Bajo el sol de Kenia (92 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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No podía dormir pensando en lo que acababa de leer en el libro de Kenyatta, la descripción del
ngweko.
«Los kikuyu no besan a las muchachas en los labios como hacen los europeos; por consiguiente, el
ngweko,
las caricias, sustituyen a los besos. La muchacha trae al muchacho su comida preferida como muestra de afecto. El muchacho se quita toda la ropa. La muchacha se quita la prenda de arriba y conserva la falda puesta. Los enamorados se tumban uno de cara al otro, con las piernas entrecruzadas. Se acarician mutuamente y hablan de hacer el amor. Esto es el disfrute del calor del pecho».

Deborah suspiró con el viento.

Desde la sala de estar le llegaron las quedas campanadas del reloj de la repisa. Era medianoche.

Finalmente, incapaz de seguir en la cama, se levantó y con movimientos rápidos se puso una falda y una blusa. Pasó sigilosamente por delante del dormitorio de su tía y entró en la cocina, donde llenó una cesta con provisiones: dos botellas de cerveza Tusker, un pedazo grande de queso y todo un pastel de especias, el favorito de Christopher. Titubeó un solo momento en la puerta de atrás, lo suficiente para pensar en lo que iba a hacer y decidir que gustosamente arriesgaría cualquier cosa para saber, antes de marcharse a Norteamérica, lo que Christopher sentía por ella.

Sabía que el sendero que bordeaba el río no era peligroso, pues hacía ya mucho tiempo que los animales salvajes habían desaparecido de esa zona y ahora sólo cabía encontrarlos en lo más hondo de las selvas de la montaña.

Estremeciéndose, caminó a través del viento besado por la luna. Dio la vuelta a la choza de mamá Wachera, que estaba oscura y silenciosa, pasó por delante de la de Sarah y llegó a la entrada de la de Christopher.

Miró atentamente hacia la oscuridad del interior, temerosa y cada vez más excitada. Tenía la sensación de que su cuerpo formaba parte del viento, como si hubiera salido de los árboles susurrantes, o como si el río la hubiese creado, depositándola luego en una ola delante de la choza. Se movía empujada por algo que le era imposible dominar, y que no tenía ningún deseo de dominar. Al llamar a Christopher, el viento se llevó el nombre de sus labios hacia la noche. Esperó un momento de silencio y entonces dijo:

—¿Christopher? ¿Puedo entrar?

Le pareció que transcurría un año antes de que súbitamente Christopher surgiera de la oscuridad, un guerrero alto, delgado, vestido solamente con pantalones cortos de futbolista.

—¡Deborah! —exclamó él.

—¿Puedo entrar? Hace frío aquí fuera.

Christopher la observó con atención un momento, luego se echó a un lado.

Deborah conocía el interior de la choza; habían jugado allí cuando eran niños. Las paredes eran de barro cocido al sol y el techo estaba construido con hierba larga. El único mueble era una cama consistente en una armazón de madera con correas de cuero cubiertas con mantas.

—Deborah —volvió a decir—, es muy tarde. ¿Qué haces aquí?

Deborah se volvió de cara a él. La luz de la luna entraba en la choza y delineaba los contornos de las extremidades largas y musculosas de Christopher. Deborah tuvo la sensación de estar contemplando un fantasma del pasado de Christopher.

«Dadle un escudo y una lanza», pensó.

—¿Qué haces aquí, Deb? —preguntó Christopher, bajando un poco la voz.

—¿Por qué te fuiste a Nairobi, Christopher? ¿Por qué has tardado tanto en volver?

Christopher puso cara de turbación y miró hacia otro lado.

—¿Estás enfadado conmigo? —susurró Deborah.

—¡No, Deb! No…

—Entonces, ¿por qué?

—Fue porque…

El corazón de Deborah latía con violencia. Había sólo una distancia corta entre los dos. Sabía que le bastaba alzar la mano para tocarle.

—Fue un golpe tan fuerte, Deb —dijo él con voz tensa—, volver a casa después de cuatro años y encontrarme con que te ibas a Norteamérica. Pensé que lo mejor era permanecer alejado de aquí hasta que te hubieses ido. De esta forma tu partida habría sido más soportable.

—Pero has vuelto demasiado pronto. No me voy hasta la próxima semana.

Christopher la miró, contempló la forma en que la luz de la luna le blanqueaba la piel.

—Lo sé —dijo—. No podía permanecer más tiempo lejos de aquí.

Escucharon silbar el viento a través del techo de hierba y sintieron que las frías corrientes de aire se movían alrededor de sus tobillos. Finalmente Christopher preguntó con voz queda:

—¿Por qué has venido, Deb?

La muchacha le ofreció la cesta.

—¿Qué es?

—Tómala —dijo ella.

Christopher tomó la cesta y, al abrirla y ver su contenido, supo por qué había venido.

Al ver que él no decía nada, la muchacha se volvió de espaldas a él, se quitó la blusa y la dejó cuidadosamente en el suelo. Luego se acercó a la cama y se echó en ella, de costado, de cara a él. Con un brazo se cubría pudorosamente los senos; temblaba.

