En los últimos segundos que precedieron al comienzo de su espectacular paseo hasta la cinta roja, Arthur decidió que, exceptuando la amistad de Tim, nada significaba tanto para él como la aprobación de su padre. Quería una oportunidad de demostrarle al conde que era un hombre y no un «marica», como decía su padre. Arthur deseaba con desesperación que le dieran la oportunidad de hacer algo más heroico que cortar una cinta.
Al oír murmullos en las plataformas que tenía detrás, Arthur se volvió en la silla de montar y vio que la gente se dirigía hacia el lugar donde iba a celebrarse el desfile. Miró su reloj y vio que era tarde. Había estado soñando despierto mientras esperaba oír las campanas de la iglesia y no se había dado cuenta de que el momento previsto llegaba y se iba sin que las campanas sonaran.
—¿Qué pasa? —preguntó a Geoffrey Donald.
—No lo sé. Pero parece que ocurre algo. Iré a ver.
Arthur vio que su hermana se encaramaba a un minarete de su plataforma, la seda color de rosa revoloteando a impulsos de la brisa, y que hacía visera con una mano para mirar por encima de las cabezas del gentío.
—¿Qué es, Mona? —preguntó.
—No consigo distinguirlo. Parece que hay algo que baja por la calle. La policía…
Unos lejanos gritos de ira hicieron callar al público. Los espectadores se miraron unos a otros mientras algunos hombres saltaban de las plataformas y se apeaban de los camiones. Un hombre apareció corriendo y todos le reconocieron: era el que tenía que hacer sonar las campanas de la iglesia.
—¡Los he visto! —exclamó el hombre—. ¡Desde el campanario! ¡Los negros marchan sobre Nairobi! ¡Los hay a miles!
Estalló el caos y Arthur trató de dominar su caballo mientras la gente empezaba a salir corriendo de los jardines del hotel.
—¡Mona! —llamó Arthur—. ¿Ves algo?
—Todavía no. Es difícil… —se quitó la mano de la frente—. ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué ocurre?
—¡Vienen por King's Way! Parece que se dirigen hacia el cuartelillo de la policía.
—¿Qué quieren?
—No consigo verlo. Pero llevan pancartas. Ayúdame a bajar de aquí, ¿quieres, Arthur?
Arthur galopó hasta la plataforma que representaba Malindi, en la que ya no quedaba nadie excepto la joven esposa del harén, a quien se le cayó el velo, dejando la cara descubierta, al bajar apresuradamente del minarete del palacio del sultán. Mona subió a la grupa del caballo de su hermano y salieron a la calle delante del hotel Norfolk, donde encontraron un cordón de policías armados con fusiles que cortaban el paso.
Arthur y Mona se quedaron detrás de la multitud y a lomos del caballo contemplaron el avance lento e ininterrumpido de una gran muchedumbre que bajaba por la calle. Cuando los africanos estuvieron más cerca los europeos pudieron ver que el hombre del campanario había dicho la verdad: eran miles.
Mona apretó con fuerza la cintura de su hermano.
A pesar de su número, los kikuyu marchaban en silencio y ordenadamente, con decisión, hacia el cuartelillo de la policía; algunos llevaban pancartas en las que se leía Libertad para David Matenghe y Una universidad para los africanos. Mona quedó asombrada al ver su aparente organización y su silenciosa cohesión, pues creía que los africanos eran incapaces de ello. Entonces vio que la probable razón marchaba a la cabeza de la multitud: una joven a la que Mona reconoció porque en otro tiempo era alumna de la escuela primaria de la tía Grace.
La gran masa de africanos que seguían a Wanjiru era temible en su silencio. Unificados de esta manera, como el hombre blanco nunca había visto, representaban una amenaza temible y colectiva que heló la sangre de todos los policías que formaban el cordón. Aunque había mujeres y niños entre el gentío, y ninguno de los africanos iba armado, y ninguno gritaba ni hacía gestos amenazadores, el terror cundió entre los europeos que se encontraban en el otro extremo de la calle.
Mona contemplaba la escena como si estuviera hechizada, preguntándose cómo lo habrían conseguido; qué misteriosa red de comunicaciones había llegado a todos los rincones de la provincia y reunido a tanta gente para un único propósito. También se preguntó qué los uniría y controlaría en ese momento. Miró con atención a la joven que iba a la cabeza de la multitud que avanzaba. Caminaba con orgullo y había rebeldía y valor en sus andares, en el movimiento de sus brazos largos. Y cuando alzó la mano para que la multitud se detuviera y pidió a voz en grito que pusieran en libertad a David Mathenge, había algo en su voz que los europeos nunca habían oído en un africano.
El silencio se enseñoreó de la escena. Los policías apuntaban con sus fusiles, el dedo en el gatillo; los europeos miraban; los africanos esperaban.
Entonces se oyó un ruido lejano, el motor de un coche que se aproximaba a toda velocidad, por detrás de los europeos. Arthur tiró de las riendas para que el caballo se hiciera a un lado y la gente se apartó para dejar paso al gobernador y a Valentine Treverton. Mona miró a su padre cuando pasó por delante de ella. ¡Con qué decisión caminaba directamente hacia una crisis, sin el menor asomo de miedo!
