—¡Respire! ¡Respire!
Era la voz del doctor Xavier. Volvió la cabeza y vio al psiquiatra inclinado sobre él, sosteniéndolo. El psiquiatra parecía igual de aterrorizado que él.
—¿Dónde… dónde está?
—Ha huido. Ni siquiera me ha dado tiempo a verlo. ¡Cállese y respire!
De improviso sé oyó el ruido de un motor y Servaz comprendió su significado.
¡El Volvo!
—Mierda —halló la fuerza para decir.
* * *
Servaz estaba sentado contra un árbol, dejando que la lluvia le lavara la cara y el cabello. Agazapado a su lado, el psiquiatra parecía igual de indiferente a la lluvia que le empapaba el traje y al barro que le había recubierto los impecables zapatos.
—Bajaba a Saint-Martin cuando he visto su coche y he sentido curiosidad por saber qué estaba haciendo ahí dentro. Entonces he decidido echar un vistazo.
El psiquiatra le dirigió una penetrante mirada y una media sonrisa.
—Yo soy igual que los demás. Esta investigación y estos asesinatos me resultan terroríficos, pero también intrigantes. Bueno, el caso es que le he buscado y de repente, ¡le he visto tendido en el suelo, con esa bolsa en la cabeza y esa… cuerda! El tipo ha debido de oír mi coche y se ha dado a la fuga. Seguramente no había previsto que nadie llegara a molestarlo.
—Una tram… pa —tartamudeó Servaz, frotándose el cuello—. Me ha ten… tendido una trampa.
Dio una calada al húmedo cigarrillo, que chisporroteó, temblando como un azogado. El psiquiatra le apartó con cuidado el cuello de la chaqueta.
—Déjeme ver esto… No tiene buena pinta… Lo llevaré al hospital. Hay que curárselo enseguida, y también hacer una radiografía de las cervicales y de la laringe.
—Gracias por haber pa… pasado por aquí…
—Buenos días —dijo el señor Mundo.
—Buenos días —respondió Diane—. Vengo a ver a Julian.
El señor Mundo la observó con un mohín de disgusto y las manazas posadas en el cinturón del mono. Diane sostuvo la mirada de aquel coloso sin pestañear, esforzándose por mantener la sangre fría.
—¿No viene con usted el doctor Xavier?
—No.
El rostro del coloso se ensombreció un momento. De nuevo, ella lo miró a los ojos y al final el señor Mundo se encogió de hombros y le volvió la espalda.
Diane lo siguió con el pulso acelerado.
—Tiene visita —anunció el guardián después de abrir la puerta de la celda.
Diane dio unos pasos y vio la mirada sorprendida de Hirtmann.
—Buenos días, Julian.
El suizo no respondió. Parecía que tenía un mal día. El buen humor del día anterior se había disipado por completo. Diane tuvo que apelar a su fuerza de voluntad para no girar sobre sí y volver a salir antes de que fuera demasiado tarde.
—No sabía que tenía visita hoy —dijo por fin.
—Tampoco lo sabía yo —contestó ella—. Al menos hasta hace cinco minutos.
Aquella vez, al verlo algo confuso, Diane experimentó cierta satisfacción. Tomando asiento frente a la pequeña mesa, extendió los papeles sobre la superficie. Luego esperó a que él acudiera a sentarse en la silla, en el otro lado de mesa, pero en lugar de ello, se limitó a ir y venir cerca de la ventana, como una fiera enjaulada.
—Puesto que vamos a reunimos de forma regular —comenzó—, quisiera precisar unas cuantas cosas, a fin de establecer un marco para nuestras entrevistas y tener una idea de la manera cómo funcionan las cosas en este establecimiento.
Hirtmann se detuvo para lanzarle una prolongada mirada cargada de recelo, antes de reanudar sus idas y venidas sin pronunciar palabra alguna.
—¿Le molesta? —inquirió Diane.
No hubo respuesta.
