John Muchina hervía de rabia. Sopesó la situación mientras iban transcurriendo los segundos. Esos advenedizos políticos se ponían cada vez más pesados, como Jomo Kenyatta, el agitador que actuaba en el extranjero; eran una amenaza para el cómodo acuerdo que había establecido con los británicos. El anciano Muchina odiaba a la nueva generación educada. Eran jóvenes inteligentes y despiertos y sabían pronunciar bonitos discursos, mientras que él ni siquiera sabía leer ni escribir y nunca había ido a la escuela.
—¿Tienes algo que decirme, muchacho? —preguntó en tono bajo, de advertencia.
Mil oídos estaban pendientes de la respuesta de David. Wanjiru, dominándolos desde lo alto del tocón, como una negra estatua de la Libertad, sintió deseos de hablar, pero hasta ella sabía guardar silencio en presencia de un jefe.
David notó que el sudor le bañaba todo el cuerpo.
—Esto es lo que tengo que decirte —repuso, sintiendo los fuertes latidos de su corazón—. Digo que los británicos que nombraron jefes entre los kikuyu obraron arbitrariamente y sin tener en cuenta la competencia del hombre ni su deseo de ayudar a su pueblo. Digo que los jefes nombrados por los hombres blancos no proporcionan una representación tribal adecuada en el gobierno, que no representan la tradición tribal, que su cargo es extraño al modo de vida kikuyu, y que lo único que les interesa a los jefes es conservar el statu quo.
Muchina apretó las mandíbulas.
—Hablas, pues, de tu propio padre, el jefe Mathenge.
—Así es. Fue por culpa de su estupidez y de la estupidez de nuestros padres que ahora no tenemos tierra. No tenían ningún derecho a vender nuestro patrimonio al hombre blanco.
De haber agredido físicamente al jefe, David no le habría causado mayor ofensa, pues John Muchina tenía una edad superior a las cien cosechas y, por consiguiente, pertenecía a la generación del padre de David, lo que significaba que también él había vendido su tierra al hombre blanco a cambio de la placa del cargo que ostentaba.
—Tu lengua descarada te está arrastrando hacia la cárcel, muchacho —Muchina bajó la voz para que sólo David pudiese oírle—. Si te meto entre rejas, nunca volverás a ver la luz del día.
David reprimió un estremecimiento. Se volvió hacia la multitud y con voz fuerte dijo:
—¡Aquí tenéis a vuestro jefe, a un hombre que pretende correr con la gacela y cazar con el león!
Muchina hizo un gesto a los soldados indígenas, que empezaron a avanzar.
Inflamado, cruzando sus ojos con los ojos fieros de Wanjiru, David gritó:
—¡Nuestros jefes son como perros! ¡Ladran cuando ladran otros perros, pero hacen monerías cuando quieren que sus amos británicos les den de comer!
Dos soldados lo sujetaron por los brazos, pero David gritó todavía más:
—¡El jefe Muchina es un Judas Iscariote!
—Detenedle.
David forcejeó con los hombres que lo sujetaban.
—¡Escuchadme! —gritó a la multitud, cuyo nerviosismo y agitación crecían por momentos. Unos cuantos hombres habían recogido piedras; los ancianos se dieron cuenta de que los palos que empuñaban eran como las lanzas de antaño—. ¿Por qué queremos ser como los europeos? —exclamó David—. ¿Cuántos europeos habéis visto que desearan ser como los kikuyu?
—
¡Eyh!
—exclamó la muchedumbre.
Muchina alzó su bastón con puntera de plata para imponer silencio y, una vez restablecido el orden, abrió la boca para decir algo. Pero en lugar de a él, la gente oyó que David decía:
—Recordad, hermanos, que el hombre que no ama a su país no ama a su madre ni a su padre ni a su pueblo. ¡Y un hombre que no ama a su madre ni a su padre ni a su propio pueblo no puede amar a Dios!
