Bajo el sol de Kenia (96 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Deborah se estremeció y descubrió que tenía frío.

El pelo estaba seco desde hacía rato, pero todavía llevaba el albornoz y nada más. Pero no se sentía con fuerzas para decidir si vestirse o no.

«Christopher», pensó por fin.

No era su hermano, después de todo.

Llevaba rato esforzándose por no pensar en él; desde el momento de cerrar el diario daba la espalda a lo que tenía que afrontar. Ahora le produjo la sensación de que el suelo acababa de desaparecer debajo de sus pies. Se aferró al pomo de la puerta como para no caer. De pronto había dejado de existir lo que llevaba quince años esforzándose tanto por negar.

No era la hija de David Mathenge. No pertenecía a la raza negra de Kenia.

Se quedó sin aliento. Logró apartarse de la puerta y entrar en el cuarto de baño. Miró fijamente su imagen reflejada en el espejo, la cara que había examinado mil veces en busca de señales de una estirpe que durante mucho tiempo había creído que estaba allí. ¡Con qué frecuencia se había estudiado a sí misma! Escudriñando cada pestaña, cada una de las líneas y pliegues de su rostro, buscando las pistas africanas, al mismo tiempo que rezaba pidiendo que nunca apareciesen, para que nadie pudiera sospechar.

Se aferró al borde del lavabo.

«Huía sin motivo. No hubo ningún crimen. Era libre de amar a Christopher. Podría haberme quedado».

Las lágrimas volvieron a asomar. Se sentía atrapada. Jonathan la habría ayudado a dominarse, de haber estado con ella; le habría enseñado a dominar su confusión. Pero Jonathan no estaba en Nairobi. Sólo estaba la imagen burlona de la mujer blanca en el espejo.

Se acercó a la cama y recogió las fotografías: lord Valentine montado en un caballo de polo; lady Rose mirando por encima del hombro; la tía Grace de joven; cuatro niños descalzos bajo el sol. Deborah miró ahora las últimas tres fotografías.

Cuando su huida precipitada de Kenia, hacía ya tanto tiempo, sólo se había llevado unas cuantas cosas: el diario de Grace; las cartas de amor, un puñado de instantáneas. Las había envuelto todas con papel y cordel y así habían permanecido durante quince años. Deborah no sabía de quiénes eran las tres fotos restantes ni por qué las había escogido, pero al tomarlas ahora sintió un extraño anhelo. Un anhelo del pasado.

En una aparecía Terry Donald, el pie derecho sobre el cadáver de un rinoceronte, la mano derecha empuñando un rifle. Era la imagen de los hombres de la familia Donald: atractivo y viril, sonriendo con confianza en sí mismo y masculinidad, tostado por el sol y cansado a causa del safari, la tercera generación nacida en Kenia.

Miró luego a Sarah. Estaba joven en la foto, aún no llevaba el pelo peinado en trenzas, la sonrisa todavía era insegura e infantil. Sarah vestía un uniforme escolar y la envolvía una conmovedora aura de inocencia. La foto recordó a Deborah días más sencillos, mejores.

La última era de Christopher, de pie en la orilla del río, bajo la luz moteada del sol, vestido con unos pantalones oscuros y camisa blanca con las mangas subidas y el cuello abierto. Llevaba gafas de sol. Sonreía. Y estaba tan guapo.

Contempló la foto con ojos maravillados. El tabú había desaparecido. Era libre de volverle a amar.

Y entonces pensó:

«¿Qué hago ahora?»

Miró el teléfono de la mesita de noche. Recordó la misión, que las monjas la estaban esperando.

«Debería llamarles y decirles que ya he llegado».

Pero cuando sus ojos se posaron en las tapas azules de la guía de teléfonos, se quedó inmóvil, mirándola fijamente, presa de un temor innombrable. Era como si acabaran de invadir su segura habitación del hotel. Las cortinas echadas y la puerta cerrada con llave tenían por fin impedir la entrada de las cosas amenazadoras. Pero estaban allí, después de todo, en la habitación con ella. En la guía manoseada.

