—Al parecer —explicó Grace—, ha habido mucha presión en el seno de la tribu para que el verdadero asesino se presentara y exonerase a David. Los kikuyu quieren que se permita al hijo de Wachera salir de su escondrijo, pero él se niega mientras la policía le busque por asesinato. Dicen que el jefe Muchina ha caído bajo una
thahu
y está terriblemente enfermo. Me imagino que ese chico, Matthew, decidió que hacer frente a la justicia del hombre blanco era preferible a una
thahu
de Wachera.
Mona miró hacia otro lado y sus ojos se posaron en el mar de cafetos verdes que llegaban hasta las estribaciones.
—David Mathenge sigue siendo culpable —dijo en voz baja.
—Pero si tú misma dijiste a la policía que no habías presenciado el asesinato propiamente dicho. Y sólo había otra persona presente, Tim, que había perdido el conocimiento y luego reconoció no haber visto nada. Mona, ese chico ha confesado.
—David Mathenge —siguió diciendo Mona en voz baja— es culpable de la muerte de mi hermano porque fue su fuga la que causó su muerte. Tal vez él no clavó la daga en la espalda de Arthur, pero es culpable de su asesinato, de todos modos. Y algún día David Mathenge pagará su culpa.
Grace se recostó en el asiento. Aquel asunto de pesadilla había dividido a la familia Treverton. Ante ella se encontraba Mona, hundida en un cenagal de dolor y de recriminaciones contra sí misma; Valentine se había ido corriendo a desahogar su rabia y su ira impotente en las llanuras de Serengeti; y Rose se había hecho un poco más invisible entre sus preciosos árboles, y su única compañía, irónicamente, era Njeri, la medio hermana de David.
—Mona, por favor, baja y habla con Geoffrey.
—No deseo verle.
—¿Qué harás entonces? ¿No volver a ver a nadie mientras vivas? Este dolor pasará. Te lo prometo. Sólo tienes dieciocho años. Tienes todo tu porvenir por delante… matrimonio, hijos.
—No quiero casarme ni tener hijos.
—Eso no puedes decirlo ahora, Mona, querida. Tienes tanto tiempo por delante. Las cosas cambian. Si no te casas, ¿qué clase de vida llevarías?
—Tú no te has casado nunca.
Grace miró fijamente a su sobrina.
Entonces Mona, con los ojos llenos de lágrimas, le preguntó:
—¿Has estado enamorada alguna vez, tía Grace?
—Lo estuve una vez… hace mucho tiempo.
—¿Por qué no te casaste con él?
—No… no podíamos. No éramos libres.
—Te diré por qué lo pregunto, tía Grace. Es porque ahora sé que soy incapaz de amar. He pasado muchas horas sentada aquí, pensando. Y al final me he dado cuenta de que Arthur y yo éramos diferentes de las demás personas. Ahora veo que soy justamente igual que mi madre, que nací incapaz de sentir amor. Mamá nunca sintió amor por Arthur, ahora lo sé. Nunca nos ha amado a ninguno de los dos. Cuando trato de imaginarme a mi madre, ¡no puedo verla, tía Grace! —las lágrimas rodaban por sus mejillas—, No es más que una sombra. Es una mujer incompleta. Y al igual que ella, nunca seré capaz de amar a nadie, y ahora que Arthur ha muerto, estaré completamente sola en la vida.
Cuando Mona rompió a llorar, los recuerdos invadieron el pensamiento de Grace: la aterradora noche de febrero, dieciocho años atrás, en que había traído al mundo un bebé que no respiraba, en un vagón de ferrocarril; la primera risa de Mona, sus primeros pasos; aquella criatura parecida a un mono que se había apeado corriendo de un Cadillac diciendo que habían vuelto y no tenía que ir a Inglaterra. De pronto Grace sintió cada uno de los días de sus cuarenta y siete años.
