Bajo el sol de Kenia (98 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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—Deborah Treverton.

La recepcionista repitió el nombre por teléfono, esperó un momento, luego colgó el aparato y dijo:

—La señorita Mathenge saldrá en seguida.

Deborah se dio cuenta de que estaba retorciendo la correa de su bolso. Se preguntó cómo sería Sarah después de tantos años, cómo la recibiría.

«¿Se enfadaría conmigo por desaparecer, por abandonarla tras prometerle que le ayudaría a colocar sus vestidos en los hoteles del tío Geoffrey? ¿Seguirá enfadada conmigo?»

—¡Deborah!

Se volvió. Una puerta sencilla, sin ninguna placa, daba a la pequeña sala de recepción y en ella se encontraba una mujer hermosa, una visión de color y elegancia.

Sarah avanzó hacia ella con los brazos abiertos. Las dos mujeres se abrazaron con la misma naturalidad con que lo hubieran hecho de haberse visto la noche antes.

—¡Deborah! —volvió a decir Sarah, retrocediendo un par de pasos—. ¡Tenía la esperanza de que vinieras a verme! Hace un rato llamé a la misión y me dijeron que no habías llegado anteanoche, como esperaban.

Deborah apenas podía hablar. Sarah seguía siendo su vieja amiga; había cambiado muy poco, exceptuando que su vestido, una creación de tonalidades cobrizas realzadas espectacularmente por negros y púrpuras, era algo que la Sarah de dieciocho años nunca habría podido llevar. La cabeza aparecía cubierta por un turbante del mismo tejido; llevaba unos enormes pendientes de cobre que reposaban sobre sus hombros, y brazaletes, igualmente de cobre, en ambas muñecas. Deborah tenía la sensación de haber vuelto a su pasado feliz.

—¿Sabías que iba a venir a Kenia? —preguntó.

—La misión se puso en contacto conmigo hace tres semanas, cuando mi abuela ingresó en el hospital que hay allí. La madre superiora me dijo que mi abuela preguntaba por ti. Quería saber si yo sabía dónde estabas. Les di el nombre de la Universidad de California que te dio la beca.

—¿Cómo sabías que me había ido allí?

—El profesor Muriuki nos lo dijo. ¡Pero me alegro tanto de verte! ¡No has cambiado nada, Deb! Bueno, puede que un poquito. Se te ve más madura, más sabia. Por poco no me encuentras. Estoy citada en casa del presidente dentro de un rato.

—¡En casa del presidente!

—Soy la modista de la señora Moi —Sarah rió al tiempo que enlazaba su brazo con el de Deborah—. Ven a mi casa conmigo, Deb. Debo hacer algo antes de acudir a la cita. ¡Y la señora Moi puede que me entretenga durante horas! Hablaremos durante el viaje.

Un mercedes-Benz esperaba junto al bordillo, con un sonriente chófer africano que sostenía abierta la portezuela de atrás. Al subir, Sarah rió y dijo:

—Ahora soy una
wabenzi,
Deb. ¿Qué te parece?

Era la primera vez que Deborah oía esa palabra, pero sus conocimientos de suajili eran suficientes para saber que
wa
significa «gente de».

—Somos una raza totalmente nueva, Deb —dijo Sarah mientras el Mercedes luchaba por encontrar espacio entre el tráfico—. A los que dirigimos Kenia nos llaman miembros de la raza benzi. Es un insulto que la gente vulgar nos lanza. Pero no te dejes engañar, Deb. ¡Ellos también aspiran a ser
wabenzis.

Permanecieron en silencio unos momentos, sentadas en el suntuoso interior del automóvil, rodeadas por el olor del cuero fino, la música de la radio apagando el grosero ruido de Nairobi.

—No encuentro palabras para decirte cómo me has impresionado, Sarah. Has llegado muy lejos.

