Les repitió las conclusiones que había sacado el forense de la posición del nudo corredizo leyendo las notas escritas en su pantalla.
—Esto confirma nuestra primera impresión —dijo Ziegler, mirándolos—. Grimm tardó mucho en morir y sufrió mucho.
—Según Delmas, le rebanaron el dedo antes de morir.
Un opresivo silencio se adueñó de la sala.
—Es evidente que el ahorcamiento, la desnudez y el dedo cortado están interrelacionados —intervino Propp—. Todas son piezas imprescindibles de una escenografía que tiene un significado; a nosotros nos corresponde descubrir cuál es. Todo indica que se trata de un plan premeditado con gran antelación. Fue necesario reunir el material, elegir el momento, el lugar… En este asunto no se dejó nada al azar, como tampoco en el caso del caballo.
—¿Quién se ocupa de seguir la pista de las correas? —preguntó Servaz.
—Yo —repuso Ziegler, levantando el bolígrafo—. El laboratorio ha identificado la marca y el modelo. Tengo que llamar al fabricante.
—Muy bien. ¿Y la capa?
—Nuestros hombres están en ello. Habría también que efectuar una observación detallada en la casa de la víctima —señaló Ziegler.
Servaz se acordó de la viuda de Grimm, de la mirada que le dirigió y de las cicatrices de su muñeca, y sintió un espasmo.
—Yo me encargo —anunció—. ¿Quién se ocupa de los vigilantes?
—Nuestros hombres —respondió una vez más Ziegler.
—Está bien.
Se volvió hacia Espérandieu.
—Quiero que vuelvas a Toulouse y que reúnas el máximo posible de información sobre Lombard. Es bastante urgente. Hay que encontrar a toda costa una relación entre el farmacéutico y él. Pide ayuda a Samira si es necesario. E iniciad una investigación oficial sobre los vigilantes, del lado de la policía.
Servaz aludía al hecho de que hasta entonces policía y gendarmería utilizaban siempre unas bases de datos distintas. Aquello, por supuesto, complicaba la labor de todos, pero la administración francesa no era especialmente conocida por su afición por la simplicidad. Espérandieu se levantó y consultó el reloj. Luego cerró el ordenador.
—Todo es urgente, como siempre. Si no me necesitan, me voy.
Servaz miró el reloj de la pared.
—Muy bien. Todo el mundo tiene algo que hacer. Yo por mi parte, tengo que efectuar una visita. Puede que sea hora de hacerle unas cuantas preguntas a Chaperon.
* * *
Salió del Instituto bien abrigada con un plumón, un jersey de cuello alto, un pantalón de esquí y botas con forro. Se había puesto dos pares de calcetines y embadurnado los labios de protector. El sendero recubierto de nieve partía al este de los edificios y se adentraba entre los árboles siguiendo la dirección del valle.
Pronto sus botas se hundieron en la capa de nieve reciente, pero aun así avanzaba tranquilamente, a buen ritmo. El aliento se le condensaba delante de la cara. Tenía necesidad de tomar aire. Desde aquella conversación que había escuchado a través del conducto de ventilación, el ambiente del Instituto se había vuelto irrespirable. ¡Jesús! ¿Cómo iba a poder resistir un año en ese sitio?
El hecho de caminar le había permitido siempre organizar las ideas. El aire helado le azotaba las neuronas. Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que en el Instituto nada era como lo había previsto.
Además, se habían producido aquella serie de sucesos en el exterior que guardaban al parecer algún tipo de relación con el establecimiento.
Aquello la había sumido en la perplejidad. ¿Alguna otra persona habría reparado en aquellas idas y venidas nocturnas? Aunque seguramente no tenían nada que ver con lo demás, se planteó si debía hablar del asunto a Xavier. Un cuervo soltó un brusco graznido por encima de su cabeza antes de levantar el vuelo y el corazón le dio un vuelco en el pecho. Después regresó el silencio. Una vez más, lamentó no tener a nadie con quien sincerarse. Estaba sola allí y era a ella a quien correspondía tomar las decisiones correctas.
Aunque el sendero no conducía muy lejos, la soledad de las montañas le produjo un sentimiento de opresión. La luz y el silencio que caían desde las copas de los árboles tenían algo fúnebre. Las altas paredes de roca que flanqueaban el valle jamás desaparecían del todo de su vista, como no lo hacen de la del preso los muros de la cárcel. Aquello era muy distinto de los paisajes despejados y llenos de vida de su Suiza natal, en las proximidades del lago Leman. La pendiente del camino, más pronunciada, la obligaba a mirar bien dónde ponía los pies. El bosque se había vuelto más denso. Cuando por fin emergió de la espesura, se encontró en un gran claro en medio del que se elevaban varios edificios. Los reconoció enseguida. Era la casa de colonias, situada un poco más abajo, delante de la cual había pasado de camino al Instituto.