—Mona, escúchame —le dijo, tomando las manos de la joven entre las suyas—. La daga que cayó aquel día sigue cayendo. Está apuñalando toda la vida y el amor que llevas dentro. No permitas que también te mate a ti, Mona. Sal de esta habitación. Ciérrala y dile adiós al fantasma que vive en ella. Tú perteneces a la tierra de los vivos. Arthur lo hubiese querido así. Y habrá alguien, no lo dudes, habrá alguien en tu vida a quien podrás amar. Te lo prometo.
Mona se secó los ojos con el dorso de la mano. Sus ojos negros se pusieron tristes y su voz estaba llena de soledad.
—Sé lo que me depara el futuro, tía Grace. Ahora que mi hermano ha muerto, soy la heredera de Bellatu. Todo esto será mío algún día, y voy a convertir esta plantación en mi vida. Voy a aprender a dirigirla, a cultivar café, y a ser independiente. El único amo que tendré en mi vida será Bellatu. Será la única cosa que amaré.
En los ojos de Mona brillaba una luz y de pronto Grace pensó en otro recuerdo, también de dieciocho años antes. Ella y Valentine se encontraban en ese mismo sitio, en una colina yerma donde algún día se alzaría la casa, y Grace escuchaba los planes que Valentine tenía para aquellos parajes sin cultivar. Grace había captado el tono de convicción de su voz al hablar de poseer esa tierra; había visto una iluminación extraña en sus ojos negros mientras describía su visión del futuro. Y de repente Grace se dio cuenta de que volvía a ser testigo de todo ello… en la hija de Valentine.
—Será una existencia solitaria, Mona —dijo con tristeza—. Tú sola, sin ninguna compañía, en esta casa tan grande.
—No me sentiré sola, tía Grace, porque estaré muy ocupada.
—¿Viviendo sólo para los cafetos?
—Tendré un motivo para vivir.
—¿Cuál?
—Hacer que David Mathenge pague su crimen.
—Déjalo correr, Mona —susurró Grace—. Entierra tu dolor. ¡La venganza nunca ha sido un consuelo para nadie!
—Algún día volverá aquí. Saldrá de su escondrijo, de dondequiera que esté, y volverá aquí. Y cuando vuelva me encargaré de que David Mathenge pague el asesinato de mi hermano.
Una puerta se cerró de golpe abajo. Se oyeron unos pasos ruidosos en la casa y finalmente la voz de Mario sonó en el pasillo:
—¡Memsaab Daktari!
—Santo Dios —dijo Grace, levantándose—. Estoy aquí, Mario.
El muchacho irrumpió en la habitación.
—¡Memsaab! ¡En la selva! Tiene que venir.
—¿Qué ocurre?
—¡Una iniciación, memsaab! ¡Una importante! ¡Muy secreta!
—¿Dónde? ¿Una iniciación para quién?
—En las montañas. Allí. Para muchachas, memsaab.
De repente Grace comprendió el extraño comportamiento de sus enfermeras, la ausencia del servicio de Bellatu, el extraño silencio en el recinto de la misión. Se habían reunido para una gran iniciación secreta, la primera desde hacía años. Era la ceremonia prohibida de la circuncisión femenina —la clitoridectomía—, la operación que había matado a la hermana de Mario.
—Memsaab —dijo el chico—, la chica, Njeri Mathenge…
Grace pasó volando por su lado hacia las escaleras.
Mona se quedó junto a la ventana, escuchando los pasos que se alejaban. Miró al exterior y vio que Grace y Mario cruzaban apresuradamente el césped hacia el sendero que llevaba a la misión.
A los pocos momentos un coche llegó de la otra dirección. Al ver que de él se apeaba un oficial de distrito, Mona se apartó de la ventana y bajó a recibirle.
Geoffrey se levantó al entrar ella en la sala de estar.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Acaba de llegar un policía. Sin duda se trata de algo relacionado con la iniciación.
Pero no era ése el motivo de la visita del policía. Traía un telegrama y se lo entregó a Mona.
