Ahora, en esa abrasadora tarde de octubre, mientras se acercaba el momento del atentado, Wanjiru ató el último cartucho de dinamita al estómago de Sybill.
Llevaba en ello toda la mañana. Al salir el sol, Wanjiru había ido al mercado que había cerca de Shauri Moyo, el bloque de pisos donde el simpatizante musulmán tenía una sórdida habitación. En el mercado se encontró con ciertas mujeres, según estaba previsto, y les entregó los cartuchos de dinamita escondidos entre panochas de maíz y calabazas, mientras les ordenaba, en forma breve y en voz baja, que se encontraran en el Norfolk a la una.
Aunque el ataque contra el hotel había sido idea de Leopardo, los medios eran de Wanjiru. Los hombres no gozaban de libertad para circular por Nairobi. Los soldados británicos y los guardias nacionales interrogaban a todo el mundo, llevaban a cabo registros, practicaban detenciones arbitrarias. Pero Wanjiru había observado que prestaban menos atención a las mujeres. Aunque interrogaban a muchas y se las llevaban en camiones, a la mayoría las dejaban en paz para que hicieran la compra, lavasen la ropa, vendieran verduras y pariesen hijos, es decir, la interminable rutina de la mujer africana.
Wanjiru sabía que registraban las cestas y las calabazas, incluso los niños que las mujeres llevaban en la espalda. Pero los soldados raramente se entretenían examinando el vientre de las embarazadas. Por eso había dicho a las mujeres que se fingieran embarazadas ocultando la dinamita bajo los cojines que simularían abultados vientres. Ahora hacía un último ajuste en las sábanas que Sybill llevaba sobre el abdomen.
Cada mujer tenía señalado un lugar. Tres días antes Wanjiru había reconocido los terrenos del hotel y dibujado un plano, señalando con lápiz las posiciones de sus saboteadoras. Mientras ella y Sybill sudaban en la habitación de Shauri Moyo, que parecía un horno, las demás se estaban reuniendo allí, dieciocho mujeres que pasaban desapercibidas entre el gentío que abarrotaba las aceras, una de ellas deteniéndose para extraerse una astilla del pie, otra para dar el pecho a su bebé, y así sucesivamente, hasta que rodearon el hotel formando un círculo inconspicuo y sin relación aparente entre sus componentes. Wanjiru sería la última en llegar. Al dar la una, gritaría «¡Madres de Kenia!» y entonces sus hermanas encenderían los cartuchos y los arrojarían por las ventanas del Norfolk.
El plan había merecido grandes elogios de Leopardo.
Cuando Sybill estuvo preparada, se colocó una
kanga
de color amarillo vivo en la cabeza afeitada, se echó a la espalda su pesada carga de cebollas —las extendería sobre un paño enfrente del hotel, fingiendo que trataba de venderlas— y salió tras decirle a Wanjiru:
—La tierra es nuestra.
Al quedarse sola, Wanjiru comenzó sus propios preparativos finales. Mientras creaba un vientre de embarazada con la última almohada que le quedaba, hizo una pausa para mirar a los dos pequeños que dormían en la cama de hierro. Hannah estaba creciendo mucho y Christopher, a los dieciocho meses, era fuerte y guapo, la imagen clavada de su padre, David.
Al pensar en ello, la expresión de Wanjiru se hizo más sombría. Despreciaba al hombre de quien se había divorciado y se censuraba a sí misma por haberle querido en otro tiempo. David Mathenge era un cobarde, una vergüenza para los Hijos de Mumbi. Wanjiru esperaba que fuese desdichado, trabajando en la plantación de la perra blanca.
Al recordar a Mona Treverton, Wanjiru se sintió más animada. En el informe de Sybill sobre la reunión secreta que los colonos iban a celebrar había un detalle maravilloso: la doctora Grace Treverton y su sobrina, Mona, iban a estar presentes.
«¿Qué harás entonces, David? ¿Sin tu memsaab?»
Despertó a los niños.
—Venid conmigo, hijos míos. Vamos a dar un paseo.
Estaban lánguidos y se movían despacio a causa del calor. Hannah se puso su único vestido, que estaba sucio y roto y era demasiado pequeño para su cuerpo en crecimiento. Christopher llevaba sólo unos pantaloncitos cortos. Los dos tenían hambre e iban descalzos. Al prepararse para salir del bloque de pisos con la cesta de arrurruces que fingiría vender en la acera, enfrente del hotel Norfolk, la mariscal de campo Wanjiru Mathenge reafirmó su decisión:
«Hago esto por mis pequeños, por su porvenir, para que nunca tengan que sufrir la misma degradación que sus padres».
La ciudad se había vuelto verde después de las lluvias de julio. Mientras caminaba bajo el sol, con Christopher en la cadera, Hannah caminando a su lado, cogida de la mano, los arrurruces pesándole en la espalda y los explosivos apretados contra su vientre, recordó el aspecto de Nairobi al llegar ella a la ciudad dieciséis años antes, cuando era una muchacha, la primera estudiante de enfermería en el hospital para nativos. En aquel tiempo la ciudad parecía mucho más pequeña y tranquila. Las líneas estaban trazadas con claridad; las reglas raciales y sociales eran sencillas. Los africanos permanecían en sus míseros barrios y los blancos tenían todo el resto. Ahora le pareció a Wanjiru que en aquel tiempo una especie de paz inocente envolvía Nairobi y la gente no prestaba mucha atención a los discursos de adolescentes como ella y David. En aquel tiempo los africanos sabían «cuál era su sitio».
