Propp se levantó y rodeó despacio la mesa, pasando detrás de cada uno. Con creciente irritación, Servaz dedujo que se trataba una vez más de uno de sus juegos de manos de psicólogo.
—Se sospecha que llegó a asesinar a cuarenta mujeres jóvenes en veinticinco años… ¡cuarenta asesinatos y no existe el menor indicio, ni la menor pista que conduzca a su autor! Sin los artículos de prensa y los dosieres que había conservado en su casa o en la caja del banco, jamás habrían podido relacionarlos con él.
Se paró detrás de Servaz. Este se negó a volver la cabeza, limitándose a mirar a Irène Ziegler, a quien tenía delante.
—Y de pronto deja una huella… evidente, vulgar, banal.
—Olvida un detalle —intervino Ziegler.
Propp se volvió a sentar.
—En la época en que cometió la mayoría de esos asesinatos los análisis de ADN no existían, o bien estaban mucho menos perfeccionados que hoy en día.
—Es cierto, pero…
—De modo que considera que lo que ocurre en la actualidad no se corresponde en nada con el Hirtmann que conocemos, ¿es eso? —inquirió Ziegler clavando la mirada en la del psicólogo.
Propp pestañeó, asintiendo con la cabeza.
—Así, según usted, pese a la presencia de su ADN ¿no sería él quién habría matado el caballo?
—Yo no he dicho eso.
—No entiendo.
—No olviden que está encerrado desde hace siete años. Las circunstancias han cambiado para él. Hirtmann permanece recluido desde hace varios años y se muere de aburrimiento. Se consume poco a poco… un hombre que antes era tan activo. Tiene ganas de jugar. Tengan en cuenta esto: antes de que lo detuvieran por ese estúpido crimen pasional mantenía una vida social intensa, estimulante, exigente. Estaba bien considerado como profesional. Tenía una mujer muy hermosa y organizaba orgías frecuentadas por la flor y nata de la sociedad ginebrina. Paralelamente secuestraba, torturaba, violaba y mataba a jóvenes en secreto. Se trataba, para un monstruo como él, de una vida de ensueño. No tenía, sin duda, ningunas ganas de que tocara a su fin. Por eso tomaba tantas precauciones para hacer desaparecer los cadáveres. —Propp juntó la punta de los dedos bajo la barba—. En la actualidad no tiene ningún motivo para esconderse. Al contrario, quiere que se sepa que es él, quiere que hablen de él, atraer la atención.
—Habría podido escapar definitivamente y reanudar sus maniobras estando libre —objetó Servaz—. ¿Por qué habría regresado a su celda? No tiene sentido.
Propp se rascó la barba.
—Confieso que esa es la pregunta que me mortifica desde ayer. ¿Por qué haber regresado al Instituto corriendo el riesgo evidente de no poder volver a salir si se refuerzan las medidas de seguridad? ¿Por qué correr ese riesgo? ¿Con qué fin? Tiene razón. No tiene sentido.
—Salvo si suponemos que el juego lo excita más que la libertad —apuntó Ziegler—. O si está seguro de poder escaparse de nuevo…
—Pero ¿cómo podría estarlo? —planteó Espérandieu extrañado.
—Creía que era imposible que Hirtmann hubiera cometido el segundo asesinato, teniendo en cuenta el dispositivo policial que se puso en marcha —insistió Servaz—. ¿No es eso lo que acabamos de decir?
El psicólogo los observó uno tras otro sin dejar de acariciarse la barba con aire pensativo. Detrás de las gafas, sus ojillos amarillentos parecían dos uvas demasiado maduras.
—Creo que subestiman a ese hombre —dijo—. Me parece que no se dan cuenta, ni de lejos, de la clase de persona que es.
—¿Y los vigilantes? —planteó Cathy d'Humières—. ¿Qué novedades hay de ellos?
—Ninguna —respondió Servaz—. No creo que sean culpables, pables, pese a su fuga. Demasiado sutil para ellos. Hasta ahora, solo han destacado por violencia y tráficos de una banalidad absoluta. Un pintor de brocha gorda no se convierte en Miguel Ángel de la noche a la mañana. Las muestras recogidas en la cabina y a la salida del teleférico nos dirán si estuvieron presentes en el escenario del crimen, pero no creo que sea así. Sin embargo, ocultan algo, es evidente.
—Estoy de acuerdo —convino Propp—. Examiné las actas de los interrogatorios; no tienen para nada el perfil. De todas maneras, voy a verificar si tienen antecedentes psiquiátricos. No sería la primera vez que un pequeño delincuente de poca monta se transforma de la noche a la mañana en un monstruo de una crueldad excepcional. El espíritu humano abriga un sinfín de misterios. No excluyamos nada de entrada.
Servaz sacudió la cabeza torciendo el gesto.
