Bajo el sol de Kenia (91 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Y ahora lo sintió, mientras se encontraban sentadas al sol y Sarah iba pasando las páginas y hablando con entusiasmo de los tejidos que crearía, los vestidos que pensaba diseñar, el «estilo» que iba a dar a sus hermanas africanas. Mamá Wachera sintió que una energía juvenil salía de Sarah y se introducía en su propio y viejo cuerpo.

—¿Y para esto necesitas dinero? —preguntó finalmente Wachera.

—La señora Dar me ha prometido venderme una de sus máquinas de coser viejas. Entonces necesitaré alquilar un lugar pequeño en la ciudad… poca cosa, pero ha de tener electricidad y espacio para extender mis tejidos y cortarlos.

Wachera movió la cabeza de lado a lado.

—No entiendo el dinero. ¿Por qué no haces un trueque con la señora Dar? Puedes tomar lo que haya en mi huerto. En el maizal de la orilla del río hay más abundancia que nunca. ¿O quizá preferiría unas cabras? Soy una mujer rica, Sarah. ¡Poseo casi un centenar de cabras!

Presa de exasperación, la muchacha se levantó de un salto. Su abuela vivía en el pasado. ¡Comprar una máquina de coser con cabras!

—Necesito dinero de verdad, abuela. Libras y chelines. Si tuviera que conseguirlo trabajando y ahorrando, tardaría años. ¡Lo necesito ahora!

Mamá Wachera reflexionó un poco, luego dijo:

—Quizá buscas donde no deberías buscar, niña. Deberías buscar tu respuesta en la tierra.

Sarah se esforzó por reprimir su impaciencia. Intentar hablar con su abuela resultaba casi tan imposible como hablar con su madre. La gente mayor sencillamente no comprendía nada. ¡Vivía en el pasado! Si al menos Deborah hubiese vuelto de Kilima Simba… Deborah sí la comprendería.

Wachera se levantó lentamente, recogió su azadón y le dijo:

—Ven conmigo.

Sarah sintió deseos de protestar, pero habría sido una falta de respeto. Así que siguió a su abuela hasta el maizal de la orilla del río.

—Los Hijos de Mumbi han vivido de la tierra desde el primer hombre y la primera mujer —explicó mamá Wachera mientras conducía a su nieta entre los altos tallos de maíz—. Nacimos de la tierra. Cuando prestamos juramento comemos la tierra para ligar nuestro espíritu a nuestras palabras. La tierra es preciosa, hija, no lo olvides jamás.

Al llegar a la esquina del maizal, Wachera se inclinó para clavar el azadón en la tierra que se encontraba a la sombra de altos plataneros.

—Cuando se olvidan las antiguas costumbres —dijo, mientras cavaba— todo está perdido. En la tierra se encuentran nuestras respuestas.

Sarah miró fijamente el río, sintiendo cómo su enojo iba en aumento. No estaba de humor para lecciones de agricultura.

Pero cuando el azadón chocó con algo, de pronto puso más atención.

Wachera siguió doblada por la cintura, las piernas rectas como si estuviera escardando o recolectando, y cavó en la tierra suelta. Sarah vio con asombro que extraía una voluminosa bolsa de cuero.

—Toma —dijo mamá Wachera, entregando la bolsa a su nieta.

Intrigada, la muchacha deshizo el nudo del cordel que cerraba la bolsa y vio que ésta contenía gran número de monedas de plata. ¡Habría por lo menos cien libras!

—Abuela —dijo—, ¿de dónde sacaste esto?

—Ya te he dicho, hija, que el dinero no me sirve para nada. Cada semana, durante veinte cosechas, tu madre me envió dinero para tu manutención. Yo no lo necesitaba, ya que os alimentaba a ti y a tu hermano con lo que me daba mi propia
shamba.
No necesitaba comprar medicinas porque las hacía yo misma. Y cuando la escuela insistía en que os pagara los uniformes y los libros, enviaba cabras y me las aceptaban. No entiendo las monedas. Pero las guardo, porque sé que contienen poder.

