—Vamos a tener que ocuparnos seriamente del señor alcalde cuando reaparezca. Mientras tanto, probemos con Perrault.
* * *
La empleada, una joven de unos veinte años, mascaba un chicle con tanta energía que parecía tener una cuenta personal pendiente con él.
No se veía especialmente deportista, sino más bien del tipo de personas que abusan de las golosinas en prolongadas sesiones frente a la tele o el ordenador. Servaz se dijo que, de estar en el lugar de Perrault, habría dudado en confiarle la caja. Observando las hileras de esquíes y tablas de snowboard, los estantes llenos de botas, los anoraks de colores fluorescentes, los forros polares y los accesorios de moda alineados en las estanterías de madera clara o expuestos en colgadores, se preguntó en función de qué criterios la habría elegido Perrault. Puede que fuese la única que había aceptado el sueldo que le ofrecía.
—¿Parecía preocupado? —preguntó.
—Sí.
Servaz se volvió hacia Ziegler. Acababan de llamar al timbre de la puerta del apartamento que Perrault, el tercer miembro del cuartero, según había explicado Saint-Cyr, tenía alquilado encima de la tienda. Nadie respondió. La empleada que se ocupaba de la tienda les había informado de que no lo había visto desde el día anterior. El lunes por la mañana se había presentado diciendo que debía ausentarse varios días por una urgencia familiar. Ella le había respondido que se podía ir tranquilo, que se encargaría de la tienda mientras tanto.
—¿Preocupado de qué manera? —preguntó Ziegler.
La dependienta masticó dos o tres veces antes de responder.
—Tenía muy mala cara, como si no hubiera dormido nada. —Nuevo arrebato de masticación—. Y no paraba quieto ni un minuto.
—¿Y parecía que tuviera miedo?
—Sí. Se lo acabo de decir.
La joven estuvo a punto de hacer estallar un globo, pero renunció en el último momento.
—¿Tiene un número donde lo podamos localizar?
La empleada abrió un cajón y rebuscó entre los papeles. Luego sacó una tarjeta de visita que tendió a la gendarme. Esta lanzó una breve ojeada al logo, que representaba una montaña por la que bajaba un esquiador dibujando eses en la nieve, con una leyenda escrita encima con letras de fantasía: Deporte & Naturaleza.
—¿Qué clase de jefe es Perrault? —preguntó.
La dependienta la miró con recelo.
—Del tipo tacaño —acabó por contestar.
* * *
Sufjan Stevens cantaba
Come on Feel the Illinoise
en los cascos cuando el ordenador reclamó la atención de Espérandieu. En la pantalla, el programa de tratamiento de imágenes acababa de concluir la tarea que había solicitado Vincent.
—Ven a ver esto —llamó a Samira.
La joven se levantó. La cremallera del jersey se le había bajado demasiado, de tal forma que cuando se inclinó exhibió el pliegue del pecho delante de la nariz de Espérandieu.
—¿Qué es?
El anillo aparecía en primer plano. Aunque la imagen no era del todo nítida, se distinguía sin problema el sello de oro aumentado en una proporción de dos mil, en el que destacaban, sobre fondo rojo, dos letras doradas.
—Este anillo tendría que haberse encontrado en el dedo que le cortaron a Grimm, el farmacéutico que asesinaron en Saint-Martin —explicó con la garganta seca.
—Hum. ¿Y cómo lo sabéis, dado que le cortaron ese dedo precisamente?
—Es demasiado largo para explicártelo. ¿Qué ves ahí?
—Parecen dos caracteres, dos letras —dijo Samira mirando la pantalla.
Espérandieu se esforzó por mantener la vista en el ordenador.
—¿Dos C? —aventuró.
—Una C y una O…
—O una C y una D…
—O una O y una C…
—Espera un momento.
Abrió varias ventanas a la derecha de la pantalla, modificó varios parámetros y desplazó los cursores. Después reinició el programa. Aguardaron el resultado en silencio. Samira seguía inclinada por encima del hombro de Espérandieu, que soñaba en dos pechos turgentes, firmes y suaves. Tenía una peca en el de la izquierda.
—¿Tú qué crees que hacen allá dentro? —espetó una voz burlona desde fuera.
El ordenador anunció que la tarea había concluido. La imagen volvió a aparecer enseguida, bien nítida. En el fondo rojo del sello destacaban, sin margen de confusión, dos letras.
CG
Servaz encontró el molino siguiendo las indicaciones, al final de un callejón que acababa en un riachuelo y el bosque. Primero vio las luces antes de distinguir su negra silueta. Al fondo de la calle, distanciadas de las últimas casas, estas se reflejaban en el arroyo. Había tres ventanas iluminadas. Encima se veían montañas, abetos negros y un cielo lleno de estrellas. Bajó del coche. La noche era fría, pero menos que las anteriores.
