Servaz. Allí era donde vivían Alexandra, la ex mujer de Martin, y el idiota del piloto de avión. Y, por consiguiente, Margot.
Esta se bajó de la moto y se quitó el casco. Los dos jóvenes se pusieron a charlar tranquilamente un momento, ella de pie en la acera y él sentado en la moto. Espérandieu temió que acabaran fijándose en él, aparcado en la calle desierta a menos de cinco metros de distancia. Por suerte para él, los adolescentes estaban absortos en su conversación. Espérandieu observó que todo transcurría con calma, sin gritos ni amenazas. Intercambiaban, al contrario, carcajadas y gestos de complicidad. ¿Y si Martin hubiera metido la pata? Quizás el oficio de policía lo había vuelto paranoico. Después la hija de Martin se inclinó y besó en las dos mejillas al motorista. Este hizo petardear la mobylette con tal vigor que a Espérandieu le dieron ganas de bajar a multarlo, y luego desapareció.
«¡Mierda! ¡No era ese!». Vincent pensó que acababa de perder una hora de su tiempo. Dirigiendo una muda imprecación contra su jefe, dio media vuelta y se fue por donde había venido.
* * *
Servaz miraba la fachada sin luces, blanca, imponente, alta, con balcones de madera labrada y postigos de estilo chalet en todos los pisos. El empinado tejado terminaba en punta sobre un frontón de madera triangular. Aquella casa con arquitectura típica de montaña, situada en un barrio residencial, se erguía en la parte alta de la pendiente del jardín, a la sombra de unos grandes árboles, y no recibía la luz de la calle. Irradiaba una sutil sensación de amenaza. ¿O tal vez eran imaginaciones suyas? Se acordó de un extracto de
La caída de la casa Usher
. «No sé bien por qué, pero desde el primer vistazo que eché al edificio, un sentimiento de insoportable tristeza me penetró el alma».
Se volvió hacia Ziegler.
—¿Confiant sigue sin responder?
Ziegler guardó el móvil en el bolsillo negando con la cabeza. Servaz empujó el portal oxidado, que se abrió con un chirrido. Subieron por el sendero. Había huellas de pasos en la nieve que nadie se había molestado en barrer. Servaz subió los escalones de la entrada y bajo la marquesina de cristal accionó la manecilla de la puerta, que estaba cerrada con llave. No había el menor asomo de luz en el interior. Giró sobre sí: la ciudad se extendía abajo con sus decoraciones navideñas, que palpitaban como el corazón vivo del valle. Sobre el lejano rumor de coches y de pitos, allí todo estaba en silencio. En ese viejo barrio residencial encaramado en las alturas reinaban la insondable tristeza y la aplastante calma de las existencias burguesas encerradas sobre sí mismas. Ziegler llegó a su lado junto al umbral.
—¿Qué hacemos?
Servaz miró en torno a sí. A ambos lados de la escalinata, la casa reposaba sobre un zócalo de piedra de pedernal provisto de dos respiraderos. Era imposible entrar por allí, porque ambos estaban protegidos con barrotes de hierro. Los postigos de los ventanales de la planta baja, en cambio, estaban abiertos. Reparando en la pequeña caseta de jardín con forma de chalet que había en un rincón, detrás de un arbusto, bajó las escaleras y se encaminó hacia ella. No había ningún candado. Al abrir la puerta percibió un olor a tierra revuelta. En la sombra había rastrillos, palas, macetas, una regadera, una carretilla, una escalera de mano… Regresó a la casa con la escalera de aluminio bajo el brazo. Luego la apoyó en la fachada y subió hasta la altura de la ventana.
—¿Qué haces?
Sin responder, se bajó la manga y descargó un puñetazo contra uno de los vidrios. Tuvo que repetir la operación dos veces.
Después, con el puño todavía protegido por la manga, retiró los pedazos de cristal e hizo girar la manivela de la falleba. Esperaba oír el estridente aullido de un sistema de alarma, pero no fue así.
—¿Sabes que un abogado podría anular todo el procedimiento a causa de lo que acabas de hacer? —le advirtió Ziegler desde abajo.
—Por ahora, lo más urgente es encontrar a Chaperon vivo y no hacer que lo condenen. Digamos que hemos encontrado esta ventana así y que hemos aprovechado…
—¡No se muevan!
Se volvieron rápidamente. Más abajo en la calle, entre dos abetos, una figura empuñaba una escopeta.
—¡Manos arriba! ¡Ni un gesto!
En lugar de obedecer, Servaz hundió la mano en la chaqueta y sacó el carnet antes de bajarse de la escalera.
—No te canses, hombre. Somos de la policía.
—¿Desde cuándo entra la policía causando destrozos en las casas? —preguntó el individuo bajando el arma.
