Bajo el sol de Kenia (95 page)

Read Bajo el sol de Kenia Online

Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
11.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bonita fiesta, ¿eh?

Deborah sonrió forzadamente. El chico estaba cerca de ella y la hacía sentirse atrapada. Y el dolor, que llevaba consigo a todas partes como una joya pequeña y negra, empezaba a crecer en intensidad.

—¿Estudias aquí? —preguntó él.

—Sí.

—¿Qué especialidad?

—Voy a hacer medicina.

—No me digas. Yo, filosofía, aunque no sé para qué diablos me servirá. Medicina, ¿eh? ¿A qué facultad piensas ir?

—No lo sé. «Vivo los días de uno en uno».

—Me gusta tu acento. ¿Eres inglesa?

—No. De Kenia.

—¡No me digas! Un primo mío fue allí con los Voluntarios para la Paz. Pero no estuvo mucho tiempo. Dijo que era demasiado sucio. Yo no sabía que quedaban blancos en Kenia. ¿No hubo allí una sublevación de los zulúes hace veinte años o algo así?

—De los Mau-mau —dijo Deborah.

Él se encogió de hombros.

—Da lo mismo. Oye, ¿quieres que te traiga algo de comer? Tienen un curry increíble. ¡Eh! ¿Adonde vas?

Deborah huyó a través del gentío, encontró las puertas dobles que daban al patio y se entregó a la cálida noche californiana.

Cruzó corriendo el césped y encontró un banco desocupado. Se sentó en él, con los ojos llenos de lágrimas, y sintió que la negra gema de dolor crecía dentro de ella hasta llenar su cuerpo y empezar a cortar con sus facetas afiladas. Una noche extraña la envolvió; el alma de una tierra que no era la suya se movía sigilosamente a su alrededor, como si le estuviera tomando las medidas, dudando si debía dejarla permanecer allí o no.

«No debo amarte, Christopher. Jamás debo pensar en ti de esta manera…»

Finalmente Deborah dio rienda suelta a las lágrimas. Lloró como había llorado casi todos los días desde que se marchara de Kenia, desde el día en que había encontrado las cartas de su madre. Deborah apenas recordaba lo sucedido después. Con las palabras de mamá Wachera resonando en sus oídos, había vuelto a la misión para telefonear al abogado de su tía:

—Quiero cederles esta casa a las monjas —le había dicho—. Y quiero que venda Bellatu tan rápidamente como sea posible. No me importa lo que le den por ella. Y todo lo que hay dentro será para el comprador. Me voy de Kenia y no volveré jamás.

Ni siquiera había pasado la noche en la misión; estaba demasiado embrujada. Tras hacer el equipaje a toda prisa, había ido a Nairobi, donde, después de una noche terrible en el hotel Norfolk, había tomado el primer vuelo con destino a Los Ángeles. La escuela le había permitido instalarse en el dormitorio, pese a que era aún demasiado pronto. Y allí Deborah había pasado una semana de soledad y agitación espiritual. Después, al comenzar las clases, se había entregado a un agotador programa de estudios.

Había intentado escribir a Christopher y Sarah. Pero no había podido. Christopher no debía conocer la verdad nunca. El incesto era uno de los peores tabúes de los kikuyu, uno de los más condenatorios. Lo hubiera perseguido durante el resto de su vida, llenándosela de infelicidad.

Tampoco había sido capaz de escribir a Sarah. Deborah había dejado el tejido al cuidado de la hermana Perpetua, con instrucciones de devolvérselo a Sarah Mathenge y no había vuelto a ver a su amiga.

Alguien cruzaba el césped por delante de Deborah. La reconoció. Era Pam Weston. Deborah esperó que no la viese sentada a solas en el banco y vio con alivio que Pam se reunía con los demás en la sala de recreo.

Pam Weston había sido una de las nuevas amistades liberales de Deborah.