Sarah contempló fijamente a la anciana durante un momento; luego exclamó:

—¡Abuela!

—¿Es esto lo que necesitas? ¿Esto te hará feliz, niña?

—¡Muy feliz, abuela!

—Entonces es tuyo.

Sarah abrazó a la anciana, luego, como transportada, giró sobre el suelo, danzando. Wachera rió y le dijo:

—¿Qué harás ahora, hija?

Sarah se detuvo, los ojos reluciéndole. Sabía exactamente qué iba a hacer con el dinero. Pero tendría que darse prisa. No disponía de mucho tiempo.

Deborah se iría al cabo de dos semanas.

Capítulo 58

Grace se quitó el estetoscopio y lo guardó en el bolsillo de la bata blanca. Se volvió hacia la hermana que estaba a su lado, una monja africana que vestía el hábito azul claro de su orden, y dijo:

—Téngalo en observación y si advierte algún cambio, avíseme en seguida.

—Sí, memsaab Daktari.

Grace echó un último vistazo a la gráfica médica del muchacho, luego, frotándose distraídamente el brazo izquierdo, salió de la sala de pediatría.

Mientras caminaba por la calle bordeada de árboles camino de su casa muchas personas la saludaron: un sacerdote que se dirigía apresuradamente a un bautismo; estudiantes de enfermería que llevaban libros en la mano; monjas católicas vestidas con hábitos azules; pacientes en sillas de ruedas; visitantes que traían flores. La Misión Grace era como una pequeña ciudad; era una comunidad independiente que se bastaba a sí misma y llenaba hasta el último centímetro de sus doce hectáreas. Y decían que era la misión más grande de África.

Grace Treverton seguía siendo la directora, pero gran parte de la tarea de dirigir la misión estaba en manos de otras personas, en quienes Grace había ido delegando autoridad a lo largo de los años, gradualmente. A sus ochenta y tres años, ya no podía hacer ella misma todo el trabajo, como le hubiera gustado.

Los faroles se encendieron porque la noche caía ya. La gente caminaba de prisa hacia los comedores, las clases nocturnas, las vísperas en la iglesia. Grace subió despacio los escalones de su cómoda y familiar veranda y, al entrar por la puerta principal, se alegró de ver que Deborah había vuelto de Amboseli.

—Hola, tía Grace —dijo Deborah, abrazándola—. Llegas en el momento justo. Acabo de preparar el té.

El interior de la casa había cambiado poco con los años. Los muebles, que ahora eran considerados antiguos, aparecían protegidos por fundas y antimacasares. Como siempre, su enorme mesa de trabajo estaba llena de facturas, pedidos, revistas médicas, correspondencia de todo el mundo.

—¿Qué tal Kilima Simba? —preguntó Grace acompañando a su sobrina a la cocina.

—¡Tan lujoso como siempre! ¡Y tan lleno, que han tenido que obligar a los huéspedes a compartir las habitaciones y aun así no hay suficiente! El tío Geoffrey dice que va a construir un pabellón nuevo aquí mismo, en los Aberdare. Dice que le hará la competencia al Treetops.

Grace meneó la cabeza, riendo.

—El tío Geoffrey es de esos que saben ver el futuro. Hace diez años todos dijimos que estaba loco. Ahora es uno de los hombres más ricos del África Oriental.

Aunque se habían registrado algunos problemas en los primeros años de la independencia —el ejército de Kenia se había rebelado, algunos forajidos habían tratado de aterrorizar a los blancos—, no había ocurrido nada serio, como predecían muchos; no se había producido una segunda rebelión del Mau-mau. Mediante el trabajo arduo y la cooperación y el espíritu de
harambee,
«permanecer juntos», y bajo el fuerte liderazgo de Jomo Kenyatta, Kenia se había convertido en una nación unida y próspera, ganándose el título de «joya del África negra». Sólo el tiempo diría si esa estabilidad iba a durar durante los próximos diez años de
uhuru.