El bastón con puntera de plata golpeó la cabeza de David. Hizo un ruido sordo y seco en la quietud de la mañana. La cabeza se dobló hacia atrás, pero el muchacho se repuso y lanzó una mirada ponzoñosa al jefe. Durante unos instantes se miraron el uno al otro con expresión de odio, luego Muchina hizo un gesto para que se lo llevaran.
Pero de pronto la multitud perdió los estribos. El tumulto empezó en las filas de atrás y fue extendiéndose hasta llegar a las de delante y el jefe tuvo que imponer orden de nuevo. Esta vez, la multitud, al obedecer, se separó en dos mitades, formando un camino en el centro y al final de ese camino estaba el motivo del tumulto.
Era la madre de David, Wachera.
Algunos de los presentes vieron que un leve temblor turbaba la actitud tranquila del jefe al ver a Wachera. No era ningún secreto que John Muchina iba a menudo a la choza de la hechicera en plena noche para conferenciar sobre graves tabúes tribales. Si todos los habitantes del distrito temían al jefe Muchina, el jefe Muchina temía a Wachera.
David miró a su madre con ojos turbios, intentó verla a pesar de la sangre que se le metía en los ojos y que manaba de la herida en el cuero cabelludo. Wachera le parecía casi irreal, como si fuese una antepasada surgida de la niebla del tiempo a resultas de un conjuro. La hechicera llevaba su vestido y sus delantales de pieles suaves, sus hileras de collares de abalorios, brazaletes y ajorcas, sus cinturones ceremoniales con los amuletos mágicos cosidos a ellos. Mantenía erguida su cabeza rasurada y sus ojos cruzaban el espacio que había entre ella y su hijo. Le habló con su mirada, le dijo cosas que nadie más podía leer.
Y David supo en seguida que su madre no iba a salvarle de la cárcel y de una tortura cierta.
—La injusticia blanca será la forja que te hará hombre, hijo mío —le había dicho su madre una vez, y sus ojos volvían a decírselo ahora—. Sufre primero; luego tendrás la fuerza y el valor necesarios para recuperar nuestra tierra.
Al darse cuenta de que Wachera no pensaba entrometerse, el jefe Muchina dio una orden tajante a los soldados indígenas y se alejó apresuradamente con su prisionero, dejando atrás a una multitud sumida en la confusión, a una madre llena de amor, orgullo y dolor, y, sobre el tocón gigantesco de la higuera, olvidada, a una Wanjiru de diecisiete años transformada, que, apretándose el pecho con las manos, veía cómo se llevaban a David Mathenge, veía que su vida tenía ahora un nuevo propósito.
Arthur Treverton hacía votos para que no le diese un ataque.
El desfile iba a ser el mayor de los celebrados en Kenia hasta la fecha, y él sería la más importante de cuantas personas participarían en él. El ansioso muchacho de quince años tenía la impresión de que los ojos de la colonia estarían puestos en él cuando inaugurase oficialmente la semana de celebraciones. Iba a ser su primera oportunidad de demostrar definitivamente su aptitud.
Habían puesto una cinta roja de un lado a otro de la calle principal de Nairobi y en el momento señalado Arthur, que cabalgaría al frente del desfile, bajaría galopando por la calle sin asfaltar, con el sable en ristre, y la cortaría ante cientos de espectadores, y a partir de ese momento Central Road pasaría a llamarse oficialmente Avenida de Lord Treverton.
Arthur estaba nervioso y excitado. Las tribunas que se habían erigido a ambos lados de la calle, entre el hotel Stanley y Correos, aparecían llenas de personas importantes, tanto de la colonia como venidas de fuera. Su madre, lady Rose, ya se encontraba bajo su marquesina especial, sonriendo serenamente, como una reina. A su lado, su padre, el conde, estaba sentado bajo un retrato del rey. El muchacho sabía que su padre le observaría con la mirada crítica y desapasionada que Arthur había aprendido a temer y adorar.
