Bajo el hielo (66 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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¡Mierda! ¿Qué le ocurría? Las mandíbulas se le agarrotaban; le costaba articular las palabras. Trató de levantarse, apoyando los brazos en el sillón. La habitación se empezó a mover. Sin fuerzas, se hundió en el sillón. Le pareció oír que Saint-Cyr decía: «Incluir a Hirtmann fue un error…». Se preguntó si había oído bien. Trató de aguzar su cerebro enturbiado y concentrarse en las palabras que salían de la boca del juez.

—… previsible. El ego del suizo prevaleció, como era de prever. Le tiró de la lengua a Élisabeth a cambio de su ADN y luego te puso sobre la pista de esos adolescentes solo por el gusto de demostrar que era él quien dirigía el juego, para halagar su orgullo, su inmensa vanidad. Debiste de caerle simpático.

Servaz frunció vagamente el entrecejo. ¿Era Saint-Cyr quien estaba hablando? Por un momento le pareció tener a Lombard delante de él. Después pestañeó para aliviar el escozor que el sudor le producía en los ojos y vio que era efectivamente el juez, sentado en el mismo lugar de antes. Saint-Cyr sacó un móvil del bolsillo y marcó un número.

—¿Lisa? Soy Gabriel… Por lo visto, esa pequeña fisgona no ha hablado con nadie más. Solo ha tenido tiempo de avisar a Martin. Sí, estoy seguro… Sí, tengo la situación bajo control… —Después de colgar, volvió a concentrar la atención en Servaz—. Te voy a contar una historia —anunció, aunque Servaz tuvo la impresión de que su voz le llegaba desde el fondo de un túnel—, la historia de un niño que era el hijo de un hombre tiránico y violento, un niño muy inteligente, un niño maravilloso. Cuando venía a vernos, siempre traía un ramo de flores recogidas al borde del camino o guijarros rescatados en la orilla del torrente. Mi mujer y yo no teníamos hijos. Por eso, la llegada de Éric a nuestra vida fue un don del cielo, un rayo de sol.

Saint-Cyr efectuó un ademán que parecía destinado a mantener el recuerdo a mucha distancia, para no ceder a la emoción.

—Pero en ese cielo azul había una nube. El padre de Éric, el célebre Henri Lombard, hacía reinar el terror a su alrededor, tanto en sus fábricas como en su casa, esa mansión que tú conoces. Aunque por momentos podía mostrarse afectuoso con sus hijos, en otros los aterrorizaba con sus ataques de furia, sus gritos y los golpes que descargaba contra su madre. Huelga decir que tanto Éric como Maud estaban muy perturbados por el ambiente que reinaba en su hogar.

Servaz trató de tragar sin conseguirlo. Intentó moverse. El teléfono volvió a sonar un buen rato en su bolsillo y luego calló.

—Por aquel entonces, mi mujer y yo vivíamos en una casa situada en el bosque no lejos de la mansión de los Lombard, al borde de este mismo torrente —prosiguió Saint-Cyr sin preocuparse por el aparato—. Pese a ser un individuo tiránico, desconfiado, paranoico y en resumidas cuentas, loco, Henri Lombard nunca rodeó la propiedad de vallas, cercas y cámaras como sucede hoy en día. Eso no se estilaba en aquella época. Entonces no había todas estas amenazas y todos estos delitos. Por más que digan, se vivía en un mundo que aún era humano. Bueno, nuestra casa se convirtió en un refugio para el joven Éric, que pasaba a menudo las tardes enteras allí. A veces llevaba a Maud, una bonita niña de mirada triste, que no sonreía casi nunca. Éric la quería mucho. A los diez años, ya parecía que se había hecho el propósito de protegerla.

Hizo una breve pausa.