—Desde que tenemos prisa —contestó Servaz.
—¿Buscan a Chaperon? No está. Hace dos días que no lo hemos visto.
Servaz había identificado al personaje: era el «portero vocacional» que tan bien conocía el juez Saint-Cyr. Había uno en cada calle o casi; se trataba del individuo que se entrometía en la vida de los otros por la simple razón que se habían ido a instalar a su lado. A causa de eso se consideraba con derecho a vigilarlos, a espiarlos por encima del seto del jardín, sobre todo si presentaban un perfil «sospechoso». A los ojos del portero vocacional estaban considerados como sospechosos las parejas homosexuales, las madres solteras, los solterones tímidos y reservados y, en general, todos aquellos que lo miraban con malos ojos y que no compartían sus ideas fijas. Era muy útil en las pesquisas de vecindario, pese a que Servaz sentía un profundo desprecio por aquella clase de persona.
—¿Y no sabes adónde ha ido?
—No.
—¿Qué clase de persona es?
—¿Chaperon? Un buen alcalde y una persona como Dios manda, educado, sonriente, siempre amable, siempre dispuesto a pararse a charlar. Un hombre cabal, no como ese tipejo de allá.
Señaló una de las casas de la calle. Servaz dedujo que «el tipejo de allá» se había convertido en el blanco preferido del portero vocacional. Uno no existía sin el otro. Casi le dieron ganas de decir que «al tipejo de allá» seguramente no lo habían denunciado nunca por chantaje sexual. Ese era el problema con los porteros vocacionales, que a menudo se equivocaban de blanco. Además solían trabajar en equipo de dos: marido y mujer formaban un temible dúo.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el hombre sin disimular su curiosidad—. Después de lo que ha sucedido, todo el mundo se encierra a cal y canto. Claro que yo no. Ya puede venir ese chalado, que aquí lo espero como si nada.
—Gracias —dijo Servaz—. Ahora vuelve a tu casa.
El hombre masculló algo antes de dar media vuelta.
—¡Si necesitan más información, vivo en el número cinco! —anunció por encima del hombro—. ¡Lançonneur, ese es mi apellido!
—No me gustaría tenerlo de vecino —declaró Ziegler mientras se alejaba.
—Deberías interesarte un poco más por tus vecinos —replicó Servaz—. Seguro que tienes uno así. En todas partes hay tipos como él. Bueno, vamos.
Subió la escalera y entró en la casa.
El vidrio roto crujió bajo sus zapatos. En la penumbra se distinguía un sofá de cuero, alfombras encima del parquet, paredes revestidas de madera, un escritorio… Servaz localizó el interruptor y encendió la lámpara del techo. Ziegler apareció en lo alto de la escalera, delante de la ventana, tras la cual se atisbaban las luces del valle entre los árboles. Miró a su alrededor. Todo apuntaba a que se encontraban en el estudio de Chaperon o de su ex mujer. Había estanterías, libros y fotos antiguas en las paredes. Estas representaban paisajes de montaña, aldeas pirenaicas de principios del siglo XX, calles por donde transitaban hombres tocados con sombrero y coches de caballos. Servaz recordó que hubo una época en que los balnearios de los Pirineos atraían a la flor y nata de los agüistas parisinos y contaban entre los más elegantes centros de veraneo de montaña, en competencia con Chamonix, Saint-Moritz o Davos.
—Primero intentemos encontrar a Chaperon —programó—, con la esperanza de que no esté ahorcado en algún sitio. Después lo registramos todo.
—¿Qué buscamos?
—Lo sabremos cuando lo hayamos encontrado.
Salió del estudio.
Un pasillo comunicaba al fondo con una escalera.
Abrió las puertas, una por una. Sala de estar, cocina, cuarto de baño, comedor. Una vieja alfombra amortiguó sus pasos en la escalera. Al igual que el estudio, la pared de esta estaba revestida de madera clara y decorada con piolets, tacos con puntas metálicas para el hielo, botas de cuero, rudimentarios esquís: viejo material de alpinismo y de montaña que databa de la época de los pioneros. Servaz se detuvo para observar una foto de un alpinista que posaba en la cima de un espolón rocoso, igual de vertical y estrecho que la columna de un estilita. Sintió que se le formaba un nudo en el estómago. ¿Cómo era posible que aquel hombre no sintiera vértigo? Estaba allí, de pie al borde del vacío, sonriendo como si nada al fotógrafo, que se encontraba en otro punto elevado. Después cayó en la cuenta de que el alpinista que desafiaba las cumbres era el propio Chaperon. En otra foto aparecía colgado de un saliente, sentado tranquilamente sobre un talabarte, como un pájaro en una rama, suspendido a centenares de metros del suelo, protegido de una fatal caída por una irrisoria cuerda. Debajo de él se distinguía un valle con un río y unos pueblos a lo lejos.