Los tres edificios presentaban el mismo aspecto ruinoso y siniestro que había apreciado la vez anterior. Uno de ellos, cercano al bosque, estaba casi colonizado por los árboles. Los otros dos habían quedado reducidos a una serie de grietas, cristales rotos, cemento revestido de verde musgo y del color negro dejado por la intemperie, y porches vacíos. El viento se colaba por las aberturas, arrancando un mugido, ora grave, ora agudo, semejante a un lamento lúgubre. Las hojas secas que se acumulaban al pie de los muros de cemento, medio enterradas en la nieve, desprendían un olor a descomposición vegetal.
Avanzó despacio por una abertura. Los pasillos y vestíbulos de la planta baja estaban recubiertos de la misma plaga que florece en las paredes de los barrios pobres: graffitis que prometían «joder a la policía», «dar por culo a la pasma» y que reivindicaban aquel territorio que, sin embargo, nadie habría tenido el menor deseo de disputarles. Los primitivos dibujos de carácter obsceno se sucedían por todas partes. Diane dedujo que también Saint-Martin debía contar con sus dosis de artistas potenciales.
Sus pasos resonaban en el sonoro vacío de los corredores mientras temblaba, sometida a las caricias de las glaciales corrientes de aire. Su viva imaginación la indujo a evocar a una multitud de bulliciosos chiquillos corriendo aquí y allá y bajo la vigilancia de unos indulgentes monitores. No obstante, sin saber por qué, no lograba desprenderse de la impresión de que aquel lugar destilaba más la sensación de opresión y tristeza que la alegría de las vacaciones. Se acordó de un peritaje de credibilidad que había efectuado en un niño de once años durante la época en que trabajó en un consultorio privado de psicología legal de Ginebra. A aquel niño lo había violado un monitor de colonias.
Desde su posición, sabía bien que el mundo no se parecía en nada a una novela de Johanna Spyri. Quizá se debiera al hecho de encontrarse sola en un lugar desconocido o a los sucesos que se habían producido, pero lo cierto era que no podía dejar de pensar en el incalculable número de violaciones, asesinatos, agresiones y maltratos físicos y morales que se cometían continuamente por todas partes, todos los días sin excepción. Rumiando aquella noción casi tan insoportable y tan difícil de contemplar como el propio sol, le vinieron a la memoria unos versos de Baudelaire.
Entre los chacales, las panteras, los sabuesos,
Los monos, los escorpiones, los buitres, las serpientes,
Los monstruos gañidores, chillones, rastreros, gruñidores,
En la infame casa de fieras de nuestros vicios
De repente, se quedó como una estatua: se oía un ruido de motor que provenía del exterior… Un coche redujo velocidad y se detuvo delante de la casa de colonias. Sonó un chirrido de neumáticos. Inmóvil en el vestíbulo, aguzó el oído y oyó cómo se cerraba una puerta. Venía alguien… Se preguntó si serían los artistas en ciernes que volvían para terminar su capilla Sixtina. En ese caso, no estaba segura de que fuera recomendable encontrarse sola con ellos en aquel sitio. Dio media vuelta y se encaminó sin hacer ruido hacia la parte posterior del edificio cuando se dio cuenta de que se había equivocado de dirección y que el pasillo que había elegido no tenía salida… «¡Mierda!», exclamó para sí con el pulso algo acelerado. Había comenzado a retroceder cuando oyó, estremecida, los pasos del recién llegado que avanzaban, furtivos cual hojas barridas por el viento, en la entrada. ¡Ya estaba allí! Aunque no tenía ningún motivo para ocultarse, no se decidió a mostrarse. La persona proseguía, además, con prudencia y se había parado a su vez. Sin hacer el menor ruido, Diane se apoyó contra el frío cemento y sintió en la raíz del cabello las pequeñas gotas de sudor generadas por la inquietud. ¿Quién podía tener ganas de pasar el tiempo en semejante sitio? De manera instintiva, las precauciones que tomaba el desconocido la llevaron a pensar en un motivo inconfesable. ¿Qué ocurriría si ella surgiera en ese momento y dijera «hola»?
La persona giró sobre sí y luego se decidió de repente y se puso a caminar en dirección a ella. El pánico se adueñó de Diane. Aquello no duró mucho, sin embargo: la persona se había parado de nuevo y Diane oyó que daba media vuelta para alejarse en sentido contrario. Aprovechó para echar un vistazo más allá de la esquina que la ocultaba. Lo que vio no le resultó tranquilizador: una larga capa negra con una capucha, que vibraba sobre la espalda del desconocido como un ala de murciélago. Una capellina para la lluvia, cuyo rígido tejido impermeable crujía a cada paso.
Visto de espaldas, con aquella ampulosa prenda, Diane no habría podido precisar si se trataba de un hombre o de una mujer… Su forma de actuar tenía, no obstante, un algo de disimulado, de solapado que le produjo la sensación del frío contacto de un dedo en la nuca.