Se sentía frustrado. Después de haber tratado en vano de localizar a Chaperon y a Perrault, tampoco habían logrado ponerse en contacto con la ex esposa de aquel. La mujer había abandonado la región para instalarse cerca de Burdeos. El alcalde estaba divorciado y tenía una hija en la región de París. En cuanto a Serge Perrault, habían averiguado que no se casó nunca. Si a ello se añadía la extraña paz armada que reinaba entre Grimm y su dragón, se imponía una conclusión clara: aquellos tres hombres no estaban muy dotados para la vida familiar.
Servaz traspuso el pequeño puente curvo que unía el molino con la carretera. Muy cerca, una rueda hidráulica giraba en la oscuridad. Se oía el ruido del agua que rebotaba en las paletas.
Llamó a una puerta baja provista de una aldaba. Era antigua y pesada, y se abrió casi de forma instantánea. Gabriel Saint-Cyr apareció vestido con camisa blanca, una impecable pajarita y chaqueta de punto. Del interior llegaba una música conocida; un cuarteto de cuerdas: Schubert,
La muerte y la doncella
.
—Entra.
Servaz reparó en el tuteo pero no dijo nada. No bien entró, captó un agradable olor a comida y su estómago reaccionó al instante. Entonces cayó en la cuenta de que estaba hambriento: solo había comido una tortilla desde la mañana. Al bajar los escalones que conducían al salón puso cara de asombro: el juez se había esmerado mucho. Había revestido la mesa con un mantel tan blanco que casi brillaba y encendido dos velas sostenidas por candelabros de plata.
—Soy viudo —se justificó al ver la expresión de Servaz—. Mi trabajo era toda mi vida y no me había preparado para el día en que dejaría de ejercerlo. Si vivo todavía diez años o treinta, va a ser lo mismo. La vejez no es más que una larga espera inútil. Por eso, mientras tanto, me mantengo ocupado. Hasta me planteo si no podría poner un restaurante.
Servaz sonrió. El juez no era, desde luego, una persona que permaneciera ociosa.
—Pero tampoco te preocupes… ¿me permites que te tutee, a mi edad? No pienso en la muerte. Y aprovecho al menos este tiempo que no es nada para cultivar mi huerto y cocinar, hacer bricolaje, leer, viajar…
—E ir a dar una vuelta al juzgado para mantenerse al corriente de los casos.
—¡Exacto! —confirmó Saint-Cyr con los ojos brillantes.
Lo invitó a sentarse y se situó detrás de la barra de la cocina, que formaba una sola pieza con el salón. Martin vio que se anudaba un delantal. En la chimenea crepitaba un fuego que proyectaba un vivo resplandor entre las vigas del techo. La sala estaba llena de muebles antiguos, sin duda comprados a chamarileros, y de cuadros de todos los tamaños, que acababan de dar una impresión de mezcolanza propia de una tienda de anticuario.
—«Cocinar exige una cabeza ligera, un talante generoso y un corazón grande», decía Paul Gauguin. ¿No tienes inconveniente en que nos saltemos la parte del aperitivo?
—Ninguno —respondió Servaz—. Estoy muerto de hambre.
Saint-Cyr regresó con dos platos y una botella de vino, desplazándose con la destreza de un camarero profesional.
—Hojaldre de mollejas de ternera a la trufa —anunció mientras colocaba un gran plato humeante delante de Servaz.
El olor era exquisito. Servaz hundió el tenedor en el interior y se llevó un bocado a los labios. Aunque se quemó la lengua, reconoció que raras veces había comido algo tan bueno.
—¿Qué tal?
—Si era tan buen juez como cocinero, los juzgados de Saint-Martin perdieron un excelente magistrado.
Saint-Cyr aceptó aquel halago sin reparos. Conocía lo bastante sus cualidades de cocinero para saber que, aunque un tanto exagerado, el elogio era sincero. El hombrecillo decantó la botella de vino blanco sobre la copa de Servaz.
—A ver, prueba esto.
Servaz elevó la copa ante sus ojos antes de acercarla a los labios. Con la luz de las velas situadas en el centro de la mesa, el vino tenía un color de oro pálido, con reflejos esmeralda. Servaz no era un gran entendido, pero le bastó el primer sorbo para saber que el vino que acababa de servirle era excepcional.
—Maravilloso, de verdad. Aunque yo no soy un especialista.
Saint-Cyr inclinó la cabeza.
—Bâtard-montrachet del 2001.
Hizo chasquear la lengua con un guiño.
Ya en el segundo sorbo, Servaz sintió que le daba vueltas la cabeza. No debería haber ido con el estómago vacío.
—¿Me quiere soltar la lengua? —preguntó sonriendo.
Saint-Cyr se echó a reír.
—Es un placer verte devorar así. Se diría que no has comido desde hace diez días. ¿Qué piensas de Confiant? —preguntó de repente.
La pregunta pilló desprevenido a Servaz.
—No sé —respondió dubitativo—. Es un poco pronto para decirlo…
—Pues claro que no —afirmó el juez con un brillo de astucia en la mirada—. Ya te has formado una idea y es negativa. Por eso no quieres hablar de él.