—Yo tenía una vida profesional muy intensa y no estaba con frecuencia allí pero, a partir del momento en que Éric entró en nuestras vidas, procuré concederme momentos de libertad siempre que podía. Para mí era una alegría verlo aparecer por el camino, solo o con su hermana. En realidad, yo cumplí el papel que no cumplió su padre. Yo crié a ese niño como si fuera mi hijo. Ese es mi mayor orgullo, mi mayor logro. Yo le enseñé todo cuanto sabía. Era un niño extraordinariamente receptivo y que devolvía con creces lo que se le daba. ¡No hay más que ver lo que ha llegado a ser! No solo gracias al imperio que heredó, no, sino gracias a mis lecciones, a nuestro amor.

Servaz advirtió con estupor que por las hundidas mejillas del viejo juez resbalaban las lágrimas.

—Después se produjo esa tragedia. Aún me acuerdo del día en que encontraron a Maud colgada de ese columpio. A partir de entonces, Éric no volvió a ser el mismo. Se encerró en sí mismo, se volvió más sombrío, más duro. Se parapetó. Imagino que eso ha debido de serle útil en los negocios, pero ya no era el Éric que yo había conocido.

—¿Qué… le… pasó… a…?

—¿A Maud? Eric no me lo dijo todo, pero creo que se cruzó en el camino de esos desgraciados.

—No… después…

—Pasaron los años. Cuando Maud se suicidó, Éric acababa de heredar el imperio. Su padre había muerto el año anterior. Se encontró acaparado por su trabajo, un día en París, otro en Nueva York o en Singapur. No disponía ni de un minuto para él. Después volvieron los interrogantes y las dudas sobre la muerte de su hermana. Lo comprendí cuando vino a verme y empezó a hacerme preguntas, hace unos años. Se había propuesto descubrir la verdad. Contrató a un equipo de detectives privados, personas poco escrupulosas con los métodos y la ética cuyo silencio podía comprar con dinero. Debieron de realizar más o menos el mismo recorrido que tú has hecho y descubrir la verdad sobre esos cuatro hombres… A partir de ahí, Éric pudo imaginar fácilmente lo que le había sucedido a su hermana y a otras mujeres antes que a ella. Decidió tomarse la justicia por su mano. Tenía los medios para ello. Desde su posición, sabía que no podía confiar totalmente en la justicia de su país. También encontró una ayuda inigualable en su amante, Élisabeth Ferney. Además de haberse criado en la región y estar enamorada de Éric Lombard, también fue víctima del cuarteto.

La luz de las velas y las lámparas hería los ojos de Servaz, que estaba empapado de sudor.

—Yo soy viejo y me queda poco tiempo por vivir —dijo Saint-Cyr—. Un año, cinco años, diez; ¿qué más da? Yo ya he hecho mi vida. De todas maneras, el tiempo que me queda no será más que una larga espera hasta el final. ¿Por qué no voy a acortarla si mi muerte puede servir para algo o para alguien? Para alguien tan inteligente e importante como Éric Lombard.

Servaz sintió un acceso de pánico. El corazón le palpitaba con tal fuerza que estaba convencido de que le iba a dar un ataque al corazón. Aun así, no conseguía moverse y para entonces, percibía la habitación completamente difuminada a su alrededor.

—Voy a dejar una carta en la que afirmo que he sido yo quien cometió esos crímenes —anunció Saint-Cyr con asombrosa calma y firmeza en la voz—, para que por fin se haga justicia. Muchas personas saben lo mucho que me obsesionó el caso de los suicidas. Nadie se quedará extrañado, pues. Diré que maté al caballo porque creía que Henri, el padre de Éric, también había participado en las violaciones y que te maté a ti porque me habías descubierto. Después, al comprender que no tenía salida, asaltado por los remordimientos, he considerado que era preferible denunciarme antes de darme muerte. Será una hermosa carta, conmovedora y digna. Ya la he redactado.

La agitó delante de Servaz. Por espacio de un instante, el terror que se había adueñado de él despejó las brumas de su cerebro y lo despertó un poco.