El gobernador subió los escalones del cuartelillo y miró con severidad el mar de cabezas africanas que se extendía ante él; parecía un padre amonestando a sus hijos.
—Vamos, vamos —dijo—. ¿Se puede saber a qué viene todo esto?
Wanjiru dio unos pasos al frente.
—¡Dadnos a David Mathenge! —gritó.
El gobernador no salía de su asombro. ¿Una chica conducía a la multitud?
—Vamos a ver. Sabéis que esto no os está permitido. Id todos a casa.
—¡Dejad en libertad a David Mathenge! —insistió Wanjiru.
Valentine se colocó al lado del gobernador y miró a la multitud con expresión ceñuda.
—¿Creéis que es forma de hacer las cosas? ¿Con una demostración de fuerza?
Wanjiru avanzó hasta el pie de los escalones, apoyó las manos en las caderas y dijo:
—¡Os estamos hablando en el único lenguaje que conocéis! ¡La fuerza es lo único que entendéis! —habló de modo convincente, con el terso y melodioso acento británico del africano educado—. Así es cómo votamos los kikuyu. No metemos papelitos en una caja secreta, como hacéis vosotros, que teméis expresar vuestras opiniones. Nosotros lo hacemos abiertamente. Votamos mostrándonos. Y lo que hemos votado es que pongáis en libertad a David Mathenge.
—Su detención fue completamente legal —dijo el gobernador.
—¡No es verdad! —Wanjiru se sacó un papel del bolsillo y lo agitó ante los dos hombres blancos—. Esto es lo que estaba haciendo David Mathenge cuando Muchina lo detuvo. ¡En este papel se pide una universidad para los africanos en Kenia! ¡David Mathenge estaba actuando pacíficamente y dentro de la ley cuando Muchina ordenó que se lo llevasen encadenado! ¡No tenéis ningún derecho a encarcelarle!
Mona sintió que el pulso se le disparaba al escuchar la voz de Wanjiru. Vio la pasión que había en la actitud de la muchacha y pensó:
«Está enamorada de David».
Mona miró las caras negras que llenaban toda la calle y se perdían de vista al doblar la esquina y se sintió amenazada y excitada al mismo tiempo. Tenía la sensación de ser testigo de algo profundamente significativo.
—¡Dadnos nuestra universidad! —exclamó uno de los kikuyu.
Los demás asintieron con la cabeza a la vez que se oía un murmullo bajo y la multitud empezaba a moverse nerviosamente.
—Santo Dios —dijo Arthur en voz baja a su hermana—, dudo que esa chica pueda contenerlos mucho más tiempo. A la más mínima esta gente se desmandará y entonces habrá derramamiento de sangre.
El gobernador hizo una señal a un oficial que se encontraba en el porche y le susurró algo. El hombre saludó y se alejó apresuradamente.
—Os lo digo por última vez —dijo el gobernador—. Enviadme una delegación. Elegid a tres o cuatro hombres entre vosotros y escucharé vuestras quejas. ¡No pienso tolerar más amenazas!
—¡Vosotros sois los que nos amenazáis! —exclamó Wanjiru—. ¡Con vuestros policías y vuestras leyes y vuestros impuestos! No tenéis ningún derecho a prohibir nuestras costumbres tribales. ¡No tenéis ningún derecho a prohibir que celebremos nuestros cultos ante las higueras sagradas ni que circuncidemos a nuestras muchachas! ¡Nos amenazáis con borrar por completo nuestra forma de vida! ¡Nos amenazáis con hacer desaparecer nuestra raza! Si no nos dais lo que queremos, convocaremos una huelga general. Todos los africanos de Kenia se sentarán con los brazos cruzados. ¡Tú! —señaló a Valentine con un dedo acusador—. ¡Mañana te levantarás y pedirás a tu criado que te sirva el té! ¡Y te quedarás sin té!
El gobernador hizo un gesto de impotencia.
—Los hombres blancos irán a sus oficinas —continuó Wanjiru— y se encontrarán sin empleados que les hagan el trabajo. Las memsaabs llamarán a sus criadas africanas, pero se habrán ido.
—¡Os doy un minuto para que despejéis la calle!
—Mira allí arriba, Mona —dijo Arthur en voz muy baja.
Mona alzó la mirada y vio soldados apostándose en el tejado del cuartelillo de policía y detrás de las paredes del recinto. Un camión se acercó en silencio; en su caja había una ametralladora.
—Cielo santo —susurró.
—Será mejor que nos marchemos de aquí.
—¡Mira, Arthur! ¡Ahí detrás pasa algo!
Al volverse, Arthur vio lo que ninguno de los europeos ni los policías habían visto: una actividad sospechosa y furtiva tenía lugar detrás de la cárcel.
—¿Qué crees que será? —preguntó Mona.
—Me imagino que tratan de sacar a David Mathenge de la cárcel —entonces Arthur vio algo más: Tim Hopkins, con su disfraz de Stanley y su fusil, avanzaba lentamente, sin ser observado, hacia la parte posterior de la cárcel.
Mona empezaba a sentirse asustada de verdad.