—¿Se hace así? —susurró.

Christopher, con la cesta, en brazos, la miró durante un momento; luego dejó la cesta, se quitó los pantalones cortos y fue a acostarse a su lado.

Quedaron echados cara a cara en la oscuridad. Christopher le apartó el brazo y le puso una mano sobre el pecho.

—Si tú me pides que no vaya a Norteamérica —musitó Deborah—, entonces no iré.

Christopher le tocó la mejilla y le acarició los cabellos con los dedos.

—Yo no puedo pedirte eso, Deb. ¡Pero, por Dios, no quiero que te vayas! —la tomó entre sus brazos y apretó la cara contra su cuello—. ¡Quiero que te cases conmigo, Deb! Te amo.

—Entonces me quedaré. No iré a Norteamérica.

Christopher se apartó un poco y dulcemente le tapó la boca con la mano. La miró bajo la luz plateada de la luna, que hacía que su piel fuera casi luminiscente, y tuvo la seguridad de que estaba soñando. ¡Sin duda Deborah no estaba entre sus brazos por fin, no la estaba acariciando y haciéndole el amor como había soñado tan a menudo! Pero sí, sí estaba, el cuerpo firme apretado contra el suyo, el pecho desnudo calentando el suyo, la boca alzándose en busca de la suya.

La besó. Luego apoyó la mano en el muslo de la muchacha y lentamente le levantó la falda.

—Sí —susurró ella.

* * *

Grace abrió los ojos y miró al techo. El viento y los árboles dibujaban formas extrañas en las paredes de su dormitorio. Siguió echada durante un largo rato, pensando.

Había oído salir a Deborah, sabiendo adonde iba. No había intentado detenerla, consciente de que era inútil tratar de tenerla separada de Christopher. Grace sabía que era tan imposible como en otro tiempo hubiera sido tener a la madre de la muchacha apartada de David, o a su abuela del duque italiano. Se dijo que las mujeres Treverton eran muy tozudas en el amor.

Grace, que siempre había dormido bien, no comprendía por qué ahora estaba tan despierta. Tal vez era a causa de Deborah; quizá se debía sólo al viento. Al levantarse e ir a la cocina para calentar un poco de leche, Grace pensó en su sobrina y comprobó que, curiosamente, no la preocupaba lo que hiciera la muchacha. Sabía que Christopher era un hombre bueno y que no haría ningún daño a Deborah. Si la quería tanto como Grace esperaba que la quisiese, juntos serían muy felices en la Kenia nueva e interracial.

«¿Qué pensará Mona cuando se entere?», se preguntó mientras echaba la leche en un tazón.

Sospechó que a Mona no le importaría. Ella y Tim se habían lavado las manos de su «error» hacía años.

Dándose cuenta de que la leche no surtía efecto y que, por alguna razón inexplicable, el sueño no quería acudir a ella esa noche, decidió hacer una visita a la sala de pediatría y echarle un vistazo al posible caso de meningitis.

Se abrigó bien con el suéter mientras recorría con pasos apresurados la carretera desierta. Resultaba extraño pensar que en otro tiempo todo aquello había sido una selva espesa y que no hubiera podido salir sola sin un rifle o un policía negro. Mientras subía los escalones del bungalow del hospital alzó los ojos hacia el cielo nocturno y vio que, debido a las nubes, la luna tenía forma de corazón.

La sala estaba iluminada tenuemente, con una enfermera junto a una mesa en un extremo y la hermana Perpetua sentada junto a la cama del niño. No se sorprendió al ver aparecer de repente a la memsaab Daktari. La doctora Treverton era conocida por su dedicación a los pacientes, y a veces pasaba largas horas velándolos. Después de recibir un informe sobre el estado del pequeño, Grace le dijo a la monja que se fuese a tomar una taza de té, que ella la sustituiría durante un rato.

Al sentarse en la silla que la hermana acababa de dejar vacante, Grace se dio cuenta de que le dolía el estómago y pensó que tal vez por eso no podía dormir.

Recordó lo que ella y Deborah habían comido para cenar: chuletas de ternera con puré de patatas y salsa.

Decidió que era demasiado para una mujer de su edad y pensó que debería modificar su dieta.

Bajó los ojos hacia la cara dormida y pensó en todas las caras dormidas que había visto a lo largo de los años. ¿Era sólo ayer que había supervisado la construcción de cuatro postes y una techumbre de paja? Y luego recordó Birdsong Cottage.

Se sobó el estómago. El dolor estaba empeorando.

El viento parecía levantar más que hojas y polvo esa noche; levantaba también recuerdos viejos, olvidados. Su cabeza se llenó de imágenes y de rostros de personas cuyos nombres ya no recordaba. Hasta vio a Albert Schweitzer, a quien una vez había visitado en su clínica de la jungla.

Al notar que las náuseas aumentaban y que de pronto le sudaban las manos y la cara, comenzó a preguntarse si la comida se encontraría en mal estado. Phoebe, su cocinera meru, normalmente era muy exigente en la cocina. Grace no había tenido, que preocuparse por la comida desde los tiempos de Mario, que no tenía nada de exigente.

