Bajo el sol de Kenia (46 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Terminó la inspección de la carroza, convencido de que era la mejor de todas y que sería una representación perfecta del encuentro histórico entre Vasco de Gama y el sultán de Malindi en 1498. Después de asegurarse de que el camión enganchado a la enorme plataforma con ruedas sería capaz de arrastrarla por Government Road, Geoffrey volvió a buscar a Mona entre la muchedumbre.

Divisó a la muchacha en el otro extremo del jardín, riéndose con Tim Hopkins. Geoffrey hizo una mueca y se preguntó por qué Mona malgastaba su tiempo con Tim Hopkins cuando no era ningún secreto que Tim sólo tenía ojos para el hermano de la muchacha.

Su enfado se disolvió al fijarse en el disfraz de Mona.

Debajo de la capa de seda rosa brillante que le cubría de la cabeza a los pies, Geoffrey podía distinguir la falda de mujer del harén, tan transparente, que casi se le veían las piernas. También podía ver el corpiño ceñido que era como el que usaban las mujeres asiáticas de Nairobi, con ribetes de oro y dejando las costillas al descubierto. Aunque era cierto que Mona llevaba el rostro recatadamente cubierto por un velo y que la capa color de rosa le cubría la cabeza y que no se le veía nada más, exceptuando las manos y los pies, Geoffrey se sintió levemente escandalizado al pensar que el disfraz era extremadamente atrevido y provocativo.

Tim Hopkins, que lucía un anticuado equipo de safari y un salacot Victoriano, debía representar al famoso explorador sir Henry Morton Stanley. En una carroza adornada con árboles y enredaderas de la jungla, Tim adoptaría una pose histórica con Hardy Acres júnior —en el papel de doctor Livingstone— conmemorando el día de 1871 en que el explorador encontró al doctor «perdido».

Geoffrey se acercó a Mona para hacerla volver a su carroza y procuró no entablar conversación con el guapo y joven Tim, que lo hacía sentirse decididamente incómodo. Pero resultó inevitable. Al verle, Tim le dirigió su brillante sonrisa y dijo:

—¡Hemos estado hablando de las comparsas del Fuerte Jesús, Geoff!

—¿Sí? Vamos, Mona, que el desfile está a punto de empezar.

—¡Míralos, Geoff! —dijo Mona, señalando la plataforma que sostenía una reproducción de la balsa del fuerte costero. La escena representaba el año en que los portugueses fueron víctimas de la peste y los que subían a bordo con sus disfraces parecían estar interpretando su papel con bastante realismo.

—Anoche se pasaron un poco con el champán —dijo Tim—. ¡Todos tienen resaca!

Geoffrey tomó el brazo de Mona.

—Tu hermano está a punto de ponerse en marcha. Será mejor que subamos a nuestra plataforma.

—Pero si ni siquiera ha montado aún en su caballo —dijo Mona, tratando de soltarse y sonriendo para disimular su irritación. El espíritu posesivo de Geoffrey comenzaba a resultarle pesado—. Tengo que buscar a la tía Grace. Tiene un par de pendientes que completarán mi disfraz, ¡Recuerda que soy la esposa favorita del sultán! —volviéndose rápidamente para que Geoffrey no la viera, Mona se metió un papel doblado en el corpiño; Tim acababa de entregárselo para que se lo diera a su hermano después del desfile—. ¡Nos veremos en la plataforma, Geoff!

Grace se encontraba en la veranda del hotel, mirando con expresión preocupada hacia el cuartelillo de policía de King's Way, que estaba en la otra acera.

Al parecer, estaba pasando algo. Se advertía una actividad desacostumbrada en las proximidades del cuartelillo. Demasiados policías…

En la galería había bastantes personas además de Grace. Eran las que no tenían ningún asiento de tribuna ni ganas de quedarse de pie en la calle para ver pasar el desfile. Preferían sentarse cómodamente con sus ginebras y presenciar la salida. Sin quitar ojo del cuartelillo, Grace oía fragmentos de conversación.

