Servaz sintió un dolor fulgurante al aterrizar en el suelo y lanzó un grito ahogado. Cuando quiso dar un paso, volvió a experimentar el dolor. ¡Se había torcido el tobillo!
—¿Te pasa algo?
—Estoy bien —respondió con sequedad.
Con el propósito de corroborar su afirmación, se puso en marcha cojeando. El pie le dolía a cada paso. Apretando la mandíbula, comprobó que esa vez al menos no había olvidado el arma.
—¿Está cargada? —preguntó Ziegler a su lado—. Prepara ahora mismo una bala. Y mantenla en la mano.
Tragó saliva. La observación de la gendarme le había puesto los nervios a flor de piel.
Era la 1.05.
Servaz encendió un cigarrillo y contempló la mansión, situada al final de la larga avenida asfaltada bordeada de centenarios robles. La fachada y el césped estaban iluminados. Las esculturas vegetales, también. Los pequeños proyectores brillaban entre la nieve. En la parte central había varias ventanas con luz. Como si los estuvieran esperando…
Aparte de eso, no se advertía el menor movimiento detrás de las ventanas. Habían llegado al final del camino, se dijo. Una mansión, un palacio… como en los cuentos de hadas; un cuento de hadas para adultos…
«Está ahí dentro. No se ha ido. Va a ser aquí donde se decida todo. Así estaba escrito desde el principio».
Bajo aquella iluminación artificial, la residencia presentaba un aspecto fantasmagórico. Resultaba realmente imponente con su fachada blanca. Una vez más, Servaz pensó en lo que había dicho Propp: «Busque el blanco».
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
* * *
—Deténgase.
El chófer volvió ligeramente la cabeza hacia atrás sin despegar la vista de la carretera.
—¿Cómo dice?
Hirtmann apoyó el frío metal del silenciador en la nuca del gendarme.
—Pare —dijo.
El hombre redujo la velocidad. Hirtmann esperó a que el coche se hubiera inmovilizado para disparar. El cráneo estalló, despidiendo un fluido de sangre, hueso y cerebro que salpicó la esquina superior del parabrisas antes de que el hombre se desplomara encima del volante. El acre olor a pólvora se dispersó en el habitáculo. Viendo los largos regueros oscuros que empezaron a resbalar por el parabrisas, Hirtmann pensó que debería limpiarlo antes de volver a ponerse en marcha.
El suizo se volvió hacia Diane, que seguía dormida. Después de quitarse la máscara, abrió la puerta y salió en plena ventisca. A continuación abrió la puerta del conductor y arrojó al hombre fuera. Una vez hubo abandonado el cadáver en la nieve, buscó un trapo con el que limpió mal que bien la sanguinolenta pasta. Luego volvió a la parte de atrás para coger a Diane por las axilas. Aunque estaba flácida, notó que no tardaría en salir de las brumas del cloroformo. La instaló en el asiento del pasajero y tras ponerle el cinturón, dio la vuelta para instalarse frente al volante, con el arma entre las piernas. En aquella fría noche, en medio de la nieve, del cuerpo aún caliente del gendarme comenzó a desprenderse vapor, como si se estuviera consumiendo.
* * *
Ziegler se detuvo al final de la larga avenida bordeada de robles, en el linde de la gran explanada semicircular que precedía la mansión. El viento era glacial y estaban ateridos. Las grandes esculturas vegetales, los arriates de flores cubiertos de nieve como confites, la fachada blanca… Todo parecía irreal.
Y calmado. Aquella era una calma engañosa, pensó Servaz con todos los sentidos en alerta.
Detrás del tronco del último roble, al abrigo del viento, Ziegler tendió un walkie-talkie a Servaz y otro a Espérandieu. Luego impartió instrucciones con autoridad.
—Nos separamos en dos equipos: uno va por la derecha y el otro por la izquierda. En cuanto estéis en posición para cubrirnos, entramos. —Señaló a Samira—. En caso de que haya oposición, nos replegamos y esperamos la unidad de intervención.