Pero aún más importante que complacer a su padre sería el papel que hiciese ante Alice Hopkins, que por ser propietaria del segundo rancho en orden de importancia de Kenia, también tenía una plaza en las codiciadas tribunas.
Alice Hopkins contaba veintidós años de edad y no destacaba por su belleza ni por su encanto, pero era toda una leyenda en el África Oriental, pues se había puesto al frente de un rancho de más de treinta mil hectáreas a raíz de la muerte repentina de sus padres hacía seis años, cuando ella tenía sólo dieciséis. Todo el mundo había dicho que ella sola no conseguiría sacar adelante la enorme finca, y se había especulado mucho sobre quién sería el afortunado comprador de la misma. Valentine Treverton se había contado entre los posibles compradores y, como otros muchos, había quedado impresionado al ver cómo la joven Alice luchaba por conservar sus tierras y explotarlas sin más ayuda que la de un puñado de africanos leales y su hermano, Tim, cinco años más joven que ella. Pese a las enormes dificultades, Alice había conseguido salvar las ovejas y el sisal, no contraer deudas y librarse del acoso de los cazadores de fortuna y a sus veintidós años gozaba de una sólida y próspera independencia.
Y a cambio de todo ello había pagado un solo precio: su feminidad.
Era a la dura y severa Alice Hopkins, cuya boca ya no recordaba cómo se sonreía, sentada con sus pantalones de color caqui y su camisa de confección casera, el rostro tostado por el sol oculto bajo las anchas alas de un sombrero de hombre, a quien Arthur Treverton esperaba impresionar y conquistar en esa tarde de agosto, porque Alice se interponía entre él y Tim Hopkins, su hermano de diecisiete años, de quien Arthur estaba desesperadamente enamorado.
El desfile iba a celebrarse en los terrenos del hotel Norfolk. Debajo de los árboles había mesas cargadas de champán y viandas y se escuchaba la música de un gramófono. Eran principalmente jóvenes quienes habían construido las plataformas con ruedas y montarían en ellas, y en ese momento se afanaban dando los últimos toques a la indumentaria y comprobando los motores de los coches que remolcarían las plataformas, y sus risas y su excitación llenaban la fresca mañana de agosto.
—¿Estoy bien así, Mona? —preguntó Arthur a su hermana, alisándose con las manos la guerrera del uniforme que le habían prestado.
—¡Estás imponente! —contestó Mona, dándole un fuerte abrazo.
Mona pensó que era maravilloso que Hardy Acres júnior, hijo del banquero, prestase a Arthur su uniforme de los Rifles Africanos del Rey. Al ponérselo, la estatura de Arthur había parecido crecer dos palmos. Mona rogaba a Dios que su hermano hiciera un buen papel ese día. Abrir el desfile significaba tanto para él.
Arthur no tenía ni idea de que su hermana había hecho que a él le cupiese el honor de cortar la cinta. Al enterarse de que la distinción iba a concedérsele al sobrino del gobernador, y al ver la cara de envidia de su hermano al oír la noticia, había comenzado una campaña secreta para persuadir a su padre de que el privilegio de inaugurar la Avenida de Lord Treverton lógicamente debía corresponderle a un Treverton. Valentine había acabado cediendo, aunque Mona sabía que no era porque estuviese de acuerdo con ella, ni porque le importara lo que ella pensaba, sino porque ella sabía ponerse realmente pesada cuando abrazaba una causa. Mona sabía manejar a lord Treverton. No utilizaba el amor de su padre como medio de salirse con la suya, como lo hacían otras hijas, porque sabía que tal amor no existía. Lo que hacía Mona era persistir hasta que su padre, deseando que lo dejara en paz, daba su brazo a torcer.
Y al final su padre había confesado que, si bien no le atraía la idea de ver a su hijo galopando por Central Road con un sable, tenía que reconocer que al menos Arthur haría algo varonil, para variar.