—Digo yo que la invasión de Etiopía por los italianos es lo mejor que nos ha pasado —dijo la voz de un ganadero que Grace conocía—. Estoy ganando el dinero a espuertas suministrando carne al ejército italiano. Pregúntale a Geoffrey Donald. ¡Hacía años que su rancho no iba tan bien!

—A todos nos ha beneficiado —dijo su compañero—. Mientras a los italianos no se les ocurra seguir bajando e invadir Kenia.

—Ni lo pienses, Charlie.

—En Europa se está preparando una guerra. Ya lo verás.

Sobresaltada, Grace miró a los dos hombres.

«Se está preparando una guerra…»

—Si hay algo que no soporto —dijo otra voz desde el extremo más alejado de la galería— es un negro educado que sube de Nairobi vestido con un traje y luciendo una corbata chillona, hablando el inglés de la corte y creyendo saberlo todo.

Grace volvió a dirigir su atención al cuartelillo de policía, que era un edificio con tejado de cinc. David Mathenge estaba ahí dentro, entre rejas. Grace se había disgustado al enterarse de su detención la semana anterior, ya que sabía lo mucho que el jefe Muchina odiaba al muchacho y el trato que daban en la cárcel a ciertos prisioneros «especiales». Grace sentía afecto por el hijo de Wachera; lo había visto crecer y convertirse en un joven excelente y educado. David nunca había mostrado amistad por Grace, pero existía una especie de respeto cauto entre ellos. Siempre que lo veía, Grace recordaba, sin poderlo evitar, la noche de la primera fiesta de Navidad en Bellatu, hacía casi dieciocho años ya, y la trágica muerte del jefe Mathenge.

«Se parece mucho a su padre», pensó en ese momento.

Un camión se detuvo delante del cuartelillo y varios hombres uniformados y armados subieron a la caja. Mientras el vehículo se alejaba velozmente calle abajo, Grace sintió crecer su ansiedad.

¿Se preveían complicaciones?

Un oficial salió por la puerta principal del cuartelillo, ajustándose la gorra y dando órdenes a alguien que estaba dentro. Cuando echó a andar calle abajo Grace lo llamó.

—Buenos días, doctora Treverton —dijo el oficial, acercándosele.

—¿Puede decirme qué es lo que pasa, teniente?

—¿Pasar?

—Sus hombres parecen especialmente ajetreados esta mañana. ¡No puede ser por el desfile!

El teniente sonrió.

—Oh, no es nada que deba preocuparla, doctora. Sólo un asuntillo de los nativos del interior. Lo estamos investigando.

—¿Qué clase de asuntillo?

—Nos informaron que había una concentración de indígenas kikuyu en las afueras de Nairobi. Dicen que han venido de todas partes. Algunos de sitios tan al norte como Nyeri y Nanyuki. Ahora mismo nos dirigíamos hacia allí para vigilarlos.

Grace sintió frío. Los kikuyu llegaban de sitios tan alejados como Nyeri.

—¿Qué supone usted que significa eso?

—¿Quién sabe? Pero le aseguro que no hay por qué preocuparse, doctora. Nos encargaremos de que no echen a perder el desfile. Buenos días tenga usted.

Mientras lo veía alejarse, Grace no pudo sacudirse de encima la impresión de que debajo de la sonrisa y de la tranquilidad había un policía muy preocupado.

—¡Ah, estás ahí! —dijo una voz a sus espaldas.

Al volverse, Grace vio que su sobrina aparecía en la galería envuelta en una nube de seda rosa, los ojos sonriendo por encima del velo que le cubría el rostro. Grace también vio que algunos hombres volvían la cabeza.

—Deberías ir al Stanley, tía Grace. El desfile va a empezar de un momento a otro.

Grace consultó su reloj. Había ido al Norfolk con Mona y Arthur para ayudarles con los disfraces y las carrozas. Tenía reservado un asiento en las tribunas, y ya era hora de ir a aparcar el coche en las calles de atrás para estar presente cuando Arthur cortase la cinta que iba de una a otra acera de la Avenida de Lord Treverton.