La tomó al mismo tiempo que pensaba en toda la gente que el libro podría haber contenido, gente que eran caminos que llevaban a su pasado, y sintió una excitación curiosa. Era como ir de viaje.

Encontró el número de la agencia de turismo Donald.

Deborah había cortado completamente los lazos al huir de Kenia. Durante los quince años empleados en construirse cuidadosamente una vida nueva, una personalidad también nueva, no había querido pensar en los nombres conocidos y amados de Kenia. Empujada por la inmadurez, había decidido que si Christopher no podía ser suyo, no quería saber nada de ese país y de la gente que vivía en él. Junto con los Mathenge, había excluido de su vida a los Donald.

La guía de teléfonos le indicó que el pabellón de safaris Kilima Simba aún existía y funcionaba en Amboseli; había otros cuatro pabellones Donald en distintos lugares de Kenia. Encontró un anuncio. Aparecía en él un minibús Volkswagen pintado con franjas de cebra y debajo decía: «Viajes Donald, con el mayor parque de autobuses y conductores seguros del África Oriental».

De modo que seguían en el país y, al parecer, prosperaban. Los Donald. Descendientes de sir James, el hombre al que su tía había amado, a quien Deborah nunca había conocido.

De pronto la invadió el deseo de volver a ver a Terry. Y al tío Geoffrey y al tío Ralph. Ahora le parecían algo más que simplemente viejos amigos; de repente los Donald eran como de la familia.

«¡La familia!», pensó, presa de excitación. Después de tantos años había alguien con quien podría hablar de los viejos tiempos, alguien que la conocía, que la comprendería.

Súbitamente le dio miedo volver las páginas de la guía de teléfonos, pensar que vería en ella el nombre de Christopher con un número de teléfono. Lo pondría demasiado cerca. No tendría más que descolgar el aparato y marcar…

Empezó a volver las páginas con manos trémulas, mirándolas fijamente. Había muchos Mathenge, debía de haber casi treinta. Recorrió la lista con el dedo. Los Mathenge iban de Barnabas a Ezekiel.

Volvió a leer los nombres, con más atención. Llegó hasta el final y volvió a empezar por el principio. Pero no había ningún Christopher entre ellos.

¿Quería decir que no estaba en Kenia?

Había tres Sarah Mathenge. Pero pensó que seguramente Sarah se habría casado y ahora llevaría otro apellido.

Deborah no podía con su alma. Los efectos del viaje en reactor se unían a los dos días sin dormir, más las dieciocho horas que llevaba sin comer nada. El agotamiento físico se sumó a la emoción para hacer que se sintiese derrotada de algún modo. Dejó la guía a un lado y escondió la cara entre las manos.

Se sentía atrapada entre la nada y la nada, como si estuviera haciendo un largo viaje y el tren la hubiese dejado en una estación desierta. Era como estar obligada a seguir adelante por el hecho de haber llegado tan lejos, pero sin saber adonde tenía que ir.

«¿Por qué, oh, por qué mamá Wachera me ha mandado llamar?»

Al sonar al teléfono, soltó una exclamación.

Clavó los ojos en el aparato, presa de pánico, pensando irracionalmente que las personas cuyos nombres acababa de ver en la guía habían cobrado vida y ahora la perseguían.

Luego suspiró y descolgó el teléfono.

—¿Diga?

—¿Debbie? ¿Oiga? ¿Me oyes?

—¿Jonathan? —escuchó los ruidillos del cable de larga distancia—. ¡Jonathan! ¿Eres tú?

—¡Cielos, Debbie! ¡Me tenías preocupado! ¿Cuándo has llegado? ¿Por qué no me has llamado?