El niño no sabía nada de todo esto. Mona lo protegía de las hirientes realidades de la vida y de gran parte de la decepción que causaba en su padre. Lo único que sabía Arthur era que por alguna razón el gobernador había cambiado de parecer e invitado al honorable Arthur Currie Treverton a inaugurar las celebraciones en vez de conceder ese honor a su sobrino. De ello hacía ahora cuatro semanas y desde entonces Arthur parecía otro.
—Quedaré bien, ¿verdad? —dijo a su hermana mientras ella le arreglaba el cuello de la camisa.
—De maravilla.
—¿Y si me da un ataque?
—¡Imposible! No has sufrido ninguno desde hace un año, ¿verdad? ¡Oh, Arthur, estarás estupendo! ¡Me siento tan orgullosa de ti!
Arthur sonrió de oreja a oreja. No recordaba la última vez que alguien se había sentido orgulloso de él. Probablemente nunca. Adoraba a su hermana; Mona siempre se las arreglaba para darle confianza en sí mismo. Se alegraba de que ya no estuviera en la escuela y viviese siempre en casa. La esperanza secreta de Arthur era que Mona no se casara con Geoffrey Donald, porque entonces se trasladaría a Kilima Simba y él volvería a quedarse solo en Bellatu.
—¿Me harías un favor? —preguntó Arthur en voz baja, echando una mirada a la multitud que se preparaba para presenciar el desfile.
—Sabes que sí —Mona era capaz de hacer cualquier cosa por su hermano menor. Después de todo, con la madre de ambos viviendo su propia vida en el claro de los eucaliptos y el padre raramente en casa, en realidad lo único que tenían en el mundo era su compañía mutua. También Mona se alegraba de haber dejado la escuela y vivir en casa, y daba la coincidencia de que también ella pensaba que no quería casarse con Geoffrey Donald—. ¿De qué favor se trata, Arthur?
El muchacho se sacó un sobre de la manga y se lo puso en las manos.
—Dale esto a Tim, ¿quieres?
Mona se metió el sobre en el corpiño de su disfraz de mujer del harén. Mona hacía las veces de intermediaria entre los dos chicos. Se alegraba de que por fin Arthur tuviera un amigo, pese a lo que la gente murmuraba sobre su relación.
—El beso de la buena suerte —dijo, besando a su hermano en la mejilla. Luego, haciendo una pausa para mirarle, para mirar el rostro de muchacho tierno bajo la gorra de oficial, y pensando que cuidaría de él a partir de ese momento, Mona dio a su hermano un último abrazo y se fue en busca de Tim Hopkins.
El tema del desfile era la apertura de África por el hombre blanco. Aunque los británicos estaban presentes en la costa de Kenia desde hacía más de un siglo, el año 1887, ahora hacía cincuenta, había sido elegido como «fecha de fundación» porque fue el año en que se fundó en Mombasa la primera misión. Geoffrey Donald, que iría con Mona en la carroza Vasco de Gama, disfrutaba de una notoriedad sin par porque su abuela había sido una de las primeras misioneras, mientras que su padre, sir James, nacido en 1888 del matrimonio entre la misionera y su esposo explorador, gozaba del honor singular de ser uno de los primeros hombres blancos nacidos en Kenia.
Vestido con un jubón isabelino y una chaqueta acolchada para representar al explorador portugués Vasco de Gama, Geoffrey dio la vuelta a la plataforma para inspeccionar el modelo de la ciudad de Malinda construido con cartón piedra, igual que los bosquecillos de palmeras cocoteras, y se dijo que ojala su padre hubiese podido asistir a las celebraciones de ese día. El desfile no era más que el principio de una semana de festejos y hubiera sido justo que sir James Donald pudiera disfrutar del prestigio y el reconocimiento que le correspondían legítimamente. Pero se había producido otro brote de melanuria en Uganda y sus padres estaban en la jungla, ayudando a las tribus afectadas por la enfermedad.