—¿Qué ocurre, tía Grace? Te veo deprimida. Si estás preocupada por Arthur, ¡olvídalo! Está tan bien. Deberías verle montado en su caballo. ¡El uniforme le ha dado muchísima confianza en sí mismo! Estoy impaciente por ver la cara que pondrá esta noche cuando vea la sorpresa que tengo para él.

—¿Qué sorpresa? —preguntó Grace, distraída.

—¿No te acuerdas? ¡El rifle para cazar elefantes!

—Ah, sí. Pero no estaba pensando en Arthur —Grace pensaba en la desacostumbrada actividad de la policía, en la concentración de kikuyus en las afueras de la ciudad, y se daba cuenta de que no podía tratarse de una coincidencia en el día del gran desfile. Los africanos tramaban algo…—. Pensaba en David Mathenge —dijo—. Está en esa horrible cárcel.

La sonrisa de Mona se esfumó durante unos instantes. Miró hacia el cuartelillo y una expresión sombría e intensa apareció fugazmente en su cara; luego volvió a sonreír.

—¿Qué te parece mi disfraz? —preguntó, dando la vuelta.

Grace sonrió forzadamente. El atuendo de Mona le parecía demasiado indecente. Pero en seguida se recordó a sí misma que estaban en 1937 y que los jóvenes de ahora eran muy diferentes de los de sus tiempos. Además, Mona no había podido elegir el papel que representaría en el desfile. Las mujeres que iban en las plataformas habían tenido trabajo para encontrar personajes históricos del pasado de Kenia que pudieran representar, a menos que, como Sukie Cameron, se disfrazaran de hombre. Había más que suficientes hombres en la historia de África, desde sultanes y exploradores hasta comerciantes y cazadores, pero las mujeres se encontraban tristemente ausentes, como si no hubieran existido. De manera que Mona y sus amigas habían tenido que conformarse con papeles tan deslucidos como el de mujeres del harén y esposas de hombres famosos.

Ningún africano tomaría parte en el desfile y tampoco se representarían figuras históricas africanas.

—Vámonos, pues —dijo bruscamente Grace, volviendo la espalda al cuartelillo de policía y a su creciente preocupación—. ¡Vamos a llevarte al harén antes de que a Vasco de Gama le dé un ataque!

* * *

En ese mismo momento, Arthur, que se disponía a montar en su caballo, tenía exactamente la misma preocupación: un ataque.

No le había dado ninguno desde hacía más de un año. Los sencillos bromuros y sedantes de la tía Grace eran un paliativo maravilloso para su enfermedad incurable. A pesar de ello, la amenaza de un ataque se cernía día y noche sobre Arthur Treverton como un hacha pendiente de un hilo. Nunca sabía cuándo le iba a dar uno, qué lo provocaría, dónde estaría al desplomarse, y ante quién quedaría en ridículo. Por estas razones Arthur nunca había ido a la escuela, no podía viajar solo a ninguna parte, tenía prohibido manejar armas de fuego y jamás le permitirían hacer el servicio militar. Arthur soñaba con hacer todas estas cosas algún día.

Más que los preceptores particulares, lo que le molestaba era perderse la camaradería de los chicos, pertenecer a clubs y formar parte de equipos de rugby. Tampoco le importaba que las niñeras lo vigilasen cuando iba de safari; lo que sí le fastidiaba era que su padre no le permitiera ir armado. En cuanto al ejército, tenía que descartar toda idea de que le admitiesen. Arthur pensaba que era indigno del hijo de un conde no tener colores de la escuela ni trofeos, cuernos de búfalo o colmillos de elefante cobrados por él mismo, ni tener la más remota posibilidad de recibir medallas por sus servicios en la guerra. Algún día Arthur sería lord Treverton y sabía que iba a sentirse como un impostor.