—Bueno… Para empezar, ¿recibe muchas visitas, Julian?
Volvió a pararse para mirarla antes de proseguir con sus nerviosas idas y venidas, con las manos entrelazadas a la espalda.
—¿Visitas de personas de fuera del Instituto?
No hubo respuesta.
—Y aquí, ¿quién le visita? ¿El doctor Xavier? ¿Élisabeth Ferney? ¿Quién más?
No hubo respuesta.
—¿Alguna vez habla con ellos de lo que ocurre en el exterior?
—¿El doctor Xavier ha autorizado esta visita? —preguntó de improviso Hirtmann, plantándose delante de ella.
Diane se esforzó por levantar la vista. Al estar sentada y él de pie, la dominaba con toda su estatura.
—Verá, es que…
—Apuesto a que no. ¿A qué ha venido, doctora Berg?
—Acabo de decírselo…
—Ah, ah… ¡Es increíble la poca psicología que tienen a veces los psicólogos! Yo soy una persona bien educada, doctora Berg, pero no me gusta que me tomen por idiota —agregó con tono tajante.
—¿Está usted al corriente de lo que ocurre en el exterior? —insistió ella, abandonando el típico tono profesional de psicóloga.
Hirtmann bajó la mirada y pareció meditar un instante. Después se decidió a sentarse con el torso adelantado, el antebrazo encima de la mesa y los dedos cruzados.
—¿Se refiere a esos asesinatos? Sí, yo leo los periódicos.
—Entonces, toda la información de que dispone figura en los periódicos, ¿no es así?
—¿Adónde quiere ir a parar? ¿Qué es lo que ocurre fuera que la ha puesto en este estado?
—¿Qué estado?
—Parece asustada. Y no solo eso. Parece una persona que busca algo… incluso un animalillo, un animalillo hurgador. Ese es el aspecto que tiene en este momento, el de un sucio ratoncillo… ¡Si pudiera ver la mirada que tiene! Por Dios, doctora Berg, ¿qué le pasa? No soporta este sitio, ¿es eso? ¿No tiene miedo de perturbar la buena marcha de este establecimiento con todas sus preguntas?
—Cualquiera diría que está hablando el doctor Xavier —se mofó.
—¡Ah no, por favor! —contestó él con una sonrisa—. Mire, la primera vez que entró aquí capté enseguida que este no es su lugar. ¿Qué pensaba encontrar al venir aquí? ¿A unos genios del mal? Aquí solo hay desdichados psicóticos, esquizofrénicos, paranoicos, infelices y enfermos, y yo mismo me permito incluirme en el mismo paquete. La única diferencia con los que se encuentran fuera radica en la violencia… Y créame que no se da tan solo en los pacientes… —Separó las manos—. Ah, ya sé que el doctor Xavier tiene una visión… digamos, romántica, de las cosas… Que nos ve como seres maléficos, emanaciones de Némesis y otras idioteces por el estilo, que se cree encargado de una misión. Para él, este sitio es algo así como el Santo Grial de los psiquiatras. ¡Qué bobadas! —Mientras hablaba, la mirada se le iba volviendo más sombría y más dura, y ella retrocedió instintivamente en su silla—. Aquí, como en otras partes, todo es mugre, mediocridad, malos tratos y dosis masivas de drogas. La psiquiatría es la gran estafa del siglo XX. No hay más que fijarse en los medicamentos que utilizan. ¡Ni siquiera saben por qué funcionan! ¡La mayoría los han descubierto por casualidad en otras disciplinas!
Diane lo miraba fijamente.
—Hábleme de la información de que dispone —le pidió—. ¿Proviene íntegramente de los periódicos?
—No está escuchando lo que le digo.
Al oír aquella frase, que pronunció con voz recia, tajante y autoritaria, Diane se asustó. Sintió que iba a perderlo. Había cometido una torpeza, omitido algo, y él se iba a cerrar en banda…
—Sí le escucho, es que…
—No escucha lo que le digo.