Junto con Samira, atravesaron rápidamente la avenida central en dirección a la segunda hilera de árboles, entre los cuales desaparecieron sin dejarle margen para reaccionar. Servaz miró a Espérandieu, que se encogió de hombros. Luego se deslizaron también entre los árboles, en el sentido contrario, para rodear la explanada semicircular. Mientras avanzaban, Servaz no despegaba la mirada de la fachada.
De repente, se estremeció.
Un movimiento… Le había parecido advertir una sombra que se movía detrás de una ventana.
El walkie-talkie chisporroteó.
—¿Estáis en posición?
Era la voz de Ziegler. ¿Había visto algo, sí o no?, se preguntó, dubitativo.
—Me ha parecido ver moverse a alguien en el piso de arriba —dijo—. No estoy seguro.
—Bueno, vamos a ir de todas maneras. Cubridnos.
Por espacio de un breve instante, estuvo a punto de decirle que esperase.
Demasiado tarde. Ellas ya se desplazaban entre los nevados parterres, corriendo encima de la gravilla. En el momento en que pasaban entre los dos grandes leones vegetales, a Servaz se le heló la sangre. Se acababa de abrir una ventana en el primer piso. ¡Percibió un arma en el extremo de un brazo extendido! Sin vacilar, apuntó y tiró. Se llevó una sorpresa al ver saltar en pedazos un vidrio. ¡No era la ventana correcta! La sombra desapareció.
—¿Qué pasa? —preguntó Ziegler por el walkie-talkie.
Vio que se parapetaba detrás de uno de los animales gigantes. En realidad no ofrecía ninguna protección. Una sola ráfaga bastaría para atravesar el arbusto y dejarla fuera de juego.
—¡Cuidado! —gritó—. ¡Hay como mínimo un tipo armado dentro! ¡Iba a disparar!
Ziegler dirigió una señal a Samira y ambas se abalanzaron hacia la fachada. Después desaparecieron en el interior. ¡Por todos los demonios, cada una de ellas tenía más testosterona que Espérandieu y él juntos!
—Ahora os toca a vosotros —reclamó Ziegler por el aparato.
Servaz maldijo para sí. Habría debido volver atrás y esperar los refuerzos. Se lanzó hacia delante, no obstante, seguido de Espérandieu. Corrían hacia la entrada de la casa cuando en el interior resonaron varias detonaciones. Después de subir los escalones de tres en tres, se precipitaron por la gran puerta abierta. Ziegler estaba disparando hacia el fondo, desde detrás de una estatua. Samira se encontraba en el suelo.
—¿Qué ha pasado? —gritó Servaz.
—¡Nos han disparado!
Servaz escrutó con recelo la sucesión de oscuros salones. Ziegler se inclinó hacia Samira. Tenía una herida en la pierna por la que manaba sangre en abundancia; había dejado un largo reguero rojo en el mármol del suelo. La bala le había lacerado el muslo, sin tocar la arteria femoral. Tendida en el suelo, Samira se apretaba ya la herida con la mano para contener la hemorragia. No se podía hacer otra cosa hasta que llegara el auxilio. Ziegler sacó el walkie-talkie para reclamar una ambulancia.
—¡No nos movemos más! —decretó Servaz cuando hubo terminado—. ¡Esperaremos los refuerzos!
—¡Si van a tardar más de una hora!
—¡Da igual!
—De acuerdo —asintió Ziegler—. Te voy a hacer un vendaje compresivo —dijo a Samira—. Nunca se sabe. Quizá tengas necesidad de utilizar la pistola.
En cuestión de segundos, con ayuda de una venda que sacó del bolsillo y de un paquete de pañuelos de papel que dejó en su envoltorio, confeccionó un vendaje compresivo, apretando fuerte para detener la hemorragia. Servaz sabía que una vez que había parado de sangrar, el herido podía permanecer así sin arriesgar su integridad física.
—Pujol, Simeoni —llamó por el walkie-talkie—. ¡Venid!
—¿Qué ocurre? —preguntó Pujol.
—Nos han disparado. Samira está herida. Necesitamos apoyo, estamos en la entrada de la casa. La pista está libre.
—Recibido.
Al volver la cabeza, experimentó un sobresalto.
Varias cabezas de animales disecados lo observaban desde las paredes del vestíbulo. Un oso, un rebeco, un ciervo… Una de las cabezas le resultaba familiar.
Freedom
… El caballo lo miraba con sus ojos dorados.
De improviso vio que Irene se levantaba y se precipitaba hacia las profundidades del edificio. «¡Mierda!».
—¡Tú quédate con ella! —ordenó a su ayudante, echando a correr tras ella.
* * *
Diane tenía la impresión de haber dormido durante horas. Al abrir los ojos, percibió primero la carretera que desfilaba delante del parabrisas, con la luz de los faros, y los millares de copos de nieve que se precipitaban a su encuentro. También oyó las ristras de crepitantes mensajes que brotaban del salpicadero, ligeramente a su izquierda.
Después volvió la cabeza y lo vio.
No se planteó si estaba soñando porque sabía que, por desgracia, no era así.
Advirtiendo que se había despertado, él cogió el arma que tenía entre las piernas y la apuntó sin dejar de conducir.
No pronunció palabra alguna… No era necesario.
Diane se preguntó dónde y cuándo la iba a matar, y de qué manera. ¿Iba a acabar como las otras, como las decenas de mujeres que no habían encontrado nunca, en el fondo de un agujero cavado en algún bosque? Solo de pensarlo quedó paralizada de terror. Era como un animal atrapado en aquel coche. La perspectiva le resultó tan insoportable que después del miedo, sintió que la rabia y la determinación tomaban el relevo. También tomó una firme resolución, igual de glacial que el ambiente del exterior: aunque tuviera que morir, no pensaba hacerlo como una víctima. Iba a luchar, a vender cara su vida. Ese cabrón no sabía aún lo que le esperaba. Debía acechar el momento propicio. Alguno tenía que presentarse, por fuerza. Lo importante era mantenerse alerta…
Maud, mi hermanita adorada. Duerme, hermanita. Duerme. Estás tan bonita cuando duermes, tan sosegada, tan radiante…
He fracasado, Maud. Quería protegerte y tú confiabas en mí, creías en mí. Fracasé. No logré protegerte del mundo, hermanita; no pude impedir que el mundo te ensuciara y te hiriera.
—¡Señor! ¡Hay que irse! ¡Venga!
Éric Lombard se volvió, con el bidón de gasolina en la mano. Otto empuñaba un arma; el otro brazo pendía inerte en su costado… la manga estaba empapada de sangre.
—Espera —dijo—. Déjame un poco más, Otto. Mi hermanita… ¿Qué le hicieron? ¿Qué le hicieron, Otto?
Se volvió hacia el ataúd. A su alrededor había una gran estancia circular iluminada con multitud de apliques. En aquella sala todo era blanco, las paredes, el suelo, los muebles… En el centro se alzaba un estrado cuadrado, con dos escalones a cada lado. Encima reposaba un gran ataúd de color blanco marfil. También había dos veladores con jarrones de flores. Las flores eran blancas, al igual que los jarrones y los veladores.
Éric Lombard agitó el bidón de gasolina por encima del catafalco. El ataúd estaba abierto. Dentro, tendida entre el acolchado forro de color marfil, Maud Lombard parecía dormir vestida de blanco. Tenía los ojos cerrados y sonreía, inmaculada, inmortal…
Había sido conservada mediante plastinación, un procedimiento con el que sustituían los líquidos biológicos por silicona, como en esas exposiciones en las que exhibían cadáveres de verdad en perfecto estado. Éric Lombard fijó la mirada en el joven rostro angelical, por donde resbalaba ya la gasolina.
La violencia se ha levantado en vara de maldad; ninguno quedará de ellos, ni de su multitud, ni uno de los suyos, ni habrá entre ellos quien se lamente. El tiempo ha venido, se acercó el día. A causa de su iniquidad ninguno podrá amparar su vida. Ezequiel, VII, 11-14.
—¿Me oye, señor? ¡Nos tenemos que ir!
—Mira cómo duerme. Mira qué tranquila está. Nunca estuvo más hermosa que en este instante.
—¡Está muerta, por Dios! ¡Muerta! ¡Domínese, por favor!
—Papá nos leía la Biblia todas las noches, Otto. ¿Te acuerdas? El Antiguo Testamento. ¿Verdad, Maud? Nos enseñaba lecciones, nos enseñaba a impartir justicia nosotros mismos… a no dejar nunca impune ninguna afrenta ni crimen.
—¡Despierte, señor! ¡Tenemos que irnos!
—Pero él mismo era un hombre injusto y cruel. Y cuando Maud comenzó a salir con chicos, la trató como había tratado a mi madre.
Y los que escapen de ellos huirán y estarán sobre los montes como palomas de valles, gimiendo todos, cada uno por su iniquidad. Toda mano se debilitará, y toda rodilla será débil como el agua. Se ceñirán también de cilicio, y les cubrirá terror. Ezequiel VII, 16-18.
Arriba sonaron unas detonaciones. Otto se volvió y se acercó a la escalera, empuñando la pistola, con una mueca de dolor a causa de la herida del brazo.
* * *
El hombre había surgido de una esquina. Todo transcurrió muy deprisa. La bala pasó tan cerca de Servaz que la oyó silbar, sin tener tiempo para reaccionar.
Ziegler tiró enseguida y el hombre se desplomó como una estatua de mármol. Su arma rebotó en el suelo con ruido de ferralla.
Ziegler se acercó a él, con la pistola en la mano. Una gran mancha roja se agrandaba en su hombro. Estaba vivo pero en estado de shock. La gendarme transmitió un mensaje por el walkie-talkie antes de ponerse en marcha.
Servaz, Pujol y Simeoni descubrieron detrás de la estatua una puerta que daba a una escalera de comunicación con el sótano.
—Por allí —indicó Pujol.
Era una escalera de caracol blanca, de blanco mármol, que se hundía en las entrañas del inmenso edificio. Ziegler bajaba la primera, con la pistola a punto. De improviso sonó un disparo y retrocedió a toda prisa para ponerse a salvo.
—¡Mierda! ¡Hay otro tirador abajo!
Vieron que se desprendía algo de la cintura. Servaz dedujo enseguida de qué se trataba.
* * *
Otto vio el objeto negro que llegó rebotando como una pelota de tenis por las escaleras y siguió rodando por el suelo cerca de él. Toc-toc-toc… Comprendió demasiado tarde de qué se trataba… Era una granada incapacitante… Cuando explotó, un fogonazo cegador de varios millones de candelas le anuló literalmente la visión. Luego se produjo una espantosa detonación que sacudió la sala. La onda de choque le atravesó el cuerpo y los tímpanos. La impresión de que la habitación giraba en torno a él le hizo perder completamente el equilibrio.
Aún no se había recuperado del todo cuando surgieron dos siluetas en su campo de visión. Una le propinó una patada en la mandíbula, obligándolo a soltar el arma. Después lo pusieron boca abajo y sintió el frío acero de las esposas que se cerraron en torno a sus muñecas. En ese momento vio las llamas, que habían comenzado a devorar el catafalco. Su jefe había desaparecido. Otto no opuso resistencia. De joven, en los años sesenta había trabajado de mercenario en África a las órdenes de Bob Denard y David Smiley. Había conocido las atrocidades de las guerras poscoloniales; había torturado y había sido torturado. Después había pasado a las órdenes de Henri Lombard, un hombre igual de duro que él, antes de servir a su hijo. Era muy poco lo que lo impresionaba.