Como se sentía en ese momento, vestido con el uniforme que le habían prestado. Nunca poseería un uniforme igual, nunca entraría en combate —aunque todo el mundo decía que en Europa no tardaría en haber otra guerra— y jamás le darían la oportunidad de demostrarle al mundo que dentro del muchacho epiléptico se escondía un hombre.

Por todos estos motivos, Arthur detectaba su debilidad física y había sido desgraciado toda la vida. Hasta el día que conoció a Tim Hopkins.

Había sido durante la semana de carreras del año anterior. Arthur había ido a Nairobi con su padre y Geoffrey Donald, que tenían caballos inscritos en todas las carreras, y había conocido a Tim en la tienda donde se servían refrescos. La amistad había empezado de un modo incierto y tentativo entre el chico de catorce años y el de dieciséis, pues ambos eran dolorosamente tímidos y estaban poco acostumbrados a trabar conversación con desconocidos. Pero luego, mientras bebían té y comían bizcochos, poco a poco habían descubierto algo de lo más asombroso: que tenían muchas cosas en común.

A raíz del presunto asesinato de sus padres a manos, según los rumores, de borrachos de la tribu wakamba, la testaruda hermana de Tim, Alice, había sacado al pequeño de once años de la escuela y le había puesto a trabajar, pues se proponía salvar el rancho. Durante los años siguientes Tim había recibido una educación esporádica de diversos preceptores, no había podido ingresar en ningún club o equipo deportivo, nunca había participado en safaris de caza sólo por los trofeos, y ahora, por culpa de una debilidad pulmonar causada por los años de arduo trabajo en la infancia, se hallaba exento del servicio militar.

Arthur y Tim habían notado inmediatamente algo conocido y consolador el uno en el otro y en seguida se habían hecho grandes amigos.

Pero durante el último año ciertos obstáculos habían impedido el desarrollo de su relación. La hermana de Tim, Alice, protegía ferozmente al muchacho y sentía celos de cualquiera que buscase el cariño y la atención de Tim; y el padre de Arthur, Valentine, pensaba que Tim Hopkins era demasiado vulgar, de extracción demasiado humilde, para su hijo. Así que los muchachos robaban momentos cuando podían: durante las celebraciones del cumpleaños del rey, en todas las semanas de carreras de Nairobi, en la víspera de Año Nuevo en el Norfolk, y hacía sólo un mes, cuando toda Kenia había acudido al lago Naivasha para presenciar la llegada del primer hidroavión de la Imperial Airways procedente de Inglaterra.

Incluso se carteaban. Y era una carta en particular la que había empujado al padre de Arthur a darle una paliza con el cinturón al mismo tiempo que le prohibía volver a ver a Tim Hopkins.

Arthur pensó en ello en ese momento, sentado en su caballo, guapo y deslumbrante con el uniforme de otro, esperando que las campanas de la iglesia dieran la hora, momento en que comenzaría su histórico paseo a caballo por Government Road.

«¿Y si me da un ataque? ¿Y si me caigo delante de Tim? ¿Se escandalizará? ¿Sentirá repugnancia? Debería habérselo dicho…»

El amor que Arthur sentía por Tim no podía expresarse con palabras. Era la razón de la paliza que le propinara su padre. Lord Treverton había encontrado la carta dirigida a Tim y se había puesto furioso al leer la palabra «amor». Había sido el detonante de la paliza que Arthur había recibido sin alzar un brazo para defenderse, pues no entendía por qué su padre gritaba tanto, acusándole de algo antinatural y usando palabras que Arthur nunca había oído. Había recibido los golpes sin protestar y había llorado hasta muy entrada la noche, las señales rojas quemándole la espalda. Había intentado comprender lo ocurrido, y lo mismo hacía en ese momento. Pero lo único que sacaba en claro era el amor mutuo que Tim y él se tenían, la admiración, el vínculo de lo compartido, la fuerza que se daban el uno al otro, y el solaz que intercambiaban en un mundo hostil y confuso. Era la única cosa que finalmente proporcionó felicidad a Arthur Treverton en su vida solitaria y desconcertada.

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