—Cada vez me cuesta más creer que alguien que ha conseguido evadirse de este sitio tenga ganas de volver —añadió el psicólogo.
Servaz se volvió hacia él porque acababa de pensar lo mismo. Después buscó a Confiant y al descubrirlo a varios metros de allí, hablando por teléfono, se preguntó a quién tendría necesidad de llamar en semejante momento.
El joven juez cerró el aparato y caminó hacia ellos.
—Vamos —dijo.
Al cabo de un kilómetro, después de otro túnel, dejaron la carretera del valle para tomar otra todavía más estrecha que franqueaba el torrente antes de comenzar a subir entre los abetos. Bajo la espesa capa de nieve, la nueva carretera apenas se distinguía del borde, pero varios vehículos habían dejado su rastro. Servaz contó hasta diez y luego paró de contar. Mantuvo el interrogante de si aquella carretera llevaba a algún otro sitio aparte del Instituto y obtuvo la respuesta al cabo de dos kilómetros, cuando llegaron de repente ante los edificios: la carretera no iba más allá.
Después del ruido de las puertas del coche, retornó el silencio. Como embargados por un sentimiento de respetuoso temor, se mantuvieron callados paseando la mirada por los alrededores. Hacía mucho frío y Servaz encogió los hombros bajo la chaqueta.
Construido en el punto donde la pendiente era más suave, el Instituto dominaba la parte alta del valle. Sus pequeñas ventanas miraban a la montaña de enfrente, con sus inmensas laderas boscosas coronadas de vertiginosas paredes de roca y de nieve.
Luego divisó, a varios centenares de metros, en la montaña, a unos gendarmes con capotes de invierno que hablaban por medio de walkie-talkies mientras vigilaban con gemelos.
Del Instituto salió un hombre bajo con bata blanca que acudió a su encuentro. Sorprendido, el policía lanzó una ojeada a sus acompañantes.
—Me he tomado la libertad de avisar al doctor Xavier —dijo, con un gesto de excusa, el juez de instrucción—. Es amigo mío.
El doctor Xavier parecía encantado de tener visita. Atravesó la corta explanada nevada con los brazos abiertos.
—Llegan en mal momento. Estábamos en plena reunión de equipo. Todos los lunes reúno, uno por uno, a los equipos terapéuticos de cada unidad de cuidados: médicos, enfermeras, auxiliares y trabajadores sociales.
Su amplia sonrisa parecía indicar que no le molestaba haber tenido que poner fin a una de aquellas tediosas sesiones. Estrechó la mano del juez con especial entusiasmo.
—Ha tenido que ocurrir este drama para que por fin vengas a ver mi trabajo.
El doctor Xavier era un hombrecillo vestido de punta en blanco, todavía joven. Servaz reparó en la corbata último modelo que asomaba bajo el cuello de la bata. Sin parar de sonreír, dispensó a los dos detectives una mirada a un tiempo benévola y chispeante de humor. Servaz se puso enseguida en guardia: sentía una desconfianza instintiva por las personas elegantes de sonrisa fácil.
Levantó la cabeza hacia los altos muros. El Instituto constaba de dos grandes edificios de cuatro plantas pegados en forma de T, una T cuya barra horizontal era tres veces más larga que la vertical.
Escrutó las hileras de pequeñas ventanas abiertas en las paredes, unos recios muros de piedra gris que habrían resistido sin duda el ataque de un lanzacohetes. Si de algo no cabía duda era de que los internos jamás habrían podido fugarse perforándolas.
—Hemos venido para evaluar las posibilidades de que uno de tus internos haya podido escaparse —explicó Confiant al psiquiatra.
—Es rigurosamente imposible —respondió sin la más mínima vacilación Xavier—. Además, no falta nadie.
—Lo sabemos —dijo Servaz.
—No entiendo —apuntó, perplejo, el psiquiatra—. En ese caso, ¿qué hacen aquí?
—Nuestra hipótesis es que uno de sus internos pudo ausentarse, matar al caballo de Éric Lombard y reintegrarse a su celda —expuso Ziegler.
—No hablará en serio —dijo Xavier con expresión de asombro.
—Eso creo yo —se apresuró a intervenir Confiant al tiempo que dirigía una severa mirada a los dos investigadores—. Esa hipótesis es del todo absurda, pero de todas formas se quieren asegurar.
Servaz tuvo la impresión de haber recibido una descarga eléctrica. No contento con haber avisado a Xavier sin consultarlos, el joven juez acababa de denigrar su trabajo delante de otra persona.
—¿Piensan en alguien en concreto? —inquirió Xavier.
—Julian Hirtmann —repuso Servaz sin dejar traslucir su contrariedad.
El psiquiatra lo miró, pero esa vez no dijo nada. Se limitó a encogerse de hombros y a girar sobre sí.
—Síganme.
La entrada se encontraba cerca de uno de los ángulos formados por la intersección de las dos barras de la T. Era una puerta de triple vidriera precedida de cinco escalones.