—¿Por qué dice eso? Si…
De repente comprendió.
—¿Qué ha querido decir con lo de que «no se da tan solo en los pacientes»?
—¿Ve? Cuando quiere, Diane sí que está atenta —señaló Hirtmann con una leve y feroz sonrisa.
—¿Qué quiere decir eso de que «no se da tan solo en los pacientes»? ¿A quién se refiere? ¿A los locos? ¿A los infelices? ¿A los criminales? ¿A los asesinos? También los hay entre el personal, ¿no es eso?
—Bien mirado, me gusta hablar con usted.
—¿A quién se refiere, Julian? ¿De quién se trata?
—¿Qué sabe usted, Diane? ¿Qué ha descubierto?
—Si se lo digo, ¿me garantiza que no se lo contará a otros?
Hirtmann profirió una carcajada horrible, destemplada.
—¡Oh, vamos, Diane! ¡Esto parece un horrendo diálogo de cine! Pero ¿qué se cree? ¿Que a mí me interesa realmente? Míreme: yo nunca saldré de aquí. O sea que aunque se produjera un terremoto allá afuera, a mí no me daría ni frío ni calor… a menos que rajara estas paredes en dos…
—Encontraron su ADN en el sitio donde mataron a ese caballo —dijo—. ¿Lo sabía?
Hirtmann la observó un momento.
—¿Y usted cómo lo ha sabido?
—Da igual. ¿Lo sabía o no?
—Ya sé lo que busca —contestó con un rictus, que tal vez era una sonrisa—, pero no lo va a encontrar aquí. Y la respuesta a su pregunta es: lo sé todo, Diane, todo lo que ocurre tanto en el exterior como en el interior. Quédese tranquila, que no diré nada de su visita. No es tan seguro, en cambio, que el señor Mundo haga lo mismo. A diferencia de mí, él no puede hacer lo que quiera. Esa es la paradoja. Y ahora, váyase. La enfermera jefe vendrá dentro de un cuarto de hora. ¡Váyase! Huya de este lugar. Huya bien lejos, Diane. Aquí corre peligro.
* * *
Espérandieu reflexionaba, sentado frente a su escritorio. Después de la llamada de Marissa se le había ocurrido una idea. Desde esa mañana no había parado de pensar en la suma a la que esta había aludido por teléfono: 135.000 dólares. ¿A qué podía corresponder? A primera vista, aquellos 135.000 dólares no tenían nada que ver con la investigación. A primera vista… Luego se le había ocurrido aquella idea.
Era tan descabellada que al principio la desechó.
Había persistido, sin embargo, con tenacidad. ¿Qué le costaba verificarlo? A las once, se había decidido a buscar una información en el ordenador. Después había descolgado el teléfono. La primera persona que le había respondido se había mostrado muy reticente a darle una respuesta clara, aduciendo que de esas cuestiones no se hablaba por teléfono, ni siquiera con un policía. Cuando mencionó la cifra de 135.000 dólares, recibió no obstante la confirmación de que esas eran más o menos las tarifas que se aplicaban para la distancia mencionada.
Espérandieu sintió una creciente excitación.
En cuestión de media hora efectuó media docena de llamadas. Las primeras fueron infructuosas; cada vez obtenía la misma respuesta: no, no había habido nada así en la fecha indicada. De nuevo, su idea se le antojó ridícula. Aquellos 135.000 dólares podían corresponder a un sinfín de cosas. Luego, cuando realizaba la última llamada: ¡bingo! Escuchó la respuesta de su interlocutor con una mezcla de incredulidad y excitación. ¿Y si había dado en el clavo? ¿Sería posible? Una vocecilla trataba de atemperar su entusiasmo: podía tratarse, desde luego, de una coincidencia. Él no lo creía, con todo. En esa fecha precisamente, no. Cuando colgó, aún no se lo podía creer. Con unas cuantas llamadas acababa de realizar un enorme progreso en la investigación.
