Y Wachera seguro sabría la suerte que había corrido aquel bebé.
Mientras caminaba por el viejo y trillado camino que pasaba entre el campo de juego y el río, notó que poco a poco su dolor daba paso a la excitación. ¡No estaba sola, después de todo! Había una probabilidad de que aquella niña no hubiese muerto, de que viviera todavía. ¡Mumbi… una medio hermana!
Mamá Wachera estaba en su choza, envolviendo boniatos con hojas mientras un estofado de mijo burbujeaba en la hoguera del exterior. Deborah se le acercó tímidamente, carraspeando al principio y luego musitando los tradicionales saludos de respeto en kikuyu. Hablaba bien esa lengua; Christopher se la había enseñado.
La anciana la miró con expresión pétrea. No le devolvió el saludo, ni le ofreció cerveza o algo de comer. Dándose cuenta de que la había recibido con el no va más de la grosería kikuyu, Deborah habló apresuradamente.
—Por favor, he encontrado estas cartas entre las cosas de mi tía. Necesito saber algo sobre ellas. Tú eres la única persona que se me ocurre que puede decírmelo.
Los ojos de la hechicera se desviaron hacia las cartas que Deborah tenía en la mano.
—¿Qué quieres saber?
—Fueron escritas a tu hijo, David. Las escribió mi madre. En ellas le habla de un bebé, una hija llamada Mumbi. Esta niña sería mi hermana y quiero saber qué le pasó. ¿Tú lo sabes, Wachera? ¿Mumbi todavía vive?
La anciana la miró sin pestañear y dijo:
—No sé nada de ningún bebé.
—Lo dice en estas cartas. Mi madre le dice a David que Mumbi es su hija. Nadie me habló jamás de esa niña. Sin duda tú sabrás qué se hizo de ella. Dímelo, por favor.
—Yo no sé nada de ningún bebé —dijo Wachera—. Tú eres la única hija que salió del cuerpo de tu madre.
Deborah intentó pensar en una forma mejor de abordar el asunto. Quizá con la ayuda de Christopher…
—Tú eres la única hija que salió del cuerpo de tu madre —repitió Wachera.
—Pero había también ésta —arguyó Deborah—. La que se llamaba…
Calló y se quedó mirando los ojos enigmáticos de la hechicera. Luego miró las cartas que tenía en la mano. No llevaban fecha, pero sabía que las habían escrito durante el estado de excepción.
«Yo nací durante el estado de excepción…»
Volvió a mirar a la hechicera.
—¿Qué dices? —susurró Deborah, sintiendo de repente frío y miedo—. ¿Qué dices?
Mamá Wachera no dijo nada.
—¡Contéstame! —exclamó Deborah.
—Vete de aquí —dijo finalmente la hechicera—. Eres
thahu.
Estás maldita.
Deborah la miró fijamente, con ojos horrorizados.
—¿Soy…? —susurró—. ¿Soy aquel bebé?
—Vete de aquí. Vete de esta tierra que no es tu sitio. Eres
thahu.
Eres tabú.
—¡No puede ser!
—
Thahu!
—gritó Wachera—. ¡Eres hija de la maldad! ¡Y te has acostado con el hijo de tu padre!
—¡No! —chilló Deborah—. ¡Te equivocas!
Retrocedió, dando un traspié, luego se volvió y echó a correr.
Las cuatro jóvenes negras mostraban la tranquilidad y la confianza en sí mismas de las personas que saben quiénes son y adonde van. Iban peinadas de acuerdo con el nuevo estilo afro, cúmulos finamente esculpidos de rizos prietos y negros. Sus vestidos estaban confeccionados con tejido nigeriano de vivos dibujos y bordados profusamente con hilo de seda blanca en las mangas y el cuello. Lucían enormes pendientes en forma de aro e hileras de brazaletes de cobre, así como collares de hierro y madera. Llevaban nombres tales como Dará, Fatma y Rasheeda. Eran elegantes, hablaban rápidamente, tenían sabiduría política y eran bellas. Y hacía unas semanas que habían excluido a Deborah Treverton de su círculo.
Deborah las miró desde el otro lado de la enorme sala de fiestas, donde había mucha gente celebrando la Navidad. Los ojos de Deborah reflejaban sentimientos de confusión, envidia y soledad. No había querido ofender a nadie intentando trabar amistad con ellas, pero había descubierto que un abismo enorme la separaba de esas mujeres afro-norteamericanas, un abismo que jamás podría cruzar. Su esperanza inicial, la esperanza de haber encontrado algo de Sarah en ellas, se había desvanecido en septiembre, cuando, a las dos semanas de empezar el trimestre en la universidad de California, Deborah había solicitado entrar en su grupo.
«Mujeres Contra la Represión es un grupo de mujeres negras —le había dicho la que se hacía llamar Rasheeda, aunque su verdadero nombre era LaDonna—. ¿Por qué quieres afiliarte?»