Al pasar por el lugar que había sido escenario de la gran protesta, la protesta que había fracasado, en el día del desfile, el día que el hijo de Treverton había muerto y David había huido a Uganda, Wanjiru vio qué cambiadas estaban las cosas. Los edificios eran más grandes, había calles asfaltadas, más coches y más gente y casi añoró los viejos tiempos.
«Pero eran malos tiempos —se recordó a sí misma al tomar la calle del Norfolk—. Eran tiempos de injusticia y ahora combatimos por tiempos mejores».
Se detuvo en una esquina y miró a su alrededor. Nairobi se había transformado en un campamento militar. Nunca desde la guerra se habían visto tantos uniformes en sus calles arboladas. Los soldados británicos patrullaban arriba y abajo, sin prestar atención a las miradas hoscas de los africanos. Y los guardias nacionales, kikuyu como ella misma y, a juicio de Wanjiru, tan malos como los blancos, se pavoneaban con sus placas de policía y sus porras. Wanjiru no sabía a cuáles temía más.
Al acercarse al Norfolk, divisó a sus hermanas entre los transeúntes. Vio a Ruth, llenando calmosamente su calabaza en la fuente pública; Dámaris se había quitado el hatillo de la espalda y ahora volvía a ponérselo; Sybill tenía las cebollas extendidas ante sí; Muthoni se encontraba sentada en el bordillo, amamantando a su hija; y también estaba la anciana mamá Josephine, que había escrito una carta a la reina Isabel pidiendo la liberación de Kenyatta, apelando al instinto maternal de la soberana. Se fundían con la multitud que circulaba por las aceras, no eran más que unas cuantas mujeres africanas que iban a lo suyo. Los soldados, después de examinar los pases, se habían olvidado de ellas, pensando que eran insignificantes y no merecían más atención. Wanjiru sabía que también las demás estaban en sus puestos, mujeres que parecían no pensar en nada pero que de hecho permanecían alerta, esperando su mortífera señal.
Notó con satisfacción que en la calle estaban aparcados los coches de los colonos blancos, vigilados por soldados que se aburrían. Reconoció el que pertenecía a Mona Treverton; era el mismo coche en que habían asesinado al conde ocho años atrás.
Así que estaban todos dentro, como ovejas en el corral, esperando el momento de ir al matadero. Wanjiru miró el reloj de la torre de la iglesia. Faltaban diez minutos para la una.
—¡Quieta ahí, mamá! —dijo una voz detrás de ella.
Se volvió y sonrió a la pareja de guardias nacionales que se le acercaban. Como no podía permitirse estorbos en ese día, Wanjiru no llevaba el
buibui
protector.
—Tu pase, mamá.
Wanjiru se lo entregó.
Mientras un guardia examinaba la fotografía y los datos, el otro, un embu joven, miró a Wanjiru de la cabeza a los pies.
—¿Qué haces aquí, mamá? —preguntó el primer guardia, devolviéndole la cartilla.
Se volvió para que pudiesen examinar la cesta de arrurruces.
—Voy a venderlos.
—¿Por qué aquí? ¿Por qué no los vendes en el mercado?
—¡Ja! ¡En el mercado hay demasiada competencia! ¡Y necesito el dinero! ¡Mi marido es un inútil, un gandul, y se gasta todo nuestro dinero en cerveza!
—Una mujer guapa como tú tiene formas más fáciles de ganar dinero —dijo el segundo guardia, sonriendo.
—Señor, soy una musulmana devota. ¡Lo que ha dicho me insulta!
La observaron con expresión pensativa. Wanjiru quería mirar el reloj de la torre, pero no se atrevió.
—¿De dónde eres? —preguntó el primero.
—Lo dice en la cartilla.
—Dímelo tú.
Wanjiru procuró seguir sonriendo, aparentando despreocupación. Había pasado por muchas situaciones parecidas y necesitaba conservar la calma para salir bien librada de ésta.
—Del norte —dijo—. Cerca de la frontera.
—Hoy es viernes, mamá —dijo el segundo guardia, que ya no sonreía—. ¿Por qué no estás en la mezquita?
El corazón de Wanjiru dio un vuelco. ¡Se le había olvidado!
—Mi marido va por los dos. Alá es comprensivo.
El segundo guardia le dirigió una mirada larga y atenta, entornando los ojos, y durante unos instantes de pánico Wanjiru creyó que su rostro le era conocido. Pero no recordaba de cuándo ni de dónde. Luego el guardia le dijo algo en voz baja a su compañero. Wanjiru sintió que el sudor le bajaba por la espalda, pensó en las mujeres que rodeaban el Norfolk y se preguntó si alguna de ellas se pondría nerviosa y empezaría el ataque antes de oír su señal.