—Es para la doctora Treverton, pero en la misión nadie sabía dónde estaba. Pensé que tal vez usted podría hacérselo llegar.
Mona miró el sobre amarillo y frunció el ceño. Al ver que el telegrama procedía de Uganda, lo abrió rápidamente.
Era de Ralph, el hermano de Geoffrey, y decía: Tía Grace. Grave brote malaria. Mamá ha muerto. Papá moribundo y pregunta por ti. Ven en seguida. Trae Geoffrey.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Mona.
Geoffrey cogió el telegrama y, antes de que pudiera reaccionar, Mona ya bajaba corriendo hacia el río.
Al llegar al risco, desde donde se divisaban el recinto de la misión, el campo de polo y la choza de Wachera, Mona no vio a su tía en ninguna parte.
La operación se llamaba
irua
y consistía en tres partes: extirpar el clítoris, recortar los labios y cerrar la vulva con puntos de sutura.
Su finalidad era atenuar la lujuria de las muchachas, poner coto a la promiscuidad sexual e imposibilitar la masturbación. Se creía que, una vez eliminada la parte sensible de los genitales y reducida la abertura vaginal al ancho de un dedo meñique, las muchachas se abstendrían de hacer experimentos antes del matrimonio. Más adelante, al ser compradas por un esposo, serían sometidas a un examen para que éste estuviera seguro de su virginidad, tras lo cual se haría una incisión para que el coito fuera posible.
La
irua
era uno de los rituales más antiguos y venerados de los kikuyu; señalaba la entrada oficial de una muchacha en la tribu y celebraba su paso a la condición de mujer. Las que se sometían a la
irua
eran honradas y respetadas entre el clan; a las otras se las consideraba proscritas y tabú.
Wachera llevaba varios días preparando sus instrumentos y medicinas.
Habían transcurrido muchas cosechas desde la última vez que ejecutara la sagrada
irua,
ya que el temor de su pueblo a las represalias del hombre blanco había ocasionado el abandono de muchos importantes rituales de los kikuyu; así pues, Wachera se sentía orgullosa y honrada de ejecutarla ese día. Los antepasados estaban complacidos; se lo habían dicho. Del mismo modo que la habían informado del escondrijo de su hijo: en la tierra donde el sol dormía.
Sin embargo, no le habían indicado cuándo volvería a casa.
Pero Wachera tenía paciencia y fe, por lo que estaba segura de que algún día su hijo regresaría a la tierra de los kikuyu y ocuparía su lugar como líder de su pueblo. Wachera también estaba segura de que ese día David recuperaría la tierra robada por el hombre blanco y expulsaría al intruso del país de los kikuyu.
Porque, ¿acaso su
thahu
no estaba dando resultado?
La terrible maldición que Wachera lanzara hacía muchas cosechas, en la gran casa de piedra del bwana, finalmente se había llevado la vida del único hijo del bwana. El resto de la
thahu
surtiría efecto en su momento y borraría la simiente del hombre que había derribado la higuera sagrada. Llegaría el día en que el bwana y su familia dejarían de existir y parecería que jamás hubiesen existido.
Con todo, los frutos de la venganza poco aliviaban el dolor que Wachera albergaba en su pecho día y noche, el dolor que le producían la ausencia de su único hijo, el anhelo de verle, la preocupación por su seguridad y su felicidad. No obstante, algún consuelo le brindaba saber que David estaba pasando por una prueba especial de su hombría, como los guerreros de antaño. Después de lo que había sufrido a manos del jefe Muchina y en la cárcel del hombre blanco, después de las penalidades que en ese momento soportaba en las tierras del oeste, Wachera sabía que su hijo, al volver, sería un guerrero, un auténtico Mathenge.
Interrumpió los preparativos finales para escuchar si se oían los cánticos de las muchachas, los cánticos que indicarían que venían del río, dispuestas a ser operadas.