—Dios mío —había declarado Pam una noche durante la cena—. La virginidad no es más que un estado mental. Las chicas sencillamente ya no se reservan para el matrimonio. Y cualquier chica que se reserve no hace sino engañarse a sí misma. Se deja manipular por la tiranía del machismo.

Pam había pronunciado esas palabras tres semanas antes, cuando Deborah estaba tomando el café de después de la cena con sus nuevas amigas. La habían aceptado con mayor facilidad que las militantes negras, pero, a pesar de ello, había que reunir ciertos requisitos para pertenecer al grupo.

—Cualquier chica que todavía se depile las piernas no está liberada —decía Pam, y el grupo estaba de acuerdo.

Eran unas mujeres extrañas para Deborah, que nunca había oído hablar de la liberación de la mujer. Las noticias del extranjero llegaban con retraso a Kenia y estaban sujetas a la censura gubernamental. Sus nuevas amigas, que debido a su acento la tomaban por inglesa, se habían llevado una sorpresa al ver lo ignorante que era. A Deborah no le sonaban nombres tales como Gloria Steinem y Betty Friedan y no tenía la menor idea de lo que era el machismo. Deborah les parecía una paradoja: por un lado era blanca y perspicua, educada e inteligente, pero, por otro lado, era irremediablemente ingenua y provinciana.

—Si examinas el vestido de la mujer a lo largo de la historia —declaró Pam Weston—, verás lo esclavizadas que hemos estado. ¡Corsés, cotillas, cinturas de cuarenta y cinco centímetros! Pero por fin las mujeres están despertando y se visten como quieren. ¡Ya no seguiremos a merced de los diseñadores de moda machistas!

—Mi mejor amiga —se aventuró a decir Deborah con voz queda— está diseñando unos vestidos preciosos. Hasta confecciona su propio tejido, por el método «batik».

—¡Me encanta el «batik»! —exclamó la estudiante de ciencias empresariales—. Intenté hacerlo una vez, pero se me corrían los colores.

—Sarah aprendió el método ella sola. Es muy inteligente. Sus tejidos son verdaderas obras de arte. No me extrañaría que llegase a ser famosa algún día.

—¿Crees que me haría un vestido? —preguntó la de ciencias empresariales—. Se lo pagaría, por supuesto.

—Verás, es que Sarah no está aquí. Está en Kenia.

—Oh, «batik» africano. ¡Mejor todavía!

—¿Qué hace tu amiga en Kenia? —preguntó Pam Weston—. ¿Es de los Voluntarios para la Paz?

—Vive allí.

—Los blancos ya han explotado el África Oriental durante suficiente tiempo —intervino una estudiante de ciencias políticas—. Tu amiga debería dejar Kenia a la gente del país.

—Bueno —dijo Deborah—, Sarah no es blanca.

Todos la miraron.

—¿Tu mejor amiga es negra? —preguntó Pam Weston—. ¿Por qué no lo dijiste de buen principio? ¿O es que te da vergüenza?

Deborah no hizo caso. Sencillamente no entendían nada. Empujadas por el vivo deseo de demostrar su tolerancia racial, aquellas mujeres de mentalidad liberal perpetuaban la conciencia del color de la piel. A Deborah jamás se le había ocurrido pensar en Sarah o en Christopher de otra forma que como amigos, como personas.

En aquel momento se había dado cuenta de que nunca encajaría. No la aceptaban los negros ni la entendían los blancos. Estaba condenada a vagar por una especie de olvido racial. Las costumbres norteamericanas no eran las suyas; la historia y los dialectos del país le resultaban extraños. Era una mujer sin raza, sin país y ahora, finalmente, sin familia.

«Nunca podré volver a Kenia. Jamás debo ver a Christopher otra vez. La tía Grace ha desaparecido. Estoy sola. Debo forjarme una vida aquí, entre extraños, en un mundo en el que no nací».

—Hola. ¿Te importa que me siente contigo?

Deborah alzó los ojos y vio a una joven que vestía jersey de cuello redondo y téjanos. Su cara le pareció conocida.