—¡Prefiero no pensar en ello! —dijo Sarah, riendo—. Dejo el pasado en el pasado. Y procuro que muy poca gente sepa de las chozas miserables a orillas del río Chania. Pero háblame de ti, Deb. ¿Qué te hizo huir de aquella manera? ¿Por qué no nos escribiste nunca?

Deborah habló entrecortadamente al principio, pero, al mencionar el descubrimiento de las cartas de amor de su madre a David, sus dudas sobre la suerte que había corrido el fruto de su amor, se dio cuenta de que las palabras acudían a ella con una rapidez y una facilidad asombrosas. Al llegar a la parte que hacía referencia a la visita a Wachera y a lo que ésta le había dicho, Sarah se volvió bruscamente.

Pero Deborah se apresuró a añadir:

—No, Sarah. Christopher no es mi hermano. Por algún motivo, Wachera quería hacerme creer que lo era. Y yo lo creí, ¿comprendes? Y habíamos hecho el amor en su choza. No podía soportarlo. Era demasiado inmadura. Lo único que quería era huir y esconderme. Desde luego, no podía seguir viviendo en Kenia. ¡Estaba enamorada de mi propio hermano! Al menos eso creía —acabó contándole a Sarah las respuestas que había encontrado en el diario de su tía, con quince años de retraso.

—Mi abuela —dijo Sarah, mirando los barrios bajos de Nairobi, donde, la calle se convertía en un camino polvoriento y los edificios parecían inclinarse bajo el peso de la pobreza—. Esa vieja estúpida. Siempre les tuvo manía a los blancos, siempre esperó que se fueran de Kenia. Tenía algún sueño loco en el que todos íbamos a volver al pasado en cuanto se fueran los blancos. Supongo que trató de librarse de ti para completar su necia maldición.

El Mercedes tuvo que aflojar la marcha porque había niños jugando en la calle. Sarah se inclinó hacia adelante, abrió la ventanilla del cristal que separaba el asiento delantero del trasero y dijo en suajili al chófer:

—Date prisa, ¿quieres?

Al volver a recostarse en el asiento, miró a Deborah y dijo:

—¿Así que al final te hiciste médica?

—Sí.

—¿Estás casada? ¿Tienes hijos?

—No y no.

Sarah enarcó sus finas cejas.

—¿No tienes hijos? Deb, una mujer debe tener hijos.

Habían dejado atrás el centro de la ciudad y ahora el Mercedes circulaba por una calle arbolada de uno de los distritos ricos. Detrás de los setos y las vallas Deborah podía ver los tejados de casas antiguas y señoriales. Estaban en Parklands, uno de los barrios residenciales más elegantes de Kenia.

—¿Y tú, Sarah? ¿Estás casada?

—¡Ni soñarlo! Una de las lecciones que aprendí de mi madre fue no ser la esclava de un marido. Sé lo que sufrió en el campo de detención a manos de los hombres. Sé cómo fui concebida. Aprendí de ella a utilizar a los hombres del modo que ellos siempre han utilizado a las mujeres. Volví las tornas, por así decirlo, y lo encuentro bastante refrescante. Pero tengo amigos especiales. Como el general Mazrui. En estos momentos es uno de los hombres más poderosos del África Oriental, y me conviene cultivar una relación íntima con él.

Sarah miró su reloj y volvió a decirle algo al chófer en tono de impaciencia.

—Me gustaría que conocieras al general Mazrui, Deb. Creo que te impresionará mucho. Esta noche doy una cena en honor del embajador francés; por eso tengo que pasar ahora por casa. Si no estoy constantemente encima del servicio, nunca hacen las cosas como es debido. ¿Vendrás a la cena, Deb?

—Salgo para Nyeri dentro de poco. Tengo una habitación en el Outspan. Y no sé cuánto tiempo le queda a tu abuela.

Sarah se encogió de hombros.

—No he hablado con ella desde hace años. Pero puedes darle recuerdos de mi parte si quieres.