A Servaz le habría gustado preguntarle al alcalde qué sensación producía encontrarse en esa situación y, de paso, qué se experimentaba siendo el objetivo de un asesino. ¿Sería el mismo tipo de vértigo? Todo el interior de la casa era un templo dedicado a la montaña y a la superación personal. Estaba claro que el alcalde no tenía el mismo temple que el farmacéutico; estaban esculpidos con un molde muy distinto. Aquella imagen confirmaba la primera impresión que Servaz había tenido en la central: un hombre bajo pero sólido como una roca, amante de la naturaleza y de la actividad física, con su cabellera blanca y leonina y su tez perpetuamente curtida.
Después recordó al Chaperon que había visto en el puente y en su coche: un individuo muerto de miedo, acorralado. Entre ambas imágenes mediaba la muerte del farmacéutico. Servaz analizó que, pese a su atroz apariencia, la muerte del caballo no le había producido el mismo efecto. ¿Por qué? ¿Porque se trataba de un caballo? ¿O bien porque en aquel momento no se sentía bajo amenaza? Reanudó su exploración, atenazado por el sentimiento de urgencia que lo habitaba desde el episodio del teleférico. En el primer piso había un cuarto de baño, un excusado, dos habitaciones… Una de ellas era el dormitorio principal. En cuanto la hubo recorrido, lo asaltó una sensación extraña. Paseó la mirada por ella frunciendo el entrecejo: una idea lo preocupaba.
Un armario. Una cómoda. Una cama de matrimonio, aunque por la forma que había adoptado el colchón, se deducía que hacía mucho que solo dormía una sola persona en él. Había también una sola silla y una sola mesita de noche.
Era la habitación de un hombre divorciado que vivía solo. Abrió el armario…
Vestidos, blusas, faldas, jerséis y abrigos de mujer y, debajo, zapatos de tacón…
Después pasó un dedo por encima de la mesita. La cubría una gruesa capa de polvo… como en la habitación de Alice…
Chaperon no dormía en esa habitación. Era la que había ocupado su ex mujer antes de su divorcio. Igual que los Grimm, los Chaperon dormían en habitaciones separadas…
Aquella idea lo perturbó. El instinto le decía que estaba rozando algo. La tensión se había vuelto a manifestar. Seguía allí, como una impresión de peligro, de inminente catástrofe. Volvió a ver a Perrault gritando como un condenado en la telecabina y le dio mareo. Tuvo que agarrarse a la esquina de la cama. De repente, sonó un grito.
—¡Martin!
Se precipitó por la escalera. Era la voz de Ziegler y venía de abajo. Bajó la escalera casi corriendo. La puerta del sótano estaba abierta, y Servaz se abalanzó hacia ella. Fue a parar a un vasto espacio de paredes construidas con tosca piedra de cantera que servía de sala de calderas y lavandería. Estaba muy oscuro. Había luz, más lejos… Se dirigió hacia ella. Llegó a una gran habitación iluminada por una bombilla desnuda cuyo vaporoso halo dejaba los rincones en sombra. Vio un banco, y material de escalada colgado de unos grandes paneles de corcho. Ziegler se hallaba delante de un armario metálico abierto de cuya puerta pendía un candado.
—¿Qué…?
Calló y se acercó. En el interior del armario había una capa negra impermeable y unas botas.
—Y eso no es todo —apuntó Ziegler, tendiéndole una caja de zapatos.
Servaz la abrió y la mantuvo bajo la débil luz de la bombilla. Enseguida reconoció el anillo, con la marca «C-G». Lo acompañaba una foto amarillenta y acartonada, antigua. En ella se veían cuatro hombres uno al lado del otro, cubiertos con la misma capa que se encontraba suspendida de un colgador en el armario metálico, la misma capa negra con capucha encontrada encima del cadáver de Grimm, la misma que estaba colgada en la cabaña del borde del río… Pese a que los cuatro hombres tenían todos una parte de la cara oculta en la sombra de las capuchas, Servaz creyó reconocer la barbilla fofa de Grimm y la mandíbula cuadrada de Chaperon. El sol brillaba sobre las cuatro negras formas, lo cual volvía aún más siniestras e incongruentes las capas. Se percibía un paisaje de verano, una naturaleza bucólica en derredor… hasta se podían casi oír cantar los pájaros. El mal estaba, no obstante, presente allí, diagnosticó Servaz, casi palpable en aquel paisaje poblado de árboles e inundado de sol, materializado en aquellas cuatro siluetas. «El mal existe —se dijo—, y esos cuatro hombres eran una de sus innumerables encarnaciones».