Miró el reloj: las 15.50. Se planteó hablar del asunto con Martin y luego cambió de parecer: necesitaba una confirmación definitiva. Cogió el teléfono y marcó febrilmente otro número. Aquella vez disponía de una pista.
* * *
—¿Cómo te encuentras?
—Regular.
Ziegler miraba a Servaz. Parecía casi tan conmocionada como él. Las enfermeras entraban y salían de la habitación. Un médico lo había examinado y le habían hecho varias radiografías antes de llevarlo a su habitación en una camilla, pese a que estaba en condiciones de caminar.
Xavier aguardaba en el pasillo del hospital, sentado en una silla, a que Ziegler le tomara declaración. Había también un gendarme delante de la puerta, que de repente se abrió de par en par.
—Pero ¿qué es lo que ha pasado? —preguntó Cathy d'Humières acercándose con paso vivo a la cama.
Servaz trató de explicárselo con la mayor brevedad posible.
—¿Y no le ha visto la cara?
—No.
—¿Está seguro?
—Lo único que puedo decir es que es forzudo y que sabe cómo inmovilizar a alguien.
Cathy d'Humières lo miró con lúgubre expresión.
—Esto no puede durar mucho ya —afirmó. Después se volvió hacia Ziegler—. Suspenda todas las misiones que no revistan urgencia y destaque a todo el personal disponible para este caso. ¿Cómo sigue la cuestión de Chaperon?
—La exmujer no tiene ninguna idea de dónde se encuentra —respondió Ziegler.
Servaz se acordó de que la gendarme debía trasladarse a Burdeos para hablar con la exesposa del alcalde.
—¿Cómo es? —le preguntó.
—Del tipo burgués. Esnob, bronceada con rayos UVA y supermaquillada.
Servaz no pudo reprimir una sonrisa.
—¿La has interrogado sobre su ex?
—Sí. Es curioso: en cuanto he abordado la cuestión, se ha cerrado como una ostra. No ha soltado más que banalidades: el alpinismo, la política y los amigos que acaparaban a su marido, su divorcio de mutuo acuerdo, sus vidas que habían acabado tomando caminos divergentes, etc. Yo he notado, sin embargo, que omitía lo principal.
Servaz se acordó de la casa de Chaperon: dormían en habitaciones separadas, igual que Grimm y su mujer. ¿Por qué? ¿Acaso sus esposas habían descubierto su terrible secreto? Servaz tuvo de repente el convencimiento de que, de una manera u otra, eso era lo que había ocurrido. Quizá solo habían alcanzado a sospechar una parte de la verdad. No obstante, el desprecio que profesaba a su marido la viuda de Grimm y su tentativa de suicidio, y la reticencia de la ex de Chaperon a la hora de evocar su vida privada tenían un origen común: aquellas mujeres conocían la profunda perversión y la negrura de sus esposos, pese a que sin duda ignoraban el alcance de sus fechorías.
—¿Le has hablado de lo que encontramos en la casa?
—No.
—Hazlo. No hay ni un minuto que perder. Llámala y dile que si oculta algo y encuentran muerto a su ex marido, ella será la primera sospechosa.
—De acuerdo. He encontrado otra cosa interesante —añadió Ziegler.
Servaz aguardó en silencio.
—Cuando era joven, la enfermera jefe del Instituto, Élisabeth Ferney, tuvo algunos percances con la justicia por problemas de delincuencia, infracciones y delitos. Robos de motos, insultos a agentes, droga, golpes y heridas, extorsiones… Estuvo varias veces en centros correccionales por aquella época.
—¿Y la admitieron en el Instituto a pesar de ello?
—Eso fue hace mucho. Sentó cabeza y estudió una profesión. Después trabajó en varios hospitales psiquiátricos antes de que el antecesor de Xavier, Wargnier, la tomara bajo su protección. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad.