—Ya sé en lo que estás pensando —adivinó Saint-Cyr al cruzar una mirada con él—, pero te puedo asegurar que se había ahorcado ella misma, sin margen de duda al respecto. El forense fue categórico. Era Delmas, ya lo conoces; es un tipo competente. Se encontró un solo indicio en el cajón del escritorio de la chica: un croquis que había dibujado del granero, donde constaba incluso la longitud exacta de la cuerda entre la viga y el nudo para cerciorarse de que los pies no le tocaran al suelo.
La voz del juez se quebró en la última frase. Servaz advirtió que le asomaban las lágrimas a los ojos.
—Ese caso fue desgarrador. Una chica tan entrañable… Cuando un muchacho de diecisiete años se suicidó al cabo de cinco semanas, el 7 de junio, pensamos solo que era una terrible coincidencia. Con el tercero, a finales de mes, comenzamos a cuestionar la cosa. —Apuró el armañac y dejó la copa vacía en el velador—. De él también me acuerdo como si fuera ayer. Ese verano tuvimos un mes de junio y de julio calurosos, con un tiempo magnífico y unas veladas cálidas interminables. Nos quedábamos hasta tarde en los jardines, en el borde del río o en las terrazas de los cafés para aprovechar el fresco. Dentro de las casas hacía demasiado calor. Por entonces nadie tenía aire acondicionado… ni teléfonos móviles tampoco. Esa noche del 29 de junio yo estaba en el café con el predecesor de Cathy d'Humières y un sustituto. El dueño del bar vino a verme y me señaló el teléfono de la barra. Tenía una llamada. Era de la gendarmería. «Hemos encontrado a otro», dijeron. A saber por qué, enseguida comprendí de qué hablaban.
Servaz se sentía cada vez más sobrecogido.
—Ese también se había colgado, como los dos anteriores. En un granero en ruinas, junto a un campo de trigo. Me acuerdo de cada detalle: la tarde de verano, el trigo maduro, el día que no se acababa nunca, el calor que mantenía las piedras calientes incluso a las diez de la noche, las moscas, el cadáver en la sombra del granero… Esa noche sufrí un mareo. Me tuvieron que hospitalizar. Después me hice cargo de la instrucción. Como ya te he dicho, nunca he conocido un caso más penoso. Fue un verdadero calvario: el dolor de las familias, la incomprensión, el miedo a que aquello se repitiera…
—¿Se sabe por qué lo hicieron? ¿Dieron alguna explicación?
El juez posó en él una mirada en la que aún persistía la perplejidad.
—Ninguna. Nunca se supo qué les había pasado por la cabeza. Ninguno dejó explicación alguna. Todo el mundo estaba traumatizado, por supuesto. Nos levantábamos cada mañana temiendo enterarnos de la muerte de otro adolescente. Nadie comprendió nunca por qué había ocurrido aquí. Los padres que tenían hijos de esa edad tenían miedo de que hicieran lo mismo. Estaban aterrorizados. Trataban como podían de vigilarlos a sus espaldas… o les prohibían salir. Aquello duró más de un año. Siete muertes en total. ¡Siete! Y después, un buen día, paró.
—¡Es una historia increíble! —exclamó Servaz.
—No tanto. A raíz de aquello me enteré de que en otros países se han dado casos parecidos: en Gales, en Quebec, en Japón… Eran historias de pactos suicidas entre adolescentes. Hoy en día es peor: se comunican por Internet, se envían mensajes en los foros: «Mi vida no tiene sentido, busco compañía para morir». No estoy exagerando. En el caso de los suicidios en Gales, en medio de las condolencias y los poemas encontraron otros mensajes que decían: «Pronto iré contigo»… ¿Quién iba a creer que fuera posible algo así?
—Creo que vivimos en un mundo donde todo es posible —respondió Servaz—, y sobre todo lo peor.
Había visualizado la imagen de un chico que atravesaba con paso pesado un campo de trigo, con el sol poniente en la espalda y una cuerda en la mano. A su alrededor los pájaros cantaban y el largo crepúsculo rebosaba de vida, pero en su cabeza reinaba ya la oscuridad. El juez lo observó con aire sombrío.
—Sí, yo también lo creo así. En cuanto a aquellos jóvenes, aunque no dejaron ninguna explicación, sí disponemos en cambio de la prueba de que se animaron los unos a los otros a llegar hasta ese extremo.
—¿Ah sí?
—Los gendarmes encontraron cartas en las casas de varios de los suicidas, enviadas sin duda por otros candidatos al suicidio. En ellas hablaban de sus proyectos, de la manera en que pensaban llevarlo a cabo, de su impaciencia, incluso de que llegara el momento. El problema es que esas cartas no las enviaron por correo y que todos utilizaban seudónimos. En cuanto las descubrimos, decidimos tomar las huellas dactilares de todos los adolescentes de los alrededores con edades comprendidas entre trece y diecinueve años y compararlas con las que se habían encontrado en las cartas. También recurrimos a un grafólogo. Fue un trabajo de hormigas. Un equipo entero de detectives se centró en el asunto las veinticuatro horas del día. Algunas de esas cartas las habían escrito los que se habían suicidado ya, pero gracias a esa labor se pudieron identificar también tres nuevos candidatos. Es increíble, ya lo sé. Los sometimos a una vigilancia constante y los confiamos a un equipo de psicólogos. No obstante, uno de ellos consiguió electrocutarse en la bañera con un secador. Fue la séptima víctima… Los otros dos no llegaron a consumar la acción.
—¿Y esas cartas…?
—Sí, las guardé. ¿De veras crees que este asunto guarda relación con el asesinato del farmacéutico y el caballo de Lombard?
—A Grimm lo encontraron colgado… —señaló prudentemente Servaz.
—Y al caballo también, en cierto modo…
Servaz notó un hormigueo conocido: la sensación de que acababa de franquear una etapa definitiva. Pero ¿hacia dónde apuntaba? El juez se levantó. Salió de la habitación y volvió al cabo de un par de minutos con una pesada caja llena a rebosar de papeles y carpetas.
—Todo está aquí. Las cartas, la copia del dosier de instrucción, los peritajes… Por favor, no la abras aquí.
Servaz asintió mirando la caja.
—¿Había otros puntos en común entre ellos aparte de los suicidios y las cartas? ¿Pertenecían a una pandilla, a un grupo?
—Como podrás suponer indagamos, buscamos en todas direcciones, movimos cielo y tierra. Nada. La más joven tenía quince años y medio y el mayor dieciocho. No estaban en las mismas clases, no tenían los mismos gustos y no participaban en las mismas actividades. Algunos se conocían bien, otros apenas. Lo único en común era su nivel social y tampoco eso era tan evidente: provenían de familias modestas o de clase media. No hubo ningún chico de la rica burguesía de Saint-Martin entre ellos.
Servaz captó la frustración del juez. Adivinó los cientos de horas que había pasado explorando hasta la menor pista, el más mínimo indicio, tratando de comprender lo incomprensible. Ese caso había tenido una gran importancia en la vida de Gabriel Saint-Cyr. Quizás había sido incluso la causa de sus problemas de salud y de su jubilación anticipada. Sabía que el juez se llevaría aquellos interrogantes hasta la tumba, que nunca dejaría de planteárselos.
—¿Hay alguna hipótesis que no encaje en el hilo que seguiste? —preguntó de repente Servaz utilizando el tuteo, como si la emoción surgida de aquella narración hubiera propiciado un acercamiento—. ¿Una hipótesis que descartases por falta de pruebas?
El juez vaciló un instante.
—Formulamos un gran número de hipótesis, desde luego —respondió—, pero ninguna dio ni un atisbo de confirmación. Ninguna destacó entre las demás. Este es el mayor misterio de toda mi carrera. Supongo que todos los jueces de instrucción y todos los detectives topan con uno, con un caso no resuelto que va a seguir obsesionándolos hasta el fin de sus días, un caso que les dejará para siempre un regusto de frustración y borrará el sabor de todos los logros.
—Es verdad —reconoció Servaz—. Todo el mundo tiene su misterio no resuelto. Y en esos casos todos tenemos una pista más importante que las otras, una idea vaga que no ha dado nada pero que seguimos intuyendo que habría podido conducirnos a algo si hubiera habido suerte o si la investigación hubiera tomado otro derrotero. ¿No hubo nada por el estilo? ¿Algo que no figure ahí dentro?
El juez respiró hondo, con la mirada fija en Servaz. De nuevo, pareció dudar. Luego juntó las enmarañadas cejas.
—Sí, hubo una hipótesis que privilegié, pero no encontré ningún elemento, ningún testimonio que la apuntalara, de modo que se quedó aquí dentro —admitió, apuntándose la cabeza con el dedo.
* * *
—La casa de colonias de Los Rebecos —dijo Saint-Cyr—. ¿Has oído hablar de ella?
El nombre fue perfilándose en la mente de Servaz hasta que su recuerdo resonó como una moneda arrojada en el fondo de una hucha: los edificios abandonados y el cartel oxidado que se encontraban al lado de la carretera del Instituto. Se acordó de la sensación que le había producido la visión de aquel siniestro lugar.
—Pasamos por delante yendo al Instituto. Está cerrada, ¿no?
—Exacto —confirmó el juez—, pero esas colonias funcionaron durante varias décadas. Las abrieron después de la guerra y no dejaron de recibir niños hasta finales de los noventa. —Hizo una pausa—. La casa de colonias Los Rebecos estaba destinada a los niños de Saint-Martin y de los alrededores que no disponían de posibilidades de costearse unas verdaderas vacaciones de verano. La gestionaba en parte el ayuntamiento, tenía un director y acogía niños de ocho a quince años. Era una especie de campamento de vacaciones estival que ofrecía las actividades de costumbre: excursiones por la montaña, juegos de pelota, ejercicios físicos, baño en los lagos de la zona… —El juez esbozó una mueca, como si empezara a dolerle una muela—. Lo que me llevó a interesarme por ese centro fue que cinco de los suicidas habían pasado por allí, precisamente a lo largo de los dos años anteriores a su suicidio. Ese era, en definitiva, casi su único punto en común. Al analizar sus estancias, comprobé que se repartían en dos veranos y también que habían cambiado el director de las colonias el año anterior, es decir, el primero de aquellos veranos…
Servaz escuchaba, ansioso, la explicación, suponiendo adonde quería ir a parar el juez.