En ese momento se le cortó la respiración y su preocupación se convirtió en alarma.

Aquello era algo más que un trastorno vulgar y corriente del estómago.

Finalmente, cuando un dolor agudo nació de su pecho y le bajó por el brazo izquierdo, supo lo que era.

«¡Todavía no! ¡Me quedan tantas cosas por hacer…!»

Intentó ponerse en pie, pero volvió a caer sobre la silla, apretándose el pecho. Trató de llamar pidiendo ayuda, pero no tenía aliento. Sus ojos recorrieron la larga sala y se posaron en la mesa del extremo. Las hermanas no estaban allí.

—Socorro —susurró.

De nuevo trató de levantarse, pero el dolor se lo impidió. Parecía tenerla clavada en la silla, como si una lanza le hubiera atravesado el corazón. La sala se inclinaba y giraba a su alrededor. Luchó por tomar aire. Una debilidad la invadía, como si sus huesos se hubieran derretido de pronto. Y el dolor era inmenso.

Oyó voces, lejanas y metálicas, como si sonaran en una Victrola antigua.

«Che Che, ¿no puedes hacer que esas carretas vayan más aprisa?»

«¿Me estás diciendo, Valentine, que la casa ni siquiera ha sido construida aún?»

«Grace, te presento a sir James Donald».

«¡Thahu!
¡La maldición pesará sobre ti y sobre tus hijos hasta que esta tierra sea devuelta a los Hijos de Mumbi!»

El grito patético de una muchacha joven, Njeri, en la ceremonia de la
irua.

—Socorro —volvió a susurrar Grace.

Se aferró a los brazos de la silla. El dolor parecía partirla en dos. Se imaginó que su corazón estallaba.

«Aún no. Déjame terminar mi trabajo…»

Pero su única compañía eran voces del pasado.

«Lamento tener que informarles que lord Treverton se fue en su coche durante la noche y se suicidó con una pistola».

«Voy a tener un bebé, tía Grace. El bebé de David Mathenge».

«Debemos unirnos todos en nuestra nueva Kenia.
¡Harambee! ¡Harambee!»

Notó que la luz disminuía a su alrededor, que las tinieblas penetraban en los bordes de su visión. Notó también que todas las sensaciones huían de su cuerpo, dejando sólo el intenso dolor coronario. No podía moverse, no podía pedir auxilio. Una sensación extraña, de estar flotando, se apoderó de ella. Y entonces sintió que una presencia preocupada y amorosa daba vueltas a su alrededor, como una neblina cálida.

Inclinó la cabeza.

—James —fue la última palabra que pronunció.

Capítulo 59

El oficio de difuntos se celebró en la capilla de la Misión Grace, donde, cincuenta y un años antes, Grace Treverton se había acercado decididamente al reverendo Thomas Masters, a quien la sociedad misionera había mandado para que se hiciese cargo de la misión, y le había dicho:

—Quiero que se marche usted, señor, y que no vuelva nunca más. Es usted un hombre antipático, gazmoño y mal cristiano y les está haciendo más daño que bien a mi gente. También puede comunicarles a sus superiores de Suffolk que ya no necesito su apoyo.

Ninguna de las personas que ese día asistían al entierro estaban enteradas de aquel incidente; nadie lo había presenciado, exceptuando unos cuantos kikuyu que no hablaban inglés. Pero había sido una hora monumental en la vida de Grace.

En ese momento el lord mayor de Nairobi hablaba a la nutrida concurrencia sobre la vida de la doctora Grace Treverton, y aunque no dijo nada sobre el despido del reverendo santurrón, habló de otros muchos logros de Grace.

Deborah, con los ojos enrojecidos e hinchados, se encontraba sentada en el primer banco con Geoffrey y Ralph Donald. En el ataúd sencillo yacía la mujer a quien Deborah había considerado su madre, fuente de amor, protección y comprensión hasta donde llegaba su memoria. Aunque le dolía, se permitió pensar en el cariño con que la tía Grace se había hecho cargo de ella al irse su madre de Kenia. Había modificado un dormitorio para ella; había comprado juguetes y muñecas; de noche leía cuentos en voz alta a una Deborah que se sentía infeliz y abandonada; escuchaba sus temores y sueños de niña pequeña. Deborah recordó la ternura de su tía, la mano fría y dulce en su frente durante un acceso de sarampión, su paciencia al enseñarle, las palabras sencillas con que le había explicado las cosas al llegar Deborah a la adolescencia, aquella risa que a veces era tan fuerte, que se le saltaban las lágrimas. Y luego los días pasados en las diversas instalaciones sanitarias de la misión mientras la tía Grace le enseñaba a usar el estetoscopio, le dejaba estar presente en el dispensario durante la mañana, le ponía en las manos la primera jeringuilla hipodérmica, explicándole en qué consistían las constantes vitales, le instruía en los misteriosos secretos de la curación y la medicina.

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