Deseaba desesperadamente seguir su camino, llegar a su posición. Pero debía aparentar que no tenía prisa, que no la inquietaba el interrogatorio.
Finalmente, con inmenso alivio, oyó que los dos guardias le decían:
—Puedes irte, mamá. Y no te metas en líos.
—
Inshallah
—dijo, saludando con la mano y volviéndose.
Miró el reloj de la torre. Faltaban cuatro minutos para la una. Vio que Sybill la miraba con inquietud, que las demás mujeres también daban muestras de nerviosismo.
«Espera —pensó Wanjiru—. No actúes todavía…»
Los ataques por sorpresa eran lo que Leopardo les había enseñado a sus guerrilleros de la selva, lo que había aprendido del ejército británico y había visto hacer a terroristas de otros países. Wanjiru sabía que era importantísimo que las mujeres encendieran sus cartuchos al mismo tiempo y que los arrojaran juntos. Tenían que hacerlo con un solo y rápido movimiento antes de que los soldados pudiesen reaccionar. De lo contrario, todo sería en vano.
Tuvo que detenerse en el bordillo a causa de la congestión del tráfico. Wanjiru miró a Sybill, que estaba en la otra acera y en ese momento se ponía en pie a la vez que metía la mano dentro del vestido. Faltaban dos minutos para la una, y todas las mujeres sacaban subrepticiamente sus cerillas. Cuando el minutero señalase la una menos un minuto tenían que sacar los cartuchos de dinamita y prestar atención a la señal.
El tráfico se detuvo, sonaron bocinas y los gases de escape le llenaron la cabeza. Decidiendo que no había tiempo, Wanjiru sujetó con fuerza a sus hijos y se metió entre los automóviles y los camiones, creando más cacofonía de bocinas y frenos. Al llegar a la otra acera y saltar en el momento en que una motocicleta militar pasaba velozmente junto a ella, sus ojos se cruzaron con los de Sybill.
Wanjiru pasó la mano por el bolsillo de su vestido, donde había hecho un agujero, y palpó la dinamita.
Alzó la mirada hacia el reloj.
Las mujeres esperaban la señal.
La manecilla avanzaba lentamente hacia el número doce. El pulso de Wanjiru se disparó, llenándole los oídos. El ruido del tráfico y la gente pareció retroceder. Lo único que existía eran las manecillas del reloj y el cartucho de dinamita en su mano. Sólo unos segundos más… Cuando la manecilla estuviera directamente encima del doce gritaría «¡Madres de Kenia!» y dieciocho cartuchos de dinamita caerían dentro del comedor donde se encontraban reunidos los colonos blancos.
Ahora ya sólo faltaban unos segundos…
—¡Mamá! —llamó una voz.
Wanjiru se volvió rápidamente.
Los dos guardias nacionales cruzaban corriendo la calle.
Wanjiru se quedó paralizada, preguntándose si debía dar la señal o huir.
—¿Qué…? —empezó a decir. Pero los guardias habían sacado sus pistolas y disparaban al aire.
La gente que circulaba por la acera se dispersó en el acto. Soldados británicos bajaron corriendo los escalones del Norfolk, apuntando a Wanjiru con sus metralletas. Notó que detrás de ella Sybill daba un salto y echaba a correr. Las otras mujeres también huían.
—¡Eres Wanjiru Mathenge! —exclamó el guardia embu—. ¡Me parecía haberte visto en alguna parte!
—¡Te equivocas! —exclamó Wanjiru y sintió que el corazón se le paraba al recordar dónde lo había visto antes. El guardia había sido ordenanza del hospital para nativos hacía unos años.
—Ya veremos si eso es verdad o no —dijo un cabo británico, sujetándola con rudeza por un brazo—. Vas a venir conmigo para que te interroguen.
Hannah rompió a llorar. Wanjiru la tomó en brazos, igual que al niño, y subió al camión militar detrás de los soldados.
Mona escribió:
Queridísimo David:
Han pasado cuatro meses desde que te fuiste y no encuentro palabras para expresar cuánto te echo de menos. Tal como me pediste, ahora vivo con la tía Grace y Bellatu está cerrada. Lamento decir que la plantación va mal. Después de tu desaparición, muchos de los braceros me abandonaron. Unos cuantos leales se han quedado, pero me parece que voy a perder la mayor parte de la cosecha. Recibí el dinero de la venta de Bella Hill. Me ayudará durante una temporada; después, no sé qué voy a hacer.
Ayer oí por la radio que Wanjiru fue detenida en Nairobi. Dijeron que la llevaron al campo de detención de mujeres de Kamiti y tus dos hijos están con ella.
Había concebido la esperanza de verte durante los últimos cuatro meses, queridísimo, y poder darte estas cartas personalmente. Pero ahora me doy cuenta de que no volveremos a estar juntos hasta que haya terminado este terrible conflicto. Haré lo que tú me aconsejaste que hiciera; llevaré estas cartas a tu madre. Dijiste que ella sabría cómo ponerse en comunicación contigo.