—Todas las visitas que acuden al centro, al igual que todos los miembros del personal, pasan por esta entrada —explicó Xavier, subiendo los escalones—. Hay cuatro salidas de emergencia en la planta baja y una en el sótano, dos en los lados en los extremos del pasillo central, una en el nivel de las cocinas, otra en el anexo —especificó señalando la barra más corta de la T, después de la sala de gimnasia—, pero es totalmente imposible abrirlas desde el exterior y para hacerlo desde el interior se necesita una llave especial. En caso de incendio de envergadura, no obstante, se accionarían de manera automática, pero solo en ese caso.
—Y esas llaves, ¿quién las tiene? —preguntó Servaz.
—Una veintena de personas —repuso Xavier al tiempo que franqueaba la puerta—. Cada uno de los responsables de una unidad de cuidados, los tres vigilantes de la planta baja, la enfermera jefe, el jefe de cocina, yo… De todas maneras, el desbloqueo automático de esas puertas produciría al momento una señal de alarma en el puesto de control.
—Necesitaríamos la lista de esas personas —indicó Ziegler—. ¿Hay alguien en permanencia en el puesto de control?
—Sí. Ya lo verán, está justo ahí.
Acababan de entrar en un gran vestíbulo. A la derecha, contemplaron una zona semejante a una sala de espera, con una fila de asientos de plástico sujetos a una barra horizontal y unas cuantas plantas. Delante de ellos había una garita de cristal semicircular que parecía una ventanilla de banca o un área de recepción. Estaba vacía. A la izquierda se extendía un vasto espacio de paredes lacadas en blanco, decoradas con dibujos y pinturas. Viendo los rostros torturados, en los que destacaban unos dientes afilados como cuchillos, los cuerpos retorcidos y los colores chillones, Servaz comprendió que se trataba de obras realizadas por los internos.
Después desplazó la mirada de los dibujos a una puerta de acero provista de una ventanilla redonda. Era el puesto de control. Xavier atravesó el vestíbulo hacia allí. Tras introducir una llave que llevaba prendida del cinturón mediante una cadenita, empujó la puerta blindada. En el interior había dos guardianes que controlaban decenas de pantallas. Iban vestidos con monos naranja y camisetas blancas debajo, y cada vez que se desplazaban sonaban los manojos de llaves y esposas que pendían de su cintura. Servaz advirtió asimismo las bombas lacrimógenas colgadas de la pared, pero no vio armas de fuego.
Las pantallas mostraban largos pasillos desiertos, escaleras, salas comunes y una cafetería. Los dos hombres los miraron con indiferencia, expresando el mismo vacío conceptual que los vigilantes de la central.
—El Instituto cuenta con cuarenta y ocho cámaras —explicó Xavier—, cuarenta y dos en el interior y seis en el exterior, colocadas como es lógico en lugares estratégicos. Por la noche siempre hay una persona aquí —añadió, señalando a los dos guardianes—, y de día, dos.
—Una persona para vigilar más de cuarenta pantallas —señaló Servaz.
—Las cámaras son solo uno de los dispositivos de seguridad —destacó Xavier—. El establecimiento está dividido en varios sectores, cada uno de los cuales tiene un grado de confinamiento más o menos riguroso en función de la peligrosidad de sus ocupantes. El paso de un sector a otro sin autorización activa de inmediato una alarma. —Les mostró una hilera de pilotos rojos situados por encima de las pantallas—. A cada nivel de seguridad le corresponden igualmente unas medidas biométricas adaptadas. Para acceder a la unidad A, donde se encuentran los internos más peligrosos, hay que franquear una antecámara de seguridad controlada de forma permanente por un guardián.
—¿Todos los miembros del personal pueden acceder a la unidad A? —preguntó Ziegler.
—Por supuesto que no. Solo tiene acceso el equipo terapéutico encargado de la unidad A, así como la enfermera jefe, los dos vigilantes del cuarto piso, nuestro médico, el capellán y yo. Y desde hace poco, una psicóloga que acaba de llegar de Suiza.
—Necesitaremos esa lista también —indicó Ziegler—, con las atribuciones y funciones de cada uno.
—¿Todo eso está informatizado? —preguntó Servaz.
—Sí.
—¿Quién instaló el sistema?
—Una empresa de seguridad privada.
—¿Y quién se ocupa del mantenimiento?
—La misma empresa.
—¿Tienen los planos en alguna parte?
—¿Qué clase de planos? —inquirió, confuso, el psiquiatra.
—Los planos de las instalaciones, del tendido de cables, de los dispositivos biométricos, del edificio…
—Supongo que los tiene la empresa de seguridad —aventuró Xavier.
—Necesitaremos su dirección, su denominación social y su número de teléfono. ¿Envían a alguien a realizar verificaciones?
—Lo controlan todo a distancia. En caso de que hubiera una avería o un fallo, sus ordenadores los pondrían sobre aviso.
—¿No encuentra peligroso que las cribas de seguridad puedan estar controladas desde el exterior por alguien a quien no conoce?
—No tienen ninguna manera de activar las puertas —replicó Xavier con cierta hosquedad—, ni de detener el funcionamiento de los sistemas de seguridad. Solo pueden ver lo que ocurre… y si todo funciona correctamente.