—Entonces me puse a indagar en la vida de ese director… un hombre joven de unos treinta años, pero no encontré nada: casado, padre de una niña y un niño, un individuo sin ninguna particularidad…
—¿Sabes dónde se le puede localizar? —preguntó Servaz.
—En el cementerio. Chocó yendo en moto con un camión hará cosa de diez años. El problema es que no encontré en ningún sitio ningún indicio de que los adolescentes hubieran sufrido agresiones sexuales. Aparte, dos de los suicidas no pasaron por las colonias. Por otro lado, teniendo en cuenta la cantidad de niños de la zona que estuvieron allí, no hay nada raro en que varios de ellos presentaran esa característica común. Al final abandoné esa pista…
—¿Pero sigues pensando que era quizá por ese lado por donde había que buscar?
Saint-Cyr levantó la cabeza. Le brillaban los ojos.
—Sí.
—Me hablaste de esa denuncia presentada contra Grimm y los otros tres que enseguida fue retirada. Supongo que durante la investigación sobre los suicidios los debiste de interrogar.
—¿Por qué iba a hacerlo? No había ninguna relación entre una cosa y otra.
—¿Estás seguro de que no pensaste en ellos en un momento dado? —insistió Servaz.
Saint-Cyr volvió a dudar un instante.
—Sí, claro…
—Explícamelo.
—Esa historia de chantaje sexual no fue el primer rumor que corrió sobre esos cuatro. Hubo otros, antes y después, pero aparte de aquella vez nunca hubo nada que diera lugar a una denuncia oficial.
—¿Qué tipo de rumores?
—Rumores que aseguraban que otras chicas habían recibido el mismo trato… y que en el caso de algunas la cosa había acabado mal; que tenían tendencia a beber y que una vez borrachos se volvían violentos… Ese tipo de cosas. Sin embargo, las chicas de las que se hablaba eran todas mayores de edad o casi. Los suicidas, en cambio, eran niños. Por eso descarté esa pista. Además, por aquel entonces las habladurías circulaban en abundancia.
—¿Y eran ciertas? ¿En el caso de Grimm y los demás?
—Es posible… pero no te llames a engaño. Aquí, como en todas partes, hay un número incalculable de cotillas y de porteros de vocación que están dispuestos a difundir las peores cosas sobre sus vecinos solo para matar el tiempo, y a inventarlas si es necesario. Eso no demuestra nada. Estoy convencido que algo de verdad había en todo aquello, pero probablemente se exageró cada vez que el rumor corría de boca en boca.
Servaz asintió con la cabeza.
—No obstante, tienes razón al plantearte si el asesinato del farmacéutico guarda de una manera u otra relación con antiguos incidentes —prosiguió el juez—. Todo lo que sucede en este valle está anclado en el pasado. Si quieres descubrir la verdad, tendrás que remover cada piedra y mirar lo que hay debajo.
—Y Hirtmann, ¿qué tiene que ver en esto?
El juez lo miró con aire pensativo.
—Es lo que yo denominaba por la época en que era juez de instrucción el «detalle que no encaja». Siempre había uno, en todos los casos: una pieza que se negaba con obstinación a adaptarse al rompecabezas. Si se eliminaba, todo adquiría un sentido, pero seguía allí y no se quería esfumar. A veces era importante y otras no. Algunos jueces y policías deciden descartarla sin más; a menudo los errores judiciales derivan de ahí. Yo, por mi parte, no negligía nunca ese detalle, aunque tampoco me dejaba obnubilar por él.
Servaz consultó el reloj y se puso en pie.
—Lástima que no hayamos trabajado juntos esta vez —dijo—. Hubiera preferido tener que vérmelas contigo que con Confiant.
—Gracias —repuso Saint-Cyr, levantándose también—. Creo que habríamos formado un buen equipo.
Señaló la mesa, la cocina y las copas vacías posadas en el velador, cerca de la chimenea.
—Te hago una propuesta. Cada vez que estés obligado a dormir y a cenar en Saint-Martin, tienes mesa dispuesta para ti. Así no estarás obligado a consumir la horrible comida del hotel o acostarte con el vientre vacío.
—Si siempre son tan copiosas, pronto no estaré en condiciones de seguir investigando —comentó, sonriendo, Servaz.
Gabriel Saint-Cyr rio con ganas, ahuyentando la tensión generada por la historia que acababa de relatar.
—Digamos que era una comida inaugural. He querido impresionarte con mi talento culinario. Las próximas serán más frugales, te lo prometo. Hay que mantener en forma al comandante.