Deborah miró el reloj de viaje en la mesita de noche. Se preguntó si era posible que hiciese sólo catorce horas que su avión había aterrizado.

—Lo siento Jonathan. Estaba cansadísima. Me dormí…

—¿Estás bien? Te noto la voz rara.

—La culpa es de la línea. Y son los efectos del viaje en reactor. ¿Estás bien, Jonathan?

—Te echo de menos.

—Yo a ti también.

Hubo una pausa que la línea llenó de ruidillos.

—¿Debbie? ¿Seguro que estás bien? —insistió Jonathan.

Deborah apretó el teléfono con fuerza.

—No lo sé, Jonathan. Estoy hecha un lío tan grande.

—¡Un lío! ¿En qué sentido? Debbie, ¿qué ocurre? ¿Has visto ya a la vieja? ¿Cuándo volverás a casa?

A pesar de la sinceridad espontánea que Jonathan Hayes inspiraba en las personas, Deborah nunca le había revelado su secreto, nunca le había hablado del hombre al que tomara por su hermano, Christopher, a cuya choza había ido una noche. Aquel secreto espantoso y la culpa que había proyectado sobre ella. ¿Cómo iba a hablarle de ello a Jonathan ahora y explicarle los sentimientos de confusión que la embargaban desde su llegada a Kenia?

—¿Debbie?

—Lo siento, Jonathan. Sé que me estoy dejando llevar por las emociones. Pero es que acabo de sufrir una conmoción. He descubierto ciertas cosas…

—¿De qué me estás hablando?

El tono de Jonathan era tan áspero, tan impropio de él. Deborah intentó aferrarse a él.

—Mañana iré a Nyeri —dijo con voz más sosegada—. Alquilaré un coche y subiré a la misión. Trataré de tomar una habitación en el hotel Outspan.

—¿Quieres decir que te irás de Kenia pasado mañana?

Deborah no pudo contestar.

—¿Debbie? ¿Cuándo volverás a casa?

—No… no lo sé, Jonathan. Todavía no puedo decírtelo. He decidido visitar a unas cuantas personas. Amigos…

Jonathan guardó silencio. Deborah intentó imaginárselo. Se dio cuenta de que en San Francisco debía de ser muy temprano. Sin duda Jonathan se acababa de levantar para prepararse para las operaciones que iba a practicar por la mañana. Llevaría puesta la ropa de deporte; se pasaría media hora corriendo por el parque Golden Gate, luego se daría una ducha caliente, se pondría una camiseta y unos tejanos y se iría al hospital. Se tomaría un café y un bollo integral en la cafetería y luego, tras subir al quirófano, se pondría la bata verde para operar. De súbito, desesperadamente, Deborah sintió la necesidad de hacer aquellas cosas prosaicas con él, como hacían todas las mañanas, como habían hecho durante el año que llevaban viviendo juntos. Deseó estar de vuelta en San Francisco, en la niebla y en medio de la familiaridad consoladora de su ritual cotidiano.

Pero estaba en Kenia y tenía que terminar lo que había empezado.

—Te quiero, Debbie —dijo Jonathan.

Deborah rompió a llorar.

—Yo también te quiero.

—Llámame cuando sepas en qué vuelo regresarás.

—Lo haré.

Jonathan hizo otra pausa, como si esperase que ella dijera algo. Así que Deborah dijo:

—Que corras bien esta mañana.

—Lo haré. Adiós, Debbie —dijo él, y colgó.

Sin quitarse el albornoz, se metió entre las sábanas. Se sintió a la vez asustada y aliviada cuando apagó la luz y la habitación se sumió en una oscuridad casi total. Las gruesas cortinas no dejaban pasar ni un ápice del brillante sol ecuatorial. Pero no podían impedir que el ruido incesante penetrase el cristal, el pulso constante, apremiante, del África Oriental.