—¿No te parece que deberíamos advertir a la policía?
—No. Podríamos provocar una matanza general. Tim ha tenido una buena idea —Arthur tiró de las riendas y condujo su caballo hasta el hotel Norfolk, donde depositó a su hermana en la galería.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mona en un susurro.
—Entra en el hotel, Mona, y si hay tiros, no salgas. ¿Me has oído?
—¡Arthur! Quédate aquí, por favor. No te metas.
—Voy a ayudar a Tim, Mona. Podemos impedírselo discretamente y evitar un incidente.
—¡No vayas, por favor, Arthur!
Arthur dio media vuelta y se alejó.
Mona vio que obligaba al caballo a andar despacio para no llamar la atención. De pronto su hermano le pareció terriblemente joven y terriblemente viejo al mismo tiempo. Su rostro era tan terso y dulce, todavía el de un adolescente, pero la expresión de sus ojos y el tono de su voz le dijeron que Arthur había crecido en cuestión de unos minutos.
Vio que daba la vuelta al grupo de europeos y se acercaba subrepticiamente a la parte posterior de la cárcel, mientras seguía escuchando al gobernador y a Wanjiru, que todavía discutían acaloradamente. De pronto Mona comprendió lo que pasaba. Ése era el objetivo de la muchacha: distraer la atención de las autoridades mientras unos cuantos de los suyos liberaban a David.
Asustada y preocupada por su hermano, Mona se ajustó la capa color de rosa, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, y echó a andar en la misma dirección que su hermano, hacia la parte de atrás de la cárcel.
Mientras Wanjiru, a sus diecisiete años, seguía asombrando a su propia gente y a los europeos con su oratoria, David Mathenge hacía su primer intento por recobrar la libertad.
Como la mayoría de los policías tenía la atención puesta en la calle, a los amigos de David les había resultado fácil dominar a los centinelas, llegar a la celda de David y sacarle de ella. Sacarle del recinto sin ser atrapados, no obstante, era otra cosa. Porque David no podía andar.
Lo habían torturado.
No aquí, en la cárcel del hombre blanco, sino en el norte, en Karatina, en una choza situada en las tierras del jefe Muchina. Unas heridas en los pies, que el médico de la policía había vendado sin hacer preguntas, casi le impedían andar. Dos camaradas lo sostuvieron por los brazos y echaron a correr, medio arrastrándolo, hacia la puerta donde cuatro policías, africanos al servicio del rey Jorge, yacían sin conocimiento. Un grupo de kikuyu jóvenes, empuñando garrotes y cuchillos tribales, aguardaba ansiosamente al otro lado de la puerta, vigilando el extremo del callejón, donde la multitud de africanos se arracimaba alrededor de Wanjiru.
El aire parecía crepitar a causa de la tensión. Las palabras de Wanjiru encendían la sangre de sus oyentes africanos. Los jóvenes no apartaban los ojos del bloque de celdas, esperando a David y sus amigos; también miraban con frecuencia a los soldados de los tejados, que apuntaban con sus fusiles a la muchedumbre que llenaba la calle.
Oyeron que el gobernador volvía a gritar, ordenando a la gente que se dispersara, y añadiendo esta vez la amenaza de abrir fuego si no le obedecían.
El reducido grupo que esperaba detrás de la cárcel daba muestras de inquietud. Sentían las armas en las manos, el calor en las venas. Tenían órdenes de sacar a David Mathenge rápidamente, sin ser vistos, y llevarle a un escondrijo en las montañas. Pero los jóvenes impetuosos comenzaban a oír, no las órdenes de una simple muchacha, sino el tronar de su propia hombría. Eran jóvenes africanos que jamás habían conocido la guerra, que habían nacido demasiado tarde para experimentar el orgullo y la excitación de ser guerreros, que ahora, de repente, odiaban a los hombres blancos que les habían quitado las lanzas a sus padres.
Y por esto perdieron el dominio de sí mismos cuando en el callejón apareció un joven europeo que iba solo y empuñaba un rifle.
Varias cosas sucedieron simultáneamente. La pandilla de jóvenes cayó sobre Tim Hopkins con garrotes y cuchillos en el momento en que sacaban a David Mathenge del recinto y Arthur Treverton aparecía en el extremo del callejón, a pie, desenvainado el sable con que tenía que cortar la cinta.
Hubo un momento de confusión, que más adelante ninguno de los participantes podría aclarar a las autoridades, durante el cual Arthur, al ver que Tim caía bajo los golpes y las patadas, cargó como un loco contra el grupo de africanos.
—¡No! ¡Deteneos! —gritó David Mathenge y vio que el segundo muchacho blanco caía también.
Soltándose de los dos hombres que le sostenían, David echó a andar con pasos vacilantes hacia el lugar donde luchaban, tratando de sujetar a sus amigos enloquecidos y gritándoles que se calmasen. Vio que una daga se alzaba y caía vertiginosamente; trató de detenerla, pero no lo consiguió y cayó de rodillas junto al cuerpo de Arthur. Horrorizado, David vio que la daga se clavaba en la espalda del muchacho blanco. La asió por el mango y la arrancó.