—No va a servir de nada… Diane Berg tiene pruebas… culpabilidad… Habla… con Cathy d'Hu… d'Humières…

—Por otra parte —continuó Saint-Cyr imperturbable—, a esa psicóloga la encontrarán muerta esta noche. Después de investigar, descubrirán en sus papeles la prueba indiscutible de que vino de Suiza con un solo objetivo: ayudar a escapar a su compatriota y antiguo amante Julian Hirtmann.

—¿Por… qué… haces… eso?

—Ya te lo he dicho. Éric es mi gloria. Fui yo quien lo crié. Fui yo quien hice de él lo que es hoy un hombre de negocios brillante pero también un hombre recto, ejemplar… Él es el hijo que nunca tuve…

—Está implicado en malversaciones…, en… corr… corrupción… explota… niños…

—¡Mientes! —gritó Saint-Cyr, levantándose como un resorte del sillón.

Tenía un arma en la mano. Una pistola automática.

Servaz entornó los ojos. Enseguida, el sudor que le bajaba de las cejas le quemó la córnea. Tuvo la impresión de que la voz de Saint-Cyr, los sonidos y los olores le llegaban con excesiva nitidez. Todos sus sentidos se hallaban inmersos en un paroxismo de sensaciones que le ponía los nervios a flor de piel.

—Los alucinógenos —señaló Saint-Cyr sonriendo—. No te imaginas las posibilidades que ofrecen. Tranquilízate, que la droga que has ingerido en cada una de las comidas que te he preparado no era mortal. Tenía solo el propósito de debilitar tus capacidades intelectuales y físicas y hacer que tus reacciones resultaran sospechosas tanto para ti como para ciertas personas. La que he puesto en el vino te mantendrá paralizado un momento, pero no tendrás ocasión de despertar porque estarás muerto antes. Siento mucho tener que llegar a estos extremos, Martin. Eres sin duda la persona más interesante que he conocido desde hace mucho.

Servaz tenía la boca abierta como un pez sacado del agua. Miró a Saint-Cyr, embobado y con los ojos desorbitados. De improviso, sintió un arrebato de cólera. ¡A causa de esa maldita droga iba a morir con cara de idiota!

—Yo que he pasado la vida luchando contra el crimen, voy a acabar cumpliendo el papel de un asesino —comentó con amargura el juez—. Pero no me dejas ninguna alternativa. Éric Lombard debe permanecer libre. Ese hombre tiene un sinfín de proyectos. Gracias a las asociaciones que financia, hay niños que pueden saciar su hambre, muchos artistas pueden trabajar, muchos estudiantes reciben becas… No voy a permitir que un policía cualquiera destruya la vida de uno de los hombres más relevantes de su tiempo, que lo único que ha hecho además es impartir la justicia a su manera, en un país donde esta palabra ha dejado hace tiempo de tener sentido.

Servaz se preguntó si hablaban del mismo hombre: el que había hecho todo lo posible junto con otras grandes empresas farmacéuticas para impedir que los países de África fabricaran medicamentos contra el sida o la meningitis, el que animaba a los subcontratistas a explotar mujeres y niños en India o Bangladesh, el mismo cuyos abogados habían comprado Polytex por sus patentes antes de despedir a los obreros. ¿Quién era el verdadero Éric Lombard? ¿El hombre de negocios cínico y sin escrúpulos o el mecenas y filántropo? ¿El niño que protegía a su hermanita o el tiburón explotador de la miseria humana? Ya no era capaz de pensar con claridad.

—Yo… esa psicóloga… —logró articular—. Asesinatos… Reniegas… de todos tus princip… acabar tu vida… en la piel de… un asesino…

En la cara del juez vio un asomo de duda, pero este sacudió enérgicamente la cabeza para ahuyentarla.