Permaneció tendida mirando fijamente la negrura, sintiendo cómo sus fuerzas abandonaban su cuerpo gramo a gramo. Los párpados se volvieron pesados. Los pensamientos parecieron soltarse de sus áncoras y subir flotando hasta la superficie de su mente, donde navegaron a la deriva en una especie de incoherencia perezosa. Deborah medio soñaba y medio recordaba.

Se remontó a dos años atrás, al día en que había empezado a trabajar en el hospital de Saint Bartholomew en San Francisco. Tenía treinta y un años y acababa de terminar una residencia quirúrgica de seis años. Era su primer día en el nuevo trabajo. Por fin era una doctora de verdad e instalada completamente por su cuenta. Se puso la ropa de operar en el vestuario de las enfermeras y luego se encaminó hacia la sala 8, donde debía ayudar al doctor Jonathan Hayes en la extirpación de una vesícula biliar.

—Bienvenida al Saint Bartholomew, doctora Treverton —le dijo la enfermera encargada del instrumental—. ¿De qué talla son sus guantes?

—De la seis.

La enfermera metió la mano en el armario de los guantes, luego dijo:

—Vaya. Se han acabado los de la seis —y salió de la habitación.

Mientras Deborah contemplaba el quirófano, que, como esas instalaciones son iguales en todas partes, le resultaba a la vez conocido y desconocido, entró un hombre alto, de ojos castaños, sujetándose la mascarilla en la nuca.

—Hola —dijo el hombre—. ¿Dónde está nuestro anestesista?

—No lo sé.

El hombre le sonrió a través de sus gafas con montura de asta. El resto de su cara se hallaba oculto debajo de la mascarilla.

—Sin duda es usted nueva aquí —dijo con una sonrisa en la voz—. Soy el doctor Hayes. Según me dicen, es fácil trabajar conmigo, así que estoy seguro de que nos llevaremos estupendamente. Tengo unas cuantas idiosincrasias que conviene que sepa usted. Utilizo dos, repito, dos puntos de seda para cerrar el conducto cístico, y me gusta que ambos estén en una sola pinza. Téngamelos preparados, por favor. Además, compresas grandes en varillas de esponja. No soporto aquellas otras cosillas. Téngame un montón de ellas alineadas, por favor.

Deborah lo miró fijamente.

—Sí, doctor.

Jonathan se acercó a la mesa de instrumentos, donde éstos ya se encontraban colocados, le echó un vistazo y asintió con la cabeza.

—Bien, bien. Veo que se me ha anticipado. ¿Dónde está el Bacitracin? No olvide tener siempre un poco en su mesa.

Se acercó a la puerta, miró de un lado a otro del pasillo, donde había mucho movimiento, luego dijo:

—A propósito. Esta mañana vendrá uno nuevo a ayudarme. Un tal doctor Treverton. Así que necesitaré que usted me ayude de forma extraespecial, ¿de acuerdo? —guiñó un ojo a Deborah—. Avíseme cuando traigan al paciente. Estaré en la sala de médicos.

Deborah seguía observándolo mientras se alejaba cuando una mujer joven entró apresuradamente, atándose la mascarilla y oliendo ligeramente a humo de cigarrillo.

—¿Era el doctor Hayes ese a quien acabo de ver? Estupendo, ya podemos dar comienzo a la función. Usted debe de ser la doctora Treverton. Yo soy Carla. ¿Qué talla de guantes gasta?

Quince minutos después el doctor Hayes acababa de lavarse las manos. Deborah se encontraba detrás de él, también ultimando los preparativos. El doctor cerró el grifo, cruzó el pasillo y entró en la sala 8, las manos levantadas. Al entrar Deborah en la sala, el doctor se estaba secando los brazos. La enfermera instrumentista se le acercó con la bata y entonces el doctor miró a Deborah con expresión desconcertada. Y al darse la vuelta para que la enfermera le abrochase la bata por detrás, volvió a mirar a Deborah y parpadeó.

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