Bajo el sol de Kenia (75 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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El miedo asomó a los ojos de Mona.

—¡Dame tu revólver! —susurró David. Luego añadió—: Quédate aquí —pero ella lo siguió y salieron de la cocina. Cruzaron lentamente el comedor a oscuras. David se detuvo en la puerta que daba a la sala de estar, Mona detrás de él, muy cerca, y miró a su alrededor.

No habían encendido ninguna lámpara y la única luz era la que despedía el fuego de la chimenea, que iluminaba los cubos de latón para el carbón, los morillos, la complicada obra de ladrillo, una pata de elefante que contenía un atizador y los tres sofás de cuero colocados de cara al fuego. Pero a partir de allí la luz disminuía. Se dispersaba entre las mesas de caoba, vacilando en una periferia poco definida. Las cosas parecían moverse con la luz del fuego: revistas, ceniceros, una pata de antílope que era un encendedor. Y más allá, sombras oscuras abrazaban las paredes, ocultando librerías y otros umbrales. De vez en cuando el resplandor caía sobre una cabeza de animal disecada y brillaban los ojos de vidrio de un órix o una gacela.

David avanzó sigilosamente, pegado a la pared. Al llegar a las cortinas de terciopelo que cubrían los ventanales que daban al monte Kenia, se detuvo, alzó el revólver y apartó las cortinas. Mona, detrás suyo, miró por encima de su hombro.

La veranda estaba oscura, barrida por la lluvia. Una bombilla solitaria sobre los escalones proyectaba un círculo de luz amarilla y tenue sobre los muebles de mimbre, las palmeras plantadas en macetas y los pétalos rojos y color lavanda de las buganvillas.

David y Mona vieron los fragmentos de tiestos, la tierra esparcida, la azalea en el suelo de la galería. Unos pasos más allá vieron lo que la había derribado: una figura pequeña y torpe que husmeaba con curiosidad las plantas de las macetas.

—¡Un erizo! —exclamó Mona.

—Sin duda trata de cobijarse de la lluvia —David se volvió hacia Mona, riéndose. La muchacha también se rió, nerviosamente, de alivio.

Luego sus sonrisas se borraron y se quedaron mirándose en la intimidad de la penumbra, cerca del borde de la luz de la chimenea.

—Quiero que me prometas —dijo David en voz baja al cabo de un momento— que te irás de esta casa mañana y te alojarás con tu tía Grace. Tim Hopkins está con ella. En casa de tu tía Grace no correrás tanto peligro como aquí. ¿Me lo prometes, Mona?

—Sí.

David enmudeció y sus ojos buscaron el rostro de Mona, siguieron la línea de los cabellos, el cuello, los hombros.

—No es aconsejable que estés sola —dijo finalmente, pensando en la nota—. Aparte de los Mau-mau, alguien te ha amenazado.

—Y también a ti.

—Sí…

David alzó la mano y la apoyó dulcemente en la mejilla de Mona.

—Me he preguntado tantas veces cómo sería tu piel —dijo—. Es tan suave…

Mona cerró los ojos. La mano de David era dura y callosa y su roce le producía una sensación de languidez. Notó que respiraba de forma entrecortada, que el corazón empezaba a latirle con más fuerza.

—Mona —dijo él en voz baja.

La muchacha le acarició la mejilla con la punta de los dedos. Siguió las líneas de su cara, de la nariz a la comisura de los labios, el surco entre las cejas, las arrugas en el borde de los ojos.

La mano de David se movió hacia su nuca y los dedos se hundieron en sus cabellos. Se inclinó para besarla, pero titubeó. Cuando por fin sus labios se encontraron fue tentativamente, como si dieran un primer paso, un paso inseguro. Luego ella le rodeó el cuello con sus brazos y le alentó a besarla, guiándolo, mostrándole cómo se hacía. Sus cuerpos se juntaron en el resplandor trémulo del fuego.

Al cabo de un momento, David se apartó un poco y le desabrochó los botones de la blusa. Quedó maravillado al ver los senos pequeños y blancos, que sus manos cubrían por completo. La muchacha le abrió la camisa y apoyó las manos en su pecho. Cuando David estuvo desnudo, Mona vio el legado de sus antepasados masai en las nalgas finamente esculpidas y los muslos fuertes y delgados.