El chófer metió el automóvil en una calzada corta y se detuvo ante una valla metálica. Había letreros de advertencia que con letras grandes decían:

«¡Perros kali! ¡No se apee del coche!»

Y luego un negro de uniforme que llevaba un fusil en la mano salió de una garita y, al ver el coche, abrió la puerta y saludó a su señora.

La calzada cruzaba una gran extensión de césped y flores que despertó la admiración de Deborah. Había más vigilantes, sujetando las correas de perros que ladraban.

—¡Sarah! —exclamó Deborah—. ¡Me has dicho que íbamos a tu casa y no a la del presidente!

—¡Ésta es mi casa! —dijo Sarah cuando el Mercedes se detuvo cerca de la puerta principal.

—¡Parece una fortaleza! —dijo Deborah, mirando la valla coronada por alambre de púas. Parecía rodear toda la propiedad.

—No finjas que tú no vives así también, Deb.

Deborah miró a Sarah con expresión de sobresalto, intrigada, y en ese momento un africano de edad avanzada que llevaba un
kazu
largo y blanco a la antigua usanza abrió la puerta principal. Se mostró muy serio y ceremonioso y Deborah vio con sorpresa que incluso llevaba guantes blancos.

El interior de la casa dejó a Deborah boquiabierta.

Era una de las antiguas mansiones coloniales que en otro tiempo utilizaran a modo de refugio los colonos aristocráticos, como los abuelos de Deborah, cuando acudían a Nairobi para la semana de las carreras. Pero no había retratos de la reina Victoria ni del rey Jorge, ni espadas regimentales en la pared; tampoco se veía ninguna bandera británica ni ninguna cabeza de animal disecada y montada. Deborah pensó que era como si Sarah hubiera tomado una escoba para barrer todos los vestigios del imperialismo colonial y los hubiese sustituido por… África.

Alfombras de punto cubrían relucientes suelos de baldosas rojas; los sofás de cuero aparecían protegidos por mantas procedentes de la India; y sobre las sillas de junquillo había cojines confeccionados por el método «batik». Las paredes se encontraban totalmente cubiertas por máscaras africanas colgadas con cuidado, talladas y pintadas, algunas de ellas antiquísimas, representando las tribus y las naciones del continente. Deborah reconoció muchos de los objetos que decoraban la habitación: calabazas samburu, un tocado masai confeccionado con una melena de león, muñecas turkana, una calabaza pokot, lanzas, escudos y cestas. Era como un museo.

—Hace unos diez años me di cuenta —explicó Sarah, invitando a Deborah a sentarse— de que la cultura africana estaba desapareciendo rápidamente. Se estaban olvidando tantas cosas; las antiguas artesanías ya no eran transmitidas a las nuevas generaciones; y se estaban abandonando antiguas ceremonias. De modo que empecé a coleccionar ciertos artículos que sabía que algún día tendrían mucho valor.

Sarah dijo algo al criado anciano, luego se sentó en un sofá de cuero y cruzó las piernas. Pero su postura era rígida; parecía una mujer en movimiento incluso cuando se encontraba sentada y quieta.

—Es una colección preciosa, Sarah.

—La he hecho tasar. Vale casi un millón de chelines.

—¿Por esto tienes vigilantes y perros?

—No, no. Los vigilantes y los perros los necesitaría aunque en la casa no hubiera nada. Los vigilantes y los perros están para impedir que entren delincuentes. Pero gracias a mi amistad especial con el general Mazrui, estoy completamente fuera de peligro aquí. Pero, sólo para estar segura, cada mes pago un
magendo
a la policía local.

Deborah no comprendía.

—¿Delincuentes?