—También hay que tomar en cuenta esa partida de póker de la noche anterior y averiguar si no hubo ninguna disputa. Puede que Grimm tuviera deudas…
—Hay otra cuestión que habrá que solucionar rápidamente —dijo la fiscal—. Hasta ahora solo teníamos un caballo muerto y nos podíamos permitir ir más despacio. Esta vez, el cadáver es de un hombre. Además, la prensa no va a tardar en establecer la relación con el Instituto. Si por desgracia se llegara a filtrar la información de que hemos encontrado el ADN de Hirtmann en el escenario del primer crimen, se nos echarían encima. ¿Habéis visto la cantidad de periodistas que hay afuera? Las dos preguntas a las que debemos aportar una respuesta urgente son pues las siguientes: ¿ha habido algún fallo en las medidas de seguridad del Instituto Wargnier? ¿Son suficientes los cordones de seguridad que hemos dispuesto? Debemos encontrar cuanto antes una respuesta, de modo que propongo que vayamos a visitar el Instituto hoy mismo.
—Si hacemos eso —objetó Ziegler—, corremos el riesgo de que nos sigan los periodistas que esperan afuera. Quizá no es recomendable atraerlos hasta allá.
La fiscal se tomó un momento para reflexionar.
—Sí, pero debemos clarificar estos dos puntos lo antes posible. Estoy de acuerdo en que posterguemos la visita hasta mañana. Mientras tanto, organizaré una conferencia de prensa para desviar la atención de los periodistas. Martin, ¿cómo se puede planificar la cuestión?
—La capitana Ziegler, el doctor Propp y yo nos trasladaremos al Instituto mañana mismo mientras usted da la conferencia de prensa y el teniente Espérandieu asiste a la autopsia. Por el momento, iremos a interrogar a la viuda del farmacéutico.
—Muy bien, lo haremos así. No perdamos de vista, con todo, que hay dos prioridades. Una: determinar si Hirtmann pudo o no salir del Instituto, y dos: establecer un vínculo entre los dos crímenes.
—Existe un ángulo de ataque que no hemos tomado en consideración —declaró Simon Propp a la salida de la reunión.
—¿Cuál? —preguntó Servaz.
Se encontraban en el parking de la parte posterior del edificio, al abrigo de las miradas de la prensa. Servaz dirigió el mando hacia el Cherokee, devuelto por la empresa de reparación después de haberle colocado cuatro ruedas nuevas. En el frío aire revoloteaban unos cuantos copos de nieve. Al fondo del llano, las cimas se veían blancas, pero sobre ellas la oscura tonalidad gris del cielo hacía presagiar una inminente nevada.
—El orgullo —respondió el psicólogo—. En este valle hay alguien que juega a ser Dios. Se cree por encima de los hombres y de las leyes y se divierte manipulando a los miserables mortales que lo rodean. Para eso se necesita un orgullo inconmensurable, que tiene que manifestarse de una manera o de otra en la persona que lo posee… a menos que lo disimule bajo la apariencia de una falsa modestia extrema.
Servaz se detuvo y miró al psicólogo.
—Ese retrato encajaría bastante bien con Hirtmann —dijo—, dejando aparte la modestia.
—Y con mucha otra gente —rectificó Propp—. El orgullo no es un bien escaso, se lo puedo asegurar, comandante.
* * *
La casa del farmacéutico era la última de la calle, la cual no era en realidad más que un camino ancho. Al verla, Servaz pensó en algún paraje de Suecia o de Finlandia, en una casa escandinava. Estaba recubierta de tablillas pintadas de azul descolorido y tenía una gran galería de madera que ocupaba una parte del piso de arriba, bajo el tejado. Alrededor crecían los abedules y las hayas.
Servaz y Ziegler bajaron del coche. Al otro lado del camino, unos niños esculpían un muñeco de nieve. Servaz se levantó el cuello del abrigo mirando cómo raspaban con los guantes la capa de nieve que quedaba entre la hierba. Habían incorporado un signo de los tiempos actuales armando su creación con una pistola de plástico. Pese a aquel simulacro guerrero, Servaz se alegró de que los niños pudieran disfrutar todavía de placeres tan simples en lugar de permanecer encerrados en sus habitaciones, pegados a sus ordenadores y a sus consolas de juego.
Después se le heló la sangre. Uno de los niños acababa de acercarse a uno de los grandes contenedores de basura dispuestos a lo largo de la carretera. Servaz vio que se ponía de puntillas para abrirlo. Bajo la estupefacta mirada del policía, hundió un brazo en el interior y sacó un gato muerto. Luego, sosteniendo el pequeño cadáver por la piel del cuello, atravesó el trecho de hierba nevado y depositó el trofeo a dos metros del muñeco de nieve.
La escena era de un sobrecogedor realismo: ¡daba realmente la impresión de que el muñeco de nieve hubiera abatido al gato de un tiro!
—¡Señor! —suspiró Servaz, petrificado.
—Según los psiquiatras infantiles —dijo Irène Ziegler a su lado—, esto no se debe a la influencia de la tele y los medios de comunicación. Ellos saben distinguir las cosas.
—Claro —contestó Servaz—, yo jugaba a ser Tarzán de pequeño, pero en ningún momento creí que pudiera desplazarme de liana en liana ni enfrentarme a los gorilas.