A Deborah le había resultado imposible expresar con palabras sus sentimientos de pérdida, la necesidad de pertenecer a algo, el recuerdo de Sarah, la soledad que sentía en ese país nuevo y desconcertante.
Norteamérica le parecía tan extraña como Deborah se imaginaba que Kenia debía de haberles parecido a los primeros blancos que llegaron a ella. No entendía la lengua, a pesar de que era inglés, porque predominaba el argot y la gente decía «malo» cuando quería decir «bueno». No alcanzaba a descifrar las completas reglas sociales, tan diferentes de las de Kenia. Y le extrañaban las numerosas capas subculturales por las que todos los norteamericanos parecían nadar tan fácilmente. Deborah andaba buscando su lugar en esa tierra nueva y desconcertante que parecía tener uno para todo el mundo. De modo que había contestado:
—Porque soy negra.
Y la habían aceptado, con gran sorpresa por su parte. Le habían explicado que una sola gota de sangre negra colocaba a una persona en las filas de los oprimidos. Y durante un tiempo la acogieron como hermana.
Pero pronto pudo comprobar que la piel negra no las hacía africanas. Aunque ellas se empeñaban en considerarse como tales, Deborah no había visto a ninguna de sus amigas kikuyu en aquellas mujeres agresivas, mundanas y enemigas de los hombres que hablaban libremente, escandalizando con ello a Deborah, del aborto, el sexo y la castración del varón negro norteamericano. No había en ellas ni pizca de la ingenuidad africana, el recatado respeto a los ancianos, el pudor femenino que Deborah estaba acostumbrada a ver en Sarah y sus amigas. Eran mujeres furiosas y luchaban contra un enemigo mutuo que hasta el momento Deborah no había encontrado tan amenazador como ellas afirmaban que era: el varón blanco.
A pesar de todo, había tratado de seguir con ellas, de conservar su lugar entre ellas, porque necesitaba un lugar, del mismo modo que necesitaba rodearse de una barrera ¡que impidiera el paso a las abrumadoras oleadas de dolor que se encontraban justo en el borde de una playa amenazadora.
Se había ido de Kenia sin despedirse de Christopher ni de Sarah.
Alguien pasó apresuradamente por su lado y le dio un golpe en el brazo, haciéndole derramar su Coke. Retrocedió hasta la pared para no obstaculizar el paso pero sin dejar de formar parte de la multitud. La música navideña sonaba estruendosamente en los altavoces instalados en lo alto; las mesas largas crujían bajo el peso de las fuentes de comida; las dos chimeneas, una en cada extremo de la sala, ardían alegremente a pesar de que era una noche calurosa y fragante de California y todo el mundo llevaba ropa de verano.
Deborah se apretó contra la pared y observó a la multitud bulliciosa, feliz y polifacética. Empezaba a sentirse mareada, como si estuviera contemplando un tiovivo que diese vueltas cada vez más rápidas.
No estaba acostumbrada a las multitudes. En Nairobi, las clases de la universidad eran pequeñas y las reuniones de estudiantes siempre eran íntimas. Pero en esta universidad con vistas al océano Pacífico había veinte mil estudiantes y a Deborah le parecía que todos ellos se encontraban en la fiesta de Navidad de esa noche.
Las multitudes y la velocidad de la vida californiana eran sólo dos de los numerosos choques culturales que Deborah había experimentado desde que se refugiara allí huyendo de Kenia. Había tantas cosas que no comprendía y que temía no llegar a comprender nunca: chistes y alusiones para enterados que provocaban respuestas de todo el mundo pero que a ella no hacían más que dejarla perpleja. En una ocasión había preguntado dónde estaba la cuarta dimensión y todo el mundo se había reído. De modo que no había hecho más preguntas. Finalmente había descubierto que gran parte de la vida de California nacía de la televisión, que era algo nuevo para ella. Tenía la impresión de haberse perdido una parte de la historia, como si fuera una especie de Rip van Winkle
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que hubiese estado dormido durante una revolución. Tantas de las cosas que observaba y oía parecían estar relacionadas de algún modo con la televisión o nacer de ella: la forma de hablar, gestos, musiquillas, hasta modas y alimentos. Pero lo que más perpleja la dejaba era que, directamente al lado de semejante anclaje cultural en la televisión, ¡estas mismas personas afirmaban no verla nunca!
De pronto las cuatro mujeres afro-norteamericanas rieron. Se encontraban en el núcleo de la popularidad, a gusto con su condición de negras y con su sentido de superioridad. La que se hacía llamar Fatma —en realidad se llamaba Francés Washington— era la que había excluido a Deborah de su círculo.
Fatma, la militante más activa del grupo, era miembro de las Panteras Negras y amiga íntima de Ángela Davis. Pronunciaba discursos y hablaba contra tres siglos de abusos raciales.
—¿Por qué el hombre blanco habla de nosotras como si fuéramos comestibles? —había exclamado en un mitin de hermanas—. ¡Leed sus novelas! ¡Escuchad cómo habla! Al describir a las mujeres negras, dice que tienen la piel de cacao, café con leche, chocolate, regaliz o azúcar moreno. ¡Somos negras! ¡No somos comestibles!