—Y los vigilantes, ¿los proporciona la misma empresa?
—Sí —confirmó Xavier, saliendo del puesto de control—, pero no son ellos los que intervienen con los pacientes en caso de ataques, sino los auxiliares. Como ya saben, la tendencia actual promueve la «externalización de las tareas», como dicen en los ministerios. —Se paró en medio del vestíbulo para observarlos—. Nosotros somos como los demás, trabajamos con los medios de que disponemos… y estos se van reduciendo progresivamente. A lo largo de los últimos veinte años, todos los gobiernos de este país han ido cerrando discretamente más de cincuenta mil camas en psiquiatría y suprimiendo miles de empleos, cuando la realidad es que fuera, a causa del liberalismo y los imperativos económicos, la presión sobre los individuos es mayor que nunca. Cada vez hay más locos, psicóticos, paranoicos y esquizofrénicos circulando.
Se encaminó a un gran pasillo que partía del fondo del vestíbulo. El interminable corredor parecía atravesar el edificio en toda su longitud. A intervalos regulares debían detenerse, frente a unas rejas que, según supuso Servaz, debían de permanecer cerradas con cerrojo por la noche. También vio unas puertas con placas de cobre donde constaba el nombre de diversos médicos, como el propio Xavier. En otra estaba grabado: ÉLISABETH FERNEY, ENFERMERA JEFE.
—De todas maneras, supongo que aquí debemos considerarnos privilegiados —agregó Xavier al tiempo que los hacía franquear una segunda reja—. Para paliar la falta de personal, disponemos de sofisticados sistemas de seguridad y vigilancia, cosa que no ocurre en otros centros. En Francia, cuando se quieren disimular las reducciones de personal y de presupuesto, se multiplican los conceptos nebulosos, que no son más que estafas semánticas, tal como denunció alguien: «gestión cualificada», «proyectos anuales de rendimiento», «diagnóstico de enfermería»… ¿Saben qué es el diagnóstico de enfermería? Consiste en hacer creer a los enfermeros que son capaces de dar un diagnóstico en lugar del médico, cosa que permite evidentemente reducir el número de facultativos en los hospitales. Resultado: uno de mis colegas vio cómo unas enfermeras enviaban a un paciente al servicio de psiquiatría después de haberlo tachado de «paranoico peligroso» porque estaba muy nervioso y enojado con su patrono, al que amenazaba con llevar a la justicia. Por suerte para ese pobre hombre, mi colega, que lo recibió a su llegada al hospital, invalidó de inmediato el diagnóstico y lo mandó a su casa. —El doctor Xavier se detuvo en mitad del pasillo para posar en ellos una mirada de asombrosa gravedad—. Vivimos en una época de violencia institucional ejercida contra los más débiles y de mentiras políticas sin precedentes —declaró con tono sombrío—. Los gobiernos actuales y sus servidores tienen todos un doble objetivo: la mercantilización del individuo y el control social.
Servaz miró al psiquiatra. Él mismo pensaba más o menos igual. No obstante se preguntó si, en la época en que eran todopoderosos, los psiquiatras no habían serrado la rama en la que estaban sentados entregándose a toda clase de experimentos —que habían tenido por cobayas a seres humanos— de índole más ideológica que científica, con consecuencias a menudo destructivas.
Al pasar, Servaz vio a otros dos guardianes más vestidos con monos naranja en el interior de una garita de vidrio. Después, a su derecha, apareció la cafetería que habían mostrado las pantallas.
—La cafetería del personal —precisó Xavier.
Allí, en lugar de ventanas, había unos altos ventanales abiertos a los nevados paisajes y paredes pintadas con colores cálidos. Media docena de personas charlaban tomando café. A continuación descubrieron una sala de techo alto y muros de color salmón decorados con grandes fotos de paisajes. Unos sillones baratos pero de aspecto confortable estaban dispuestos en diversos lugares, formando pequeños rincones tranquilos y acogedores.
—El locutorio —dijo el psiquiatra—. Aquí es donde se reúnen las familias con sus parientes hospitalizados en el Instituto. Este dispositivo solo se aplica, por supuesto, a los internos menos peligrosos, lo que en este centro no quiere decir gran cosa. Una cámara vigila constantemente las entrevistas y los auxiliares se mantienen cerca.
—¿Y los demás? —preguntó Propp, abriendo la boca por primera vez.
Xavier miró con circunspección al psicólogo.
—La mayoría no recibe nunca visitas —repuso—. Esto no es ni un hospital psiquiátrico ni una cárcel modelo. Somos un establecimiento piloto único en Europa y recibimos pacientes un poco de todas partes. Todos ellos son personas muy violentas, condenadas por violaciones, malos tratos, torturas, asesinatos… cometidos sobre sus familias o sobre desconocidos. Todos son reincidentes y todos están en el filo de la navaja. Aquí solo recibimos la flor y nata —añadió Xavier con una extraña sonrisa—. Son pocas las personas con ganas de acordarse de que nuestros pacientes existen. Quizá por eso situaron el centro en un sitio tan remoto. Nosotros somos su última familia.