—Vamos a la misma clase de fisiología —le explicó la joven—. Te he visto en clase. Me llamo Ann Parker. ¿Puedo sentarme contigo?

Deborah le hizo sitio.

—No sé por qué he venido a esta fiesta —dijo Ann—. Sólo que el dormitorio está tan vacío y solitario. Todo el mundo se ha ido a pasar las vacaciones en casa. No estoy acostumbrada a las multitudes.

—Yo tampoco —Deborah sonrió.

—Soy de una ciudad pequeña del Medio Oeste, así que ya sabes lo que quiero decir.

—¿Dónde está el Medio Oeste?

—¡Buena pregunta! —Ann rió—. A veces me pregunto si me equivoqué al venir a estudiar aquí. Esta universidad es mayor que la ciudad donde crecí. A veces me da miedo.

—Comprendo lo que sientes.

Ann sonrió.

—Me gusta tu acento. ¿Eres de Inglaterra?

Deborah vio las sabanas doradas de Amboseli y la silueta de los pastores masai recortándose sobre el cielo azul. Olió la tierra roja, el humo y las flores silvestres de la orilla del Chania. Oyó el tintineo de los cencerros de las cabras y el habla aguda y rápida de las mujeres kikuyu en mis
shambas.
Sintió los brazos fuertes y el cuerpo de guerrero del hombre al que tenía prohibido amar.

—Sí, soy de Inglaterra —dijo Deborah, consultando el reloj, y se permitió pensar, por última vez, que en ese mismo momento, en el otro lado del mundo, el sol se alzaba sobre el monte Kenia.

Novena parte
El presente
Capítulo 61

Deborah permanecía con los ojos clavados en la última anotación que Grace había hecho en su diario, con fecha 16 de agosto de 1973.

Deborah está enamorada de Christopher Mathenge. Y creo que él lo está de ella. No puedo imaginarme a ningún otro con quien me gustaría ver casada a mi Deborah, y ruego a Dios que me conceda vida suficiente para asistir a la boda, así podré darle mis bendiciones y desearles un futuro largo y feliz juntos.

Eran las últimas palabras que Grace había escrito en su libro. Murió aquella misma noche.

Tras cerrar el diario y dejarlo sobre la cama, Deborah descruzó las piernas entumecidas y se acercó a la ventana. Al apartar las cortinas, la luz del sol le hirió inesperadamente los ojos. Sorprendida al ver que ya era de día, se apresuró a cerrar las cortinas. Se dio cuenta de que había leído durante toda la noche y parte de la mañana, sin tener noción del tiempo.

Se apartó de la ventana y fue a sentarse en el pequeño sofá que completaba el mobiliario de la habitación. Apoyó los pies en la mesita de centro, buscó una postura cómoda y alzó los ojos hacia el techo. Al otro lado de la puerta sonidos de vida llenaban el pasillo: los carritos del servicio de habitaciones; los empleados que se llamaban unos a otros en suajili; el ruido periódico de los ascensores. Más allá de las ventanas Nairobi dejaba oír su cacofonía diurna de motores, bocinas y gente que gritaba en la calle.

Deborah se abrazó. Las lágrimas se encontraban detrás de sus ojos.

Era demasiado… la historia de su familia. Tenía la sensación de que un diluvio acababa de pasar por encima de ella, como si estuviese nadando en un mar embravecido.

Habían estado allí siempre, las respuestas que una vez le había pedido a Wachera acerca del otro bebé, el hijo del amor que habían tenido Mona y David. Las respuestas habían estado en el diario durante todos aquellos años, anotadas con la letra pulcra de Grace:

Perdimos cuatro vidas a manos del Mau-mau aquella noche: mi amado James; Mario, que había estado conmigo desde el principio; David Mathenge; y la niña, que murió pisoteada…

Y luego, dos páginas después:

Mona vuelve a estar embarazada. Dice que el hijo es de Tim Hopkins, un error, que estaba enloquecida por el dolor y no sabía lo que hacía.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Deborah cuando la verdad llegó a su alma.