—¡Sin duda también los tenéis en Norteamérica! —dijo Sarah, riendo sonoramente. Miró su reloj y luego miró hacia la cocina—. En todas las partes del mundo hay delincuencia, Deb. Tú lo sabes. En Kenia tenemos nuestras bandas de delincuentes. Es debido a la elevada tasa de desempleo. Según la cifra oficial, hay un noventa por ciento de parados. Nairobi está llena de jóvenes parados e inquietos. ¿Los has visto?

Deborah los había visto. Circulaban en parejas o grupos, jóvenes vestidos de modo bastante decente, llenos de educación y energía, sin ningún lugar adonde ir, sin empleos para ganarse la vida.

—Atacan las residencias particulares —explicó Sarah—. Un grupo de veinte o treinta escoge una casa y la asaltan en plena noche con garrotes y arietes. La semana pasada, sin ir mas lejos, al vecino de al lado le despertó el ruido de un ataque. Consiguió meter a su esposa y a sus hijos en un armario del piso de arriba y allí se quedaron esperando mientras abajo les limpiaban la casa.

—¿No podía haber llamado a la policía?

—¿De qué le hubiera valido? Sencillamente se niega a pagar
magendo.

—¿Magendo?

Sarah frotó los dedos unos con otros.

—Un soborno. El dinero es la única lengua que la gente comprende hoy día. Y el dinero es la única forma de sobrevivir.

Dio una fuerte palmada y dijo:

—¿Por qué tardará tanto ese viejo tonto? ¡Simón!
Maraka!

El anciano del
kanzu
apareció en ese momento con el carrito del té. Bajo la mirada vigilante de Sarah sirvió el té de una tetera de plata con toda la finura de un criado de los viejos tiempos y Deborah se preguntó si alguna vez habría trabajado para un amo británico. También le sorprendió que Sarah hubiera adoptado el sistema.

Sarah invitó a Deborah a servirse del contenido de las bandejas de emparedados y galletas, frutas y quesos, y dijo:

—¿Cuánto tiempo vas a estar en Kenia, Deb?

—No lo sé. ¡Hace cuatro días ni siquiera sabía que iba a venir!

—¿Cómo es tu vida en California? ¿El ejercicio de la medicina te resulta provechoso?

En ese momento una joven con uniforme de doncella entró en la habitación y se quedó esperando. Al verla, Sarah le hizo una señal para que se acercase y le dijo a Deborah que la dispensara un momento mientras echaba un vistazo al papel que la doncella tenía en la mano.

—No, no —dijo Sarah con cierta impaciencia—. ¡Dile al cocinero que la sopa fría tiene que ser de pepinos y no de puerros! Y el Cabernet Sauvignon en lugar del Chardonnay —Sarah hablaba en suajili y Deborah escuchaba—. La disposición de los invitados me parece bien, excepto… —tomó el lápiz de la doncella y escribió algo en el papel—. Pon al obispo Musumbi a la derecha del embajador. Y al general Mazrui aquí, al lado del ministro de Asuntos Exteriores. Y dile a Simón que los bailarines tienen que estar reunidos y listos para actuar a las nueve en punto.

Cuando la doncella se hubo ido, Sarah volvió a pedirle disculpas a Deborah.

—Si no estoy siempre encima de ellas, no hacen nada a derechas. ¡Estas chicas campesinas son tan lentas!

Deborah se dio cuenta de que miraba con curiosidad a su vieja amiga, preguntándose si aquella elegante dama de sociedad de Nairobi era la misma Sarah que una vez, descalza y sentada en la orilla del Chania, había deseado una minifalda. Deborah tuvo la sensación de que la mansión colonial se movía a su alrededor, como si también ella se sintiera incómoda de pronto.

—¿Nunca te sientes sola, Sarah, viviendo en esta casa tan grande?

—¡Sentirme sola! ¡Deb, no tengo tiempo para sentirme sola! En mi casa siempre hay algo en marcha… casi todas las noches. Y los fines de semana me los llenan los invitados. Y durante las vacaciones me visitan mis hijos, por supuesto.

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