David la tomó en sus brazos y la dejó enfrente del fuego. Exploró su cuerpo. La tocó. Mona respondió porque nunca había conocido el cuchillo de la
irua.

David volvió a colocar su boca sobre la de Mona y ella arqueó el cuerpo hacia arriba para recibirle. Yacieron bajo la luz inquieta del fuego, piel negra contra piel blanca.

* * *

Mona despertó de repente y se preguntó qué la habría arrancado de su sueño. Se volvió hacia el hombre que yacía a su lado en la cama: David dormía profundamente. Se preguntó cuánto tiempo habría dormido. Nunca se había sentido tan bien. Nunca había sido tan feliz.

Habían hecho el amor varias veces, cada una de ellas mejor que la anterior. A David le habían enseñado las artes y habilidades de sus antepasados guerreros; Mona le había deleitado con sus respuestas intensas, inesperadas.

—¡Mona! —llamó una voz desde abajo.

Mona se incorporó. ¡Eso era lo que la había despertado! ¡La entrada de alguien en la casa!

Era Geoffrey. Iba de un lado a otro por la planta baja, llamándola.

Mona se levantó de un salto y se puso una bata. Volvió a mirar a David para asegurarse de que seguía durmiendo, salió al pasillo y cerró la puerta.

Encontró a Geoffrey en la sala de estar, donde aún había algunos rescoldos en la chimenea.

—¿Se puede saber qué haces aquí, Geoffrey?

—¡Cielos, Mona! ¡Me has quitado diez años de vida! ¡Al encontrar la puerta de la cocina cerrada sólo de golpe, no he sabido qué pensar!

Mona se tapó la boca con la mano. ¡Habían dejado la casa abierta!

—¿Qué haces aquí? —volvió a preguntar, observando que el impermeable de Geoffrey estaba empapado, que gotas de lluvia caían del ala de su sombrero. Llevaba un rifle en la mano y cerca de la puerta que daba al comedor había dos hombres de la reserva de policía de Kenia.

—Una patrulla nocturna encontró un gato muerto colgado en la entrada de Bellatu. Ya sabes lo que esto significa.

Mona sabía lo que significaba. Era una señal del Mau-mau para indicar que los habitantes de la casa iban a ser las víctimas siguientes.

—Así que estamos haciendo una redada general de todos los negros de la zona. Pero cuando llegué al bungalow de David Mathenge y descubrí que no estaba en casa, que, de hecho, no parecía haber estado allí en toda la noche, decidí subir a preguntarte si sabías dónde estaba.

Mona se apretó los senos con la bata. En la casa hacía un frío abominable.

—¿A qué hora se fue de aquí anoche, Mona?

«¿Anoche?»

—¿Qué hora es, Geoffrey?

—Casi el amanecer. Tengo varias patrullas buscándole. Siempre he sospechado que ese chico simpatizaba con el Mau-mau. Incluso es posible que sea el sujeto que andamos buscando, ese que obliga a los demás a prestar juramento.

—No digas tonterías. ¿Y quieres hacerme el favor de decirles a esos hombres que salgan? No estoy vestida.

Geoffrey dio una orden en suajili a los policías negros y cuando se hubieron ido dijo:

—¿Sabes dónde está David Mathenge?

—No ha tenido nada que ver con el gato muerto.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Lo sé y basta.

—No comprendo cómo puedes confiar en él tan ciegamente. ¿Qué clase de influencia ejerce David Mathenge en ti, si puede saberse?

—Sé que es inocente.

—Bueno, quiero llevármelo para interrogarle. Ya va siendo hora de que le detengamos. Le has defendido durante demasiado tiempo. Ahora dime, ¿a qué hora se marchó anoche?

Mona no contestó.

—¿Sabes adonde fue? ¿Sabes dónde está en este momento?

Mona se mordió los labios.

—Si no me lo dices, le encontraremos de todas formas y puedo garantizarte que no lo pasará bien cuando le interroguemos. Ha infringido el toque de queda.

—No fue culpa de David. Yo soy responsable de ello.

—¿Qué quieres decir?