Aprovechó que se alejaba para salir de su escondite, pero la punta de su bota topó con un objeto metálico que emitió un inoportuno ruido al raspar el cemento. Diane volvió a refugiarse en la sombra, con el corazón palpitante. Oyó que la persona se inmovilizaba de nuevo.
—¿Hay alguien?
Un hombre… Una voz débil, aguda, pero masculina…
Diane tenía la impresión de que el cuello se le inflaba y desinflaba con la violencia con que el corazón le bombeaba la sangre en las carótidas. Transcurrió un minuto.
—¿Hay alguien?
La voz tenía algo particular. Contenía un matiz de amenaza, pero también un deje quejumbroso, frágil, lastimero. Sin saber por qué, Diane pensó en un gato que tiene miedo y que, al mismo tiempo, arquea el lomo.
En cualquier caso, no era la voz de alguien conocido.
El silencio se hizo interminable. El hombre no se movía; ella tampoco. Muy cerca, el agua caía gota a gota en un charco. El más mínimo sonido adquiría una perturbadora resonancia en aquella burbuja de silencio que envolvía el sordo crujir de las hojas en el exterior. Por la carretera pasó un coche, pero Diane apenas le prestó atención. De repente se estremeció cuando el hombre lanzó un prolongado lamento, agudo y ronco, que rebotó en las paredes como una pelota de squash.
—¡Cerdos, cerdos, ceeeeerdos! —lo oyó sollozar—. ¡Basura! ¡Desgraciados! ¡Así os pudráis! ¡Vais a arder en el infierno! ¡Ahhhhhhhhh!
Diane apenas se atrevía a respirar. Tenía la carne de gallina. El hombre estalló en sollozos. Oyó el crujido de su capellina cuando cayó de rodillas en el suelo. Mientras lloraba y gemía, se aventuró a mirar otra vez, pero no había manera de verle la cara bajo la capucha. Luego, de improviso, se levantó y se fue corriendo. Un instante después oyó la puerta del coche, el motor y al vehículo alejándose por la carretera. Diane salió de su escondrijo y procuró respirar con normalidad. No comprendía lo que había visto y oído. ¿Iría a menudo allí aquel hombre? ¿Acaso habría ocurrido algo en ese lugar que explicaba su comportamiento? Era, desde luego, un tipo de comportamiento que hubiera esperado encontrar en el Instituto y no en ese lugar.
En todo caso, le había dado un susto monumental. Decidió regresar y preparar algo caliente en la cocinilla que había a disposición del personal. Así se calmaría los nervios. Cuando salió del edificio, el viento era aún más frío. Se puso a temblar con violencia, consciente de que no era tan solo a causa del frío.
* * *
Servaz se fue directamente al ayuntamiento. En una gran plaza rectangular bordeada por el río, en pleno centro de una glorieta con un quiosco de música y terrazas de cafés, las banderas francesa y europea pendían desmayadas de un balcón. Servaz dejó el coche en una pequeña zona de parking situada entre la glorieta y el ancho río, cuyas turbulentas y prístinas aguas discurrían más abajo flanqueadas por un muro de cemento.
Tras rodear los parterres de flores y sortear los coches aparcados delante de las terrazas, entró en el ayuntamiento. En el primer piso le informaron de que el alcalde estaba ausente y de que se encontraba sin duda en la planta embotelladora de agua mineral que dirigía. La secretaria puso ciertos reparos para darle su número de móvil pero, cuando Servaz lo marcó, le respondió un contestador. Al darse cuenta de que tenía hambre volvió a consultar el reloj: eran las 15.29. Habían pasado más de cinco horas en el Instituto.
Al salir del ayuntamiento, se sentó en la primera terraza que encontró, frente al parque. Al otro lado de la calle, unos adolescentes volvían del colegio con la cartera en la espalda. Otros pasaban conduciendo motos con ensordecedores tubos de escape.
Un camarero acudió. Servaz levantó la cabeza. Era un tipo alto, moreno, de unos treinta años, incipiente barba y ojos negros, que debía de resultar bastante atractivo para las mujeres. Servaz pidió una caña y una tortilla.
—¿Hace mucho que vive por la zona? —preguntó a continuación.
El camarero lo miró con recelo, un recelo con un punto de hilaridad. Servaz comprendió de pronto que se preguntaba si quería ligar con él. Ya debía de haberle ocurrido alguna vez.
—Nací a veinte kilómetros de aquí —respondió.
—¿Le dice algo lo de los suicidas?
Aquella vez la desconfianza se tiñó de gravedad.
—¿Quién es usted? ¿Un periodista?
Servaz le enseñó la placa.
—Brigada criminal. Investigo el asesinato del farmacéutico Grimm. Habrá oído hablar de eso ¿no? —El camarero asintió prudentemente con la cabeza—. Lo de los suicidas, ¿le suena de algo?
—Como a toda la gente de aquí.
Al oír aquello, Servaz sintió un brusco aguijonazo que lo hizo erguirse en el asiento.
—¿Ah, sí?
—Es un asunto antiguo, que no conozco bien.