—Me voy sin lamentar nada. Es verdad: a lo largo de mi vida, jamás he transigido con ciertos principios. Lo que ocurre es que hoy en día esos principios se ven continuamente pisoteados. La mediocridad, la falta de honradez y el cinismo se han convertido en norma. Los hombres de hoy en día quieren ser como niños: irresponsables, estúpidos, delincuentes, unos imbéciles sin ninguna moralidad… Pronto seremos barridos por una ola de barbarie sin precedentes. Ya estamos viendo las primicias. Y francamente, ¿quién vendrá a apiadarse de nuestra suerte? Estamos desperdiciando por egoísmo y por codicia la herencia de nuestros antepasados. Solo algunos hombres como Éric flotan todavía en medio de este fango…

Agitó el arma delante de la cara de Servaz. Clavado en el asiento, este sentía cómo la ira crecía en su cuerpo, como un antídoto al veneno que pasaba de su estómago a sus venas. Tomó impulso, pero apenas se hubo levantado del sillón, comprendió que su tentativa era vana. Mientras se le doblaban las piernas, Saint-Cyr se apartó y vio cómo caía y chocaba contra una mesita, haciendo caer un jarrón y una lámpara. La cegadora luz de esta fue como un restallido contra sus nervios ópticos. Servaz se encontró tumbado boca abajo encima de la alfombra persa; la luz de la lámpara tumbada cerca de su rostro le quemaba la retina. Se había hecho un corte en la frente y la sangre manaba hasta las cejas.

—Vamos, Martin, es inútil —dijo Saint-Cyr con indulgente tono.

Servaz se apoyó con esfuerzo en los codos. La rabia ardía en su interior como una brasa. La luz lo cegaba. Unas manchas negras danzaban ante sus ojos. Solo veía resplandores y sombras.

Reptó lentamente hacia el juez y tendió una mano hacia la pernera de su pantalón, pero él retrocedió. Servaz veía las llamas de la chimenea entre las piernas del juez. Lo deslumbraban. Después, todo se desarrolló muy deprisa.

—¡Tire el arma! —gritó a su izquierda una voz que recordaba haber oído sin alcanzar a identificar a su propietario.

Con el cerebro paralizado por la droga, Servaz oyó una primera detonación y luego otra. Vio que Saint-Cyr se estremecía y caía contra la chimenea. Su cuerpo rebotó en el marco de piedra y fue a parar encima de Servaz, que bajó la cabeza. Cuando la levantó, alguien lo liberaba de aquel cuerpo, pesado como un caballo.

—¡Martin! ¡Martin! ¿Estás bien?

Abrió los ojos como si quisiera quitarse una pestaña. Entre el lagrimeo, vio una cara borrosa. Irène… Detrás de ella había alguien más: Maillard.

—Agua… —pidió.

Irène Ziegler se precipitó a la cocina americana y llenó un vaso de agua que le acercó a los labios. Servaz engulló despacio, con los músculos de las mandíbulas doloridos.

—Ayúdame… al baño…

Los dos gendarmes lo cogieron por las axilas y lo sostuvieron. Servaz tenía la impresión de que iba a venirse abajo con cada paso.

—Lom… bard… —tartamudeó.

—¿Qué?

—Con… controles… carreteras…

—Ya está previsto —se apresuró a responder Irène—. Después de la llamada de tu ayudante, se han dispuesto controles en todas las carreteras del valle. Es imposible salir del valle por carretera.

—¿Vincent…?

—Sí. Ha conseguido la prueba de que Éric Lombard mintió y que no estaba en Estados Unidos la noche en que mataron a
Freedom
.

—El heli…

—Imposible. No podría despegar con este tiempo.

Se inclinó encima del lavabo. Ziegler abrió el grifo y lo roció con agua fría. Servaz se inclinó aún más para poner la cara bajo el chorro. El agua helada le produjo el efecto de una suave descarga eléctrica. Luego se puso a toser y a escupir. No supo cuánto tiempo permaneció así, inclinado sobre el lavabo, normalizando la respiración y despejándose un poco.

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