«No fui una hija del amor, después de todo. Sino un error».

Encogió las piernas y se las abrazó, luego inclinó la cabeza y lloró quedamente sobre las rodillas.

Llamaron a la puerta.

Deborah levantó la cabeza. Al oír que metían la llave en la cerradura, se levantó y fue a abrir.

Un empleado se encontraba en el pasillo con su carrito de la limpieza y el brazo cargado de toallas limpias. Sonrió como pidiendo disculpas y por medio de gestos indicó que quería limpiar la habitación.

—No, gracias —dijo Deborah en inglés, luego lo repitió en suajili al ver que el hombre no la entendía. El empleado volvió a sonreír, hizo una inclinación de saludo y se fue con su carrito. Deborah buscó un letrero de «No molesten», encontró uno que decía «Usisumbue» y lo colgó en el pomo de la puerta por la parte de fuera.

Se apoyó en la puerta y cerró los ojos.

«¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué he venido?»

El ruido del exterior parecía atravesar los cristales en oleadas apremiantes. Oía la llamada de Nairobi, pero no quería hacerle caso. De pronto sintió miedo.

«Tienes miedo de algo —le susurró una voz en la memoria. Jonathan, seis meses antes, preguntándole: ¿Por qué huyes de mí? ¿Es de mí de quien tienes miedo, Deborah, o sencillamente te da miedo comprometerte?»

Se imaginó a Jonathan Hayes, trató de hacerle cobrar vida, en cuerpo y alma, en la habitación del hotel. Trató de imaginarse cómo estaría en ese momento, haciéndole hablar, extrayendo sus sentimientos, ayudándola a salir del tremendo laberinto en que se había perdido. Sentía consuelo al pensar en Jonathan, al imaginar su presencia. Pero como espectro Jonathan era demasiado tenue y se desvaneció cuando se oyeron voces altas en el pasillo.

Deborah tuvo la sensación de encontrarse dispersa por todo el mundo, la mitad de las piezas en el África Oriental, la otra mitad girando sin sentido alrededor de Jonathan en San Francisco. Desde sus primeros tiempos en California, hacía ahora quince años, cuando huía ciegamente de una realidad demasiado fuerte para que la afrontara una muchacha tan joven y sincera, Deborah había llevado una existencia a trozos, uniéndolos para formarse una identidad cuando y donde podía.

—¿Exactamente de qué parte de Cheshire es usted, doctora Treverton? —le había preguntado Jonathan la tarde en que se conocieron.

Deborah acababa de ingresar en la plantilla del hospital y le habían asignado el puesto de ayudante de Jonathan en las operaciones. Y con gran sorpresa por su parte le había confesado que no era de Inglaterra, sino de Kenia.

Ahora, al pensar en ello, supo la causa de aquella sinceridad inesperada. Era el propio Jonathan. Había algo en él, en sus ojos grandes y castaños, unos ojos que veían el alma y eran tan compasivos como los de un sacerdote, y en su voz confesional, una especie de voz de ordenador, le había parecido a ella al conocerle. Todo el mundo pensaba lo mismo del doctor Jonathan Hayes. La gente acudía a él con sus amores y sus miedos y él la escuchaba con paciencia consumada.

Pero ello no quería decir, como Deborah había comprobado durante los dos años que llevaban juntos, que fuese un hombre dado a revelar sus sentimientos. Jonathan no era demostrativo. Si tenía sentimientos, los ocultaba cuidadosamente debajo de un exterior ecuánime, despreocupado. Y por ese motivo el beso inesperado, impulsivo, que le había dado en el aeropuerto —¿cuándo? ¿ayer? ¿anteayer?— la había sobresaltado tanto.

Other books

The Invention of Fire by Holsinger, Bruce
Skin Walkers: Gauge by Susan A. Bliler
Mad Dog Justice by Mark Rubinstein
Popped Off by Allen, Jeffrey
Lumen by Joseph Eastwood
Bewitched by Hebert, Cambria