Mientras untaba los bizcochos con mantequilla y ponía la compota y la crema en la mesa, Grace observó con atención a su sobrina. Deborah no aparecía tan animada como de costumbre.

—¿Todo va bien? —preguntó Grace, sentándose a la mesa—. ¿Te encuentras bien, Deborah?

La sonrisa que recibió a modo de respuesta fue una sonrisa sin vida.

—Estoy bien, tía Grace.

—Pero algo te preocupa. ¿Se trata de tu viaje a California?

Deborah clavó los ojos en el té.

—Tienes dudas sobre si ir o no ir —dijo Grace con dulzura—, ¿verdad?

—¡Oh, tía Grace! ¡Estoy tan confusa! Sé que es una oportunidad maravillosa para mí, pero…

—Te da miedo, ¿no es así?

Deborah se mordió los labios.

—¿Entonces es que hay algo más? No estarás preocupada por mí, ¿verdad? Ya hemos hablado de eso. Yo quiero que vayas. No me sentiré sola. Y los tres años pasarán volando.

Para una muchacha de dieciocho años como Deborah tres años eran como tres siglos.

Grace esperó. En los años que llevaban juntas, viviendo más como madre e hija que como tía y sobrina, Deborah siempre había acudido a ella con sus temores, sus preguntas, sus sueños. Habían pasado muchas noches junto al fuego, hablando. Grace le había contado historias sobre los Treverton que la muchacha escuchaba con embeleso. Jamás había habido secretos entre ellas, exceptuando la identidad del padre de Deborah; Mona había hecho prometer a Grace que guardaría ese secreto. Y al marcharse Mona y escribir sólo de vez en cuando, impersonalmente, Deborah no tenía más familia que su tía. Estaban tan unidas como se podía estar y vivían la una para la otra.

Finalmente Deborah dijo con voz queda:

—Se trata de Christopher.

—¿Qué le pasa?

Deborah removió el té con la expresión propia de quien busca las palabras justas.

—No os habréis peleado, ¿verdad? —dijo Grace—. ¿Es por eso que se fue a Nairobi el día en que volvió de Inglaterra? —Grace recordó el niño de corta edad que Deborah había traído a tomar el té cierto día, un niño que ella, Grace, había reconocido inmediatamente como reencarnación de David Mathenge. Desde aquel día hasta que Christopher se había ido a Oxford, Deborah y él habían sido inseparables.

—No sé por qué se fue a Nairobi, tía Grace. No sé por qué no viene por aquí.

—Bueno, sí viene. Debéis hacer las paces mañana.

Deborah alzó la cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Que está aquí?

—Lo vi a primera hora de la tarde. Llevaba una maleta y se disponía a entrar en su choza.

—¡Ha vuelto!

Al notar la expresión en los ojos de su sobrina y el tono de excitación de su voz, Grace de pronto lo comprendió todo.

—Tengo que verle —dijo Deborah, levantándose—. Tengo que hablar con él.

—Ahora, no, Deborah. Espera hasta mañana.

—No puedo esperar, tía Grace. Hay algo que debo saber. ¡Y debo saberlo ahora!

Grace meneó la cabeza. ¡La impaciencia de la juventud!

—¿Qué es tan importante que te hace ir corriendo a verle ahora mismo?

—Es que —dijo Deborah en voz baja— estoy enamorada de él. Y necesito saber qué siente él por mí.

Grace no se sorprendió.

«Hace veinte años —pensó con tristeza— tu madre siguió el mismo camino. Pero tú tienes suerte. Hoy no existe ninguna barrera racial. Mona y David nacieron demasiado pronto. Su amor estaba condenado».