Mona trató de pensar. Si sospechaban que David había tenido que ver con el asunto del gato muerto, lo torturarían al interrogarle. Pero si ella hablaba por él, si demostraba que era inocente porque había estado con ella toda la noche, confesaría lo que habían hecho.

Antes de que Mona pudiera tomar una decisión, Geoffrey dijo:

—¡Qué diablos!

Al volverse, Mona vio que David estaba en el umbral. Vestía sólo pantalones y empuñaba una pistola.

—He oído voces, Mona —dijo—. Y he pensado que estabas en apuros.

Geoffrey se sentía demasiado escandalizado para hablar.

Mona se acercó a David y apoyó una mano en su brazo.

—Nos olvidamos de cerrar la puerta de la cocina, David. Geoffrey ha venido a decirme que han colgado un gato en mi puerta durante la noche. Pensó que habías sido tú —miró a Geoffrey y añadió—: Pero no pudo ser David porque ha estado aquí conmigo toda la noche.

Varias expresiones pasaron por el rostro de Geoffrey antes de que pudiera hablar.

—Ya entiendo —dijo, acercándose a Mona—. Sospechaba algo así. Pero no podía estar seguro. Después de todo, me decía a mí mismo que Mona sin duda no podía caer tan bajo.

—Será mejor que te vayas, Geoffrey. Esto no es asunto tuyo.

—¡Ni que lo digas! ¡No quiero tener nada que ver con esto! ¡Dios mío, Mona! —exclamó—. ¡Tú acostándote con un negro asqueroso!

Mona le asestó una fuerte bofetada.

—Fuera de aquí —dijo en tono amenazador—. Vete o usaré esta pistola contra ti. Y no vuelvas jamás a mi casa.

Geoffrey abrió la boca para decir algo. Luego lanzó una mirada asesina, amenazadora, a David, dio media vuelta y salió.

Cuando se oyó la puerta de la cocina cerrándose de golpe, Mona se cubrió la cara con las manos y cayó en los brazos de David.

—¡Lo siento tanto! —exclamó—. ¡Es una persona odiosa! ¡La culpa es mía, David!

—No —dijo él quedamente, acariciándole el pelo, los ojos clavados en la luz lechosa que se filtraba entre las cortinas. Amanecía—. No es culpa de nadie, Mona. Sencillamente somos víctimas de fuerzas que escapan a nuestra comprensión —se echó hacia atrás, sujetándola por los brazos—. Mona, mírame y escucha lo que voy a decirte. Éste no es un mundo en el que podamos vivir; nuestro amor no sobreviviría. Algún día harán que me mires y pienses que soy un negro asqueroso, o yo te miraré y pensaré que eres una perra blanca. Y nuestro bello amor será destruido.

David hablaba apasionadamente.

—Tiene que haber un futuro en el que podamos vivir juntos y amarnos libremente y sin miedo. Tenemos que poder vivir como marido y mujer, Mona, en vez de andar sigilosamente al amparo de la noche. Te amo con todo mi corazón, más de lo que he amado a nadie en mi vida y, pese a ello, ¡no he sido capaz de defenderte cuando este hombre te insultaba! ¡No puedo permitir que me despojen de mi hombría, porque sería lo mismo que estar muerto! ¡Ahora me doy cuenta de que he estado en un error todo este tiempo, que la única forma de hacer que el futuro sea nuestro es luchar por él! ¡No puedo seguir siendo el criado del hombre blanco!

Mona alzó los ojos hacia él, hipnotizada, aterrada.

—Ahora voy a hacer lo que debería haber hecho hace mucho tiempo, Mona. Y lo haré por nosotros. Recuerda sólo que te amo. Puede que pase mucho tiempo antes de que vuelvas a verme, pero estarás conmigo en mi corazón. Y si alguna vez tienes miedo o estás en peligro, y si necesitas ponerte en comunicación conmigo, ve a ver a mi madre. Ella sabrá lo que haya que hacer.

—¿Adonde vas, David? —susurró Mona.

—Me voy a la selva, Mona. Voy a unirme al Mau-mau.

Capítulo 49

Iba a ser el mayor ataque lanzado por el Mau-mau hasta la fecha. Y lo dirigiría la mariscal de campo Wanjiru Mathenge.