Era Fatma la que se había acercado a Deborah un día de principios de octubre, cuando aún formaba parte del grupo, y le había preguntado cómo podía costearse una escuela tan cara. Fatma, que, como todo el mundo, suponía que Deborah era inglesa, se había llevado una sorpresa al saber que era de Kenia y que estudiaba en los Estados Unidos gracias a una beca Uhuru de la universidad.
—Pero —había dicho Fatma—, ¡esas becas son para africanos!
—Yo soy africana. Nací en Kenia.
—Pero ese dinero tenía que ser para una estudiante negra.
—Yo soy medio negra.
—Pero no lo suficiente —había dicho Fatma—. Ya sabes a qué me refiero. Ese dinero iba destinado a nuestros hermanos y hermanas negros y oprimidos. Estudiantes que necesitan nuestra ayuda.
—¡Yo necesito la ayuda! No tengo dinero, ni familia. Y gané la beca limpiamente. Competí con mil quinientos estudiantes.
—Deberías habérsela dado a una hermana negra.
—¿Por qué?
—Porque tú tienes ventajas que ella no tiene.
—¿Qué ventajas tengo yo?
—Eres blanca.
En aquel tiempo, el bronceado keniano de Deborah ya empezaba a convertirse en un tono dorado oscuro, a la vez que el pelo corto y ensortijado empezaba a crecer y a hacerse lacio. En aquel momento comprendió que las afro-norteamericanas no la consideraban realmente como hermana suya porque no poseía la apariencia necesaria.
«¡Pero soy africana en el alma! —había querido gritar—. ¡Soy más africana que cualquiera de vosotras! ¡Mi padre fue David Mathenge, el gran guerrillero del Mau-mau!»
En ese momento las vio moverse entre la multitud con una seguridad y una arrogancia que casi eran un desafío. Diez años antes, quizá a las cuatro no las habrían aceptado en una escuela tan exclusiva; a Deborah le parecía que ahora, en esa época de súbita conciencia liberal, todo el mundo ansiaba ganarse la amistad de aquellas mujeres.
Había asistido a una pequeña fiesta en el piso de Dará, en donde las hermanas, Deborah y unos cuantos blancos se habían mezclado en una especie de ostentación racial. En la fiesta Deborah había conocido el vino californiano, lo había bebido en exceso y había terminado ofendiendo a los dos bandos con una de las anécdotas graciosas de la tía Grace sobre Mario:
—Un día lo pilló en la cocina, ¡para hacer albóndigas se frotaba la carne picada en el pecho y luego las echaba en la sartén!
La risa de Deborah se había apagado pronto al ver que los demás la miraban con cara seria, que en la habitación reinaba el silencio, roto únicamente por la música de
Hair
en el tocadiscos.
Dará había preguntado:
—¿Por qué dices que era vuestro «criado»?
Y Deborah no había sabido qué contestar.
—A mí me parece —había dicho otra persona— que los imperialistas kenianos no son diferentes de los rodesianos y los sudafricanos. ¡Unos cabrones racistas todos ellos!
Deborah había querido explicarles que estaban equivocados, que Kenia no era de aquella manera. Bueno, su tío Geoffrey era racista, pero su tía Grace y muchas otras personas nunca lo habían sido, y a ella le parecía que en Kenia había mucho menos prejuicio racial que en ese país pretencioso donde las personas cambiaban de nombre, se disfrazaban y pretendían ser amigos por una noche porque era la moda del momento. Se había puesto furiosa con aquellos norteamericanos. Le habían entrado deseos de decirles a las «hermanas» que no tenían nada de africanas, que eran una parodia ridícula y que Sarah no las habría reconocido como gente suya, y que, de haber sabido la verdad, no habrían ansiado tanto ser «africanas», porque serlo significaba encontrarse bajo el dominio de un esposo o del padre, y trabajar en los campos, y tener un bebé tras otro, y transportar cargas sobre la espalda como un animal. Luego pensó en Sarah y en su bello tejido y en la imposibilidad de obtener ayuda para producirlo, y pensó en Christopher y su hogar junto al río Chania y había llorado y aquello había sido el final de su pertenencia al movimiento de mujeres negras.
Pero en la universidad había otros grupos donde podía encontrar un hogar: asociaciones, coaliciones de jóvenes blancos progresistas que, al parecer, no juzgaban a una persona por el color de su piel, su ropa o su forma de hablar. Deborah había buscado su compañía a modo de panacea contra la soledad y la alienación, que iban en aumento. Y también se había llevado un desengaño.
—Hola —dijo una voz a su lado.
Al volverse, Deborah se encontró ante un rostro sonriente y barbudo. Lo había visto en la escuela; había mil como él. Tomaba parte en las manifestaciones contra la guerra, esquivaba el reclutamiento y se preguntaba cómo Nixon había llegado a la presidencia cuando él y diez millones insistían en que no lo habían votado.