—No deberías ir a verle ahora, Deborah. Deberías esperar hasta mañana.

—¿Por qué?

—Porque cuando una muchacha soltera entra en la choza de un hombre soltero, lo hace sólo por una razón. Los kikuyu lo llaman
ngweko.
Es una costumbre antigua que los misioneros han tratado de borrar, pero estoy segura de que todavía se practica en secreto en muchos lugares.

—¿Qué es
ngweko?

—Es una forma de noviazgo, y está gobernada por reglas y tabúes. Si visitaras la choza de Christopher esta noche, Deborah, significaría una sola cosa para quien te viese.

—Me da igual lo que piense la gente.

—Entonces considera lo que podría pensar Christopher. ¿Él siente por ti lo mismo que tú por él?

—No lo sé —repuso Deborah con acento compungido.

Grace apoyó una mano en el brazo de la muchacha y dijo dulcemente:

—Sé lo que estás pasando. Yo también estuve enamorada, hace muchos años, y sufría las mismas angustias que tú sufres ahora. Pero debes proceder despacio y con cuidado, Deborah. Tenemos que vivir de acuerdo con ciertas reglas. A Christopher lo gobierna la tradición kikuyu tanto como a nosotras nos gobierna la moral europea. Si le visitas en su choza de soltero, corres el riesgo de echar a perder tu reputación. Y él podría perderte el respeto. Espera hasta mañana. Invítale a tomar el té aquí.

Grace se levantó de la mesa y, dándose masaje en el brazo, dijo:

—Será mejor que me vuelva a la sala de pediatría. Tengo en observación a un chiquillo que me temo que tiene meningitis.

—¿No puede hacerlo otra persona, tía Grace? Trabajas demasiado. Pareces cansada.

Grace sonrió tranquilizadoramente.

—En cincuenta y cuatro años, Deborah, exceptuando las pocas veces que me he ausentado de la misión, nunca he dejado de hacer la ronda nocturna. No te preocupes por mí, querida. Descansa un poco y piensa en tu emocionante viaje a California.

Cuando su tía se hubo ido, Deborah se sentó junto al fuego, triste e indecisa, preguntándose si debía esperar o ir a verle en seguida.

Recorrió la sala de estar con la mirada. Una de las paredes aparecía cubierta de libros, muchos de ellos muy viejos, de los primeros tiempos de Grace en el África Oriental. Deborah, acercándose, echó un vistazo a los títulos. Encontró lo que buscaba:
De cara al monte Kenia,
de Jomo Kenyatta.

Había una descripción de la costumbre denominada
ngweko
en la página 155.

* * *

Yacía despierta en la cama, escuchando la noche. La misión dormía y en lo alto de la colina la plantación de café estaba vacía de trabajadores y máquinas. Deborah se encontraba en la cama que había ocupado durante diez años, la misma cama, de hecho, en que su madre había dormido durante el estado de excepción y en el mismo dormitorio donde habían muerto David Mathenge y sir James, aunque esto ella no lo sabía. La noche era de viento y luna llena. Las ramas torcidas del Jacaranda y las gráciles varitas de los alisos y los álamos trazaban dibujos móviles en las paredes enjalbegadas del dormitorio. El viento movía los árboles y las sombras de la pared hacían pensar en una escena submarina. Deborah tenía la impresión de estar flotando entre algas y hierbas submarinas que se mecían a impulsos de las profundas corrientes oceánicas. También el silencio se parecía al silencio del mar.

Escuchó el ritmo acompasado de su corazón, sintiendo su pulso en el cuello, las puntas de los dedos, los muslos. La noche era fría, pero Deborah tenía calor. De un puntapié apartó las mantas y se quedó tendida boca arriba, con los ojos clavados en el techo. El viento gemía. Una nube cubrió la luna y Deborah se vio sumida en las tinieblas. Luego la luz volvió y el mundo quedó bañado por un resplandor sobrenatural.

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