Mientras contaba el último de los cartuchos de dinamita que había recibido sintió que el pulso se le aceleraba, se le subía al cerebro, y notó el sabor del miedo y la excitación. Era la misma sensación que experimentaba siempre al internarse en la selva llevando armas de matute, dejando alimentos y comunicaciones en troncos huecos para que los guerrilleros los recogiesen. Sentía una especie de vértigo al pensar en el ataque que iba a dirigir: lanzar una bomba contra el hotel Norfolk.

Por la tarde iba a celebrarse una reunión en el hotel. El gobernador y el general Erskine habían convocado un consejo general de colonos blancos con el fin de trazar los planes de una nueva e importante ofensiva contra el Mau-mau. Una de las lugartenientes de Wanjiru, una hermosa joven meru que se llamaba Sybill, se había acostado con uno de los ayudantes del gobernador. El hombre, sin sospechar nada, le había hablado de la reunión secreta.

¡Las cosas ocurrían ahora con tanta rapidez! El Mau-mau había intensificado su lucha. La guerra empezaba a adquirir proporciones increíbles. Wanjiru sabía que era debido a que había un nuevo líder en la selva, un hombre que había aparecido de pronto cierto día de julio. Ella nunca lo había visto —las órdenes las recibía de un subordinado de aquel hombre— y sólo el alto mando del Mau-mau conocía su verdadera identidad. Wanjiru y los demás guerrilleros, así como los europeos, lo conocían solamente por el apodo de Leopardo. Quienquiera que fuese, cualquiera que fuese su procedencia, Wanjiru lo admiraba. Desde que se uniera a los ejércitos de la selva, el Mau-mau había lanzado una gran ofensiva contra los blancos. Leopardo les había enseñado tácticas nuevas, nuevas formas de luchar; tenía la experiencia y la astucia de un soldado y parecía conocer el funcionamiento interno de las fuerzas militares británicas. Los ataques afortunados contra los colonos en los últimos meses eran obra suya, como lo era también el ataque de ese día, que llevaba preparándose desde hacía semanas. El atentado contra el hotel más importante de Nairobi, con los líderes de Kenia dentro, iba a ser un golpe devastador para los blancos.

Era la primera vez que Wanjiru visitaba Nairobi desde el incidente en el hotel Reina Victoria. Después de arrojar la piedra contra la ventana del hotel, había huido a la selva, donde había participado en la organización de nuevos campamentos, en la fabricación de armas caseras con cañerías, en la supervisión de las mujeres y en la formación de redes secretas de comunicaciones. La mariscal de campo Wanjiru había ascendido en las filas del Mau-mau y ahora se la consideraba la más poderosa de las guerrilleras. Los británicos la buscaban por todas partes y ofrecían cinco mil libras por su cabeza.

Había llegado a Nairobi la semana pasada, disfrazada, viajando a pie desde los Aberdare. Sus amigas le habían confeccionado un
buibui
como el que llevaban las musulmanas, un velo negro que cubría todo el cuerpo, dejando sólo una ranura para los ojos. Traía consigo a Christopher y Hannah desde el campamento secreto de la selva, caminando penosamente bajo el sol ardiente, pidiendo de comer en los poblados, bebiendo en los arroyos. Al acercarse a la ciudad y encontrar controles de carretera, fingía no saber inglés, suajili ni kikuyu, y sólo hablaba un dialecto somalí que ninguno de los soldados entendía. Su aspecto era inocente —una refugiada del distrito fronterizo del norte que viajaba con dos niños de corta edad—, por lo que los soldados la dejaban pasar. Una vez en la ciudad, no obstante, las cosas serían diferentes. Necesitaba documentos de identidad. Habían hecho lo necesario para que se convirtiera en la «esposa» de un simpatizante del Mau-mau, un musulmán que trabajaba en el ferrocarril de Uganda y que, por consiguiente, casi nunca estaba en su habitación. El hombre la había acompañado a la Oficina de Trabajo de la avenida de Lord Treverton, donde, tras tomarle las huellas digitales y fotografiarla, le dieron una cartilla de pases a nombre de Fatma Hammad.

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