La observación dejó desarmado a Servaz. El juez no se andaba con rodeos.
—Confiant tiene un apellido que no le va nada —prosiguió el anciano sin aguardar respuesta—. No confía en nadie ni tampoco hay que confiar en él. Ya lo habrás comprobado quizá.
Había dado justo en el clavo. Una vez más, Servaz se dijo que aquel hombre iba a serle útil. En cuanto hubo terminado, Saint-Cyr se llevó los platos.
—Conejo a la mostaza —dijo al volver—. ¿Te apetece?
Había traído otra botella, de tinto esa vez. Una hora más tarde, después de un postre de manzana acompañado de una copa de vino de sauternes, se encontraban instalados cada cual en un sillón delante de la chimenea. Servaz se sentía harto y un poco embotado, con una sensación de bienestar y saciedad como no la experimentaba desde hacía mucho. Saint-Cyr le sirvió un coñac y un armañac para él.
Asestó a Servaz una acerada mirada y este comprendió que había llegado la hora de pasar a las cuestiones serias.
—Tú llevas también el caso del caballo muerto —apuntó el juez—. ¿Crees que existe una relación con lo del farmacéutico?
—Podría ser.
—Dos crímenes atroces en un intervalo de varios días y unos cuantos kilómetros de distancia.
—Sí.
—¿Qué te pareció Éric Lombard?
—Arrogante.
—No te lo pongas en contra. Tiene mucha influencia y podría serte útil. Pero tampoco le dejes dirigir la investigación en tu lugar.
Servaz volvió a sonreír. Aunque estuviera jubilado, el juez no había perdido facultades.
—Debía hablarme de los suicidas.
El juez se llevó la copa a los labios.
—¿Cómo hace uno para ser policía hoy en día? —preguntó—. ¿Cuando la corrupción es general, cuando todo el mundo piensa solo en llenarse los bolsillos? ¿Cómo posicionarse en el lugar correcto? ¿No resulta terriblemente complicado en la actualidad?
—Oh, no, en realidad es muy simple —aseguró Servaz—. Hay dos clases de personas: los cabrones y los demás. Y todo el mundo debe elegir su bando. El que no lo hace es que está ya en el de los cabrones.
—¿Eso crees? Entonces, para ti las cosas son simples. ¿Están los buenos y los malos? ¡Qué suerte tienes! Supón que debieras elegir en unas elecciones entre tres candidatos: el primero está medio paralizado por la polio, aquejado de hipertensión, de anemia y numerosas patologías más, es mentiroso a veces, consulta a una astróloga, engaña a su mujer, fuma cigarrillos sin parar y bebe demasiados martinis; el segundo es un obeso que al haber perdido ya tres elecciones cae en una depresión y sufre dos ataques cardiacos, fuma puros y por las noches se empapa de champán, oporto, coñac y whisky antes de tomar un par de somníferos; el tercero es un héroe de guerra condecorado que respeta a las mujeres, quiere a los animales, solo bebe una cerveza de vez en cuando y no fuma. ¿A cuál elegirías?
Servaz sonrió.
—Supongo que espera que escoja al tercero…
—Ah, bravo, acabas de dejar a un lado a Roosevelt y a Churchill y elegir a Adolf Hitler. ¿Ves? Las cosas no son nunca lo que parecen.
Servaz estalló en risas. Definitivamente, ese juez le caía bien. Era un hombre sagaz, con las ideas tan claras como el torrente que discurría delante de su molino.
—Ese es precisamente el problema con los medios de comunicación de hoy en día —prosiguió—, que se fijan en los detalles sin importancia y los dramatizan. Conclusión: si los medios de comunicación actuales hubieran existido en su época, lo más probable es que ni Roosevelt ni Churchill hubieran sido elegidos. Confía en tus intuiciones, Martin, y no en las apariencias.
—Los suicidas —reiteró Servaz.
—Ahora voy.
El juez se sirvió otro armañac y después levantó la cabeza para dirigir una dura mirada a Servaz.
—Fui yo quien instruyó ese caso, el más penoso de toda mi carrera. Los hechos duraron un año, de mayo de 1993 a julio de 1994 para ser exactos. Siete suicidios de adolescentes, entre quince y dieciocho años. Me acuerdo como si fuera ayer.
Servaz contuvo la respiración. La voz del juez había cambiado para impregnarse de una dureza y una tristeza infinitas.
—La primera que abandonó este mundo fue una muchacha de un pueblo de al lado, Alice Ferrand, de dieciséis años y medio. Era inteligente y tenía excelentes calificaciones escolares. Provenía de una familia cultivada: padre profesor de letras y madre maestra. Alice estaba considerada como una niña sin problemas. Tenía amigas de su edad, le gustaba el dibujo y la música y era muy apreciada por todos. La encontraron ahorcada el 2 de mayo de 1993 por la mañana, en un granero de los alrededores.
«Ahorcada…». A Servaz se le hizo un nudo en la garganta mientras se acrecentaba su atención.