Nadie ayudaba a la hechicera a hacer su trabajo secreto. Debido a su naturaleza sagrada, la
irua
requería una atención especial, una atención ritualmente limpia y espiritualmente pura. Empuñar el cuchillo no le estaba permitido a cualquiera, del mismo modo que tampoco cualquiera podía observar el procedimiento. Sólo podían presenciarlo las mujeres que estuvieran circuncidadas y tuviesen buena reputación en la tribu. Y la ceremonia era tabú para los hombres, hasta el punto de que se les castigaba si intentaban verla.
Wachera sabía que lo que iba a hacer no era visto con buenos ojos por el hombre blanco. No iba en contra de sus leyes, pues, pese a los esfuerzos de los misioneros por poner fin al antiguo ritual, no habían conseguido que lo declarasen ilegal oficialmente. Sin embargo, recurrían a otros medios para que los Hijos de Mumbi abandonasen las costumbres tradicionales y muchas veces lo conseguían. Uno de tales medios consistía en no admitir en sus escuelas a las niñas circuncidadas. Las escuelas de las misiones eran las mejores y, como la mayoría de los padres deseaban que sus hijos recibieran las ventajas y la educación del hombre blanco, hacían un triste pacto con los misioneros, renunciando a las costumbres ancestrales con el fin de recibir las migajas que caían de la mesa del amo blanco.
Éste había sido el sentimiento predominante en la tierra de los kikuyu hasta el día de la detención de David Mathenge.
Pero a partir de aquel día, gracias a los discursos persuasivos de Wanjiru y otros jóvenes como ella, los Hijos de Mumbi empezaron a ver que el pacto que establecieran con sus opresores blancos no tenía ningún sentido. El día de la gran protesta en Nairobi, cuando David se había fugado y los soldados habían hecho fuego contra la multitud indefensa, a los kikuyu se les habían abierto los ojos. Uno a uno habían acudido a Wachera, para preguntarle qué debían hacer, y ella les decía:
—Volved a las costumbres de los antepasados, pues se sienten infelices.
Aunque muchos kikuyu no estaban de acuerdo y se negaban a participar en la
irua
de ese día, pues creían a los misioneros cuando decían que era una costumbre monstruosa y bárbara, los verdaderos Hijos de Mumbi traerían a sus hermanas e hijas a la selva para que Wachera las circuncidara.
Volvió a escuchar por si se oían los cánticos.
Mientras Wachera trabajaba en la intimidad de la choza de iniciación, muchachas de todo el distrito, de nueve a diecisiete años de edad, se bañaban en las heladas aguas del río. Mientras las ancianas de la tribu montaban guardia en las márgenes, para tener la seguridad de que ningún hombre o ninguna persona no kikuyu las espiase, las muchachas que iban a ser iniciadas tiritaban y se helaban en unas aguas que tenían por objeto insensibilizarlas, pues no se utilizaría anestesia en la operación. Cantaban las canciones ceremoniales y dejaban caer hojas en el río como símbolo de que sus espíritus infantiles se ahogaban. Permanecerían en el agua helada hasta apenas sentir nada de cintura para abajo; luego seguirían un sendero que llevaba a una choza construida especialmente en la selva.
Antes del amanecer Wachera se había bañado en el río y afeitado la cabeza. Ahora se estaba pintando el cuerpo con pintura sagrada: yeso blanco del monte Kenia y ocre negro. Mientras se pintaba iba recitando palabras sagradas que hacían del yeso y el ocre potentes medicinas contra los malos espíritus. Después, volvió a comprobar las hojas curativas, las que ahuyentaban a los espíritus de la infección y la mezcla de leche y hierbas calmantes con que rociaría las heridas recién abiertas. Apartó unas hojas de dulce aroma para la última parte de la operación, momento en que las ataría entre las piernas de las muchachas antes de que las llevaran a la choza donde se curarían. Finalmente, Wachera inspeccionó su cuchillo de hierro. Estaba afilado y limpio, tal como le había enseñado su abuela, la anciana Wachera. Pocas de sus muchachas llegaban a sentir dolor en el momento de cortar o morían con la sangre envenenada.