—Ellos, sin embargo, están bombardeados con juegos violentos, imágenes violentas e ideas violentas desde su más tierna infancia.
—Solo nos queda rezar por que los psiquiatras infantiles tengan razón —ironizó con tristeza Servaz.
—No sé por qué, pero tengo la impresión de que se equivocan.
—Porque es policía.
En el umbral los esperaba una mujer, fumando un cigarrillo que mantenía entre el índice y el dedo medio. Los observó acercarse entornando los ojos detrás de la cortina de humo. Aunque la policía la había advertido del asesinato de su marido hacía tres horas, no parecía muy afectada.
—Buenos días, Nadine —dijo Chaperon, a quien la capitana Ziegler había pedido que los acompañara—, te doy mi más sentido pésame. Ya sabes lo mucho que quería a Gilles… Es terrible lo que ha pasado.
El alcalde tuvo que hacer un esfuerzo para hablar. La mujer le dio un somero beso pero, cuando quiso abrazarla, lo mantuvo a distancia antes de desplazar la atención hacia los recién llegados. Era alta y flaca, de cincuenta y pico años, con una cara larga y caballuna y el pelo gris. Servaz le dio también el pésame y entonces la mujer le estrechó la mano con una fuerza que lo dejó asombrado. Enseguida percibió la hostilidad que flotaba en el aire. ¿Qué había dicho Chaperon? ¿Que trabajaba en algún servicio humanitario?
—La policía querría hacerte unas preguntas —prosiguió el alcalde—. Me han prometido que solo te harían por ahora las más urgentes y que dejarían las otras para más tarde. ¿Podemos entrar?
Sin pronunciar una palabra, la mujer dio media vuelta y entró delante de ellos. Servaz comprobó que la casa estaba efectivamente construida con madera. A la derecha del minúsculo vestíbulo, bajo una lámpara, se exponía un zorro disecado que sostenía un cuervo en las fauces, detalle este que Servaz relacionó con un hostal para cazadores. También había una percha, pero Nadine Grimm no les propuso dejar allí los abrigos. Enfiló sin preámbulos la empinada escalera que partía justo después del aparador y que daba a la galería del piso de arriba. Con el mismo mutismo, les indicó un sofá de mimbre lleno de cojines gastados encarado hacia los campos y los bosques. Ella misma se dejó caer en una mecedora cerca de la barandilla y se cubrió las rodillas con una manta.
—Gracias —dijo Servaz—. Mi primera pregunta —añadió tras un instante de vacilación— es si tiene usted una idea de quién ha podido hacer eso.
Nadine Grimm exhaló el humo del cigarrillo clavando la mirada en los ojos de Servaz. Las aletas de su nariz se estremecieron como si acabara de percibir un olor desagradable.
—No. Mi marido era farmacéutico, no gánster.
—¿Había recibido amenazas, llamadas extrañas?
—No.
—¿Visitas de drogadictos en la farmacia? ¿Robos?
—No.
—¿Distribuía metadona?
La mujer los observó con impaciencia, casi con exasperación.
—¿Todavía tiene muchas preguntas de ese estilo? Mi marido no tenía nada que ver con drogadictos, no tenía enemigos ni participaba en asuntos turbios. Solamente era un imbécil y un borracho.
Chaperon se puso muy pálido. Ziegler y Servaz intercambiaron una mirada.
—¿Qué quiere decir?
Los miró con un asco cada vez más evidente.
—Ni más ni menos lo que he dicho. Lo que ha ocurrido es algo innoble. Ignoro quién ha podido hacer algo así y aún más por qué razón. Solo se me ocurre una explicación: que uno de esos locos encerrados allá arriba haya conseguido escapar. Valdría más que se preocuparan de eso en lugar de perder el tiempo aquí —agregó con amargura—. Pero si esperaban encontrar a una viuda desconsolada, están listos. Mi marido no me quería mucho ni yo tampoco lo quería a él. En realidad me inspiraba el más profundo desprecio. Hacía mucho que nuestro matrimonio no era más que una especie de…
modus vivendi
, pero no por eso lo maté.
Por espacio de un segundo de desorientación, Servaz creyó que estaba confesando el asesinato, antes de comprender que decía exactamente lo contrario: no lo había matado pese a que habría tenido motivos para hacerlo. Raras veces había visto tanta frialdad y hostilidad concentradas en una misma persona. Desarmado por aquella arrogancia y desapego, dudó un momento sobre qué conducta convenía adoptar. Saltaba a la vista que había cosas que escarbar en la vida de los Grimm, pero no estaba claro que aquel fuera el momento adecuado.
—¿Por qué lo despreciaba? —preguntó por fin.
—Se lo acabo de decir.
—Ha dicho que su marido era un imbécil. ¿Qué la autoriza a decir eso?
—Yo era la persona mejor situada para saberlo, ¿no?
—Sea más precisa, se lo ruego.
La mujer estuvo a punto de replicar algo desagradable, pero al cruzarse con la mirada de Servaz desistió. Expulsó el humo del cigarrillo manteniendo los ojos fijos en los de él en un gesto de mudo desafío antes de responder.