—¿Por qué nos paramos aquí? —preguntó Deborah.
—Un lugar muy histórico, señorita. Todos los turistas se paran aquí.
Deborah miró el edificio viejo y bajo que era apenas una sombra de su gloria colonial de antaño. En otro tiempo el Blue Posts había sido lugar de recreo para colonos blancos. Ahora había carteles anunciando cuellos de pollo a la parrilla y barbacoa de costillas de cabra.
—No quiero detenerme aquí —dijo Deborah—. Sigamos hasta Nyeri.
Abdi la miró con expresión divertida, luego se encogió de hombros y volvió a tomar la carretera. De vez en cuando miraba a su pasajera por el retrovisor.
Puso la radio. Dieron un breve anuncio sobre un producto para aclarar la piel llamado Mona Lisa y luego un locutor de La Voz de Kenia dijo:
—Nuestro amado presidente, el honorable Daniel Arap Moi, ha dicho hoy que el gobierno se esfuerza por colocar la asistencia sanitaria al alcance de todos los kenianos antes del año 2000.
Deborah recordó el poblado de Ongata Rongai, los niños famélicos y enfermos, la suciedad, las moscas, y pensó en Christopher, que intentaba introducir un poco de esperanza, un poco de alivio, en aquellas vidas miserables. Pensó en Sarah, que cruzaba las turbulentas calles de Nairobi a bordo de su Mercedes con chófer, y pensó también en los mendigos sentados a la sombra del ostentoso y mal cuidado centro de conferencias. Deborah se dio cuenta de que era como si dos mundos completamente distintos ocupasen el mismo espacio.
Dio unos golpecitos en el hombro de Abdi, señaló la radio y dijo:
—Si no te importa.
—Oh, perdone, señorita —cerró la radio, se sacó el tallo de una hoja de
miraa
del bolsillo de la camisa y se lo metió en la boca. Aunque la
miraa
era considerada un estimulante, Deborah sabía que en realidad servía para levantar el ánimo y los keniatas la masticaban porque les ayudaba a soportar sus problemas.
El Peugeot avanzaba velozmente entre kilómetros y kilómetros de tierras de labranza. Había mujeres en los campos y mujeres transportando cargas pesadas sobre sus espaldas por los caminos. Deborah se fijó en que casi todas estaban embarazadas o llevaban un bebé a cuestas. Había mujeres en los cruces con niños colgados de sus faldas; otras caminaban con paso cansino por el borde de la carretera, donde unos tenderetes vendían verduras. Las había también en los estanques sucios donde estaban las vacas, inclinadas para llenar las calabazas. Otras se encontraban de pie en las paradas de autobús, esperando los
matatus
que ya iban peligrosamente sobrecargados. Deborah pensó que más allá de los límites de Nairobi, Kenia era una nación de mujeres y chiquillos.
—Pronto llegarán las lluvias —dijo Abdi, interrumpiendo sus pensamientos.
Deborah miró el cielo azul.
—¿Cómo lo sabes?
—Mamas en los campos, cavando.
Deborah se había olvidado, pero ahora recordó que las mujeres en las
shambas
eran unos barómetros muy seguros. Aunque no hubiese ni una nube en el cielo ni se notara presagio alguno de lluvia en el aire, una podía tener la seguridad de que se aproximaban las lluvias al ver a las mujeres trabajando afanosamente la tierra.
«Pronto llegarán las lluvias».
¿Cómo podía habérsele olvidado? De niña se había acostumbrado al ritmo de los períodos de lluvia y de sequedad y había aprendido a presentir el cambio como las mujeres africanas. Pero había perdido esa intuición en California, donde había experimentado sus primeros veranos de verdad seguidos de otoños de tonalidades castañas y doradas, gélidos eneros y primaveras floridas.
«¿Qué más habré perdido?», se preguntó mientras contemplaba los campos de maíz y de té.
El paisaje empezó a cambiar y una ansiedad creciente se apoderó del corazón de Deborah. La carretera recta y lisa fue estrechándose y empezó a serpentear mientras subía entre colinas cubiertas de lujuriantes rectángulos de tierra de labranza. Al acercarse al monte Kenia, también Deborah vio las oscuras nubes de lluvia que comenzaban a extenderse por el cielo.
—Llegaremos a Nyeri pronto, señorita —dijo Abdi, cambiando de marcha para adelantar a un camión de cerveza Tusker.
Sufrieron un retraso por culpa de un accidente de carretera. Al pasar lentamente el Peugeot por la caótica escena del accidente, Deborah miró a los policías y a los indiferentes hombres de las ambulancias y vio que una enorme multitud de mujeres y niños contemplaba los retorcidos restos de cuatro automóviles. Pensó en el tío Geoffrey y en el tío Ralph.
«Toda la familia se mató…»
De pronto se acordó de otro accidente, ocurrido el año anterior en San Francisco. Era la noche en que se inauguraba la temporada de ballet. Actuaba Baryshnikov y las entradas estaban agotadas desde hacía meses. Jonathan, valiéndose de su influencia, había conseguido unas entradas de palco y una invitación al banquete que se celebraría después. Llevaban semanas esperando con ilusión que llegara la gran noche y Deborah se había comprado un vestido especialmente para la ocasión. Jonathan la había recogido en su piso y habían llegado ya al cruce de Masón con Powell cuando presenciaron el accidente. La calzada estaba resbaladiza a causa de la lluvia y un automóvil derrapó y fue a chocar con un coche de teleférico.
Con la misma tranquilidad con que hubiera organizado una merienda campestre, Jonathan se había hecho cargo de la situación, separando los heridos de los muertos, dando órdenes a los enfermeros que acudieron al lugar, tranquilizando a las víctimas, ensuciándose el esmoquin, utilizando la bufanda blanca a guisa de venda, poniendo orden en el caos para facilitarles las cosas a los policías y los sanitarios, trasladándose al hospital en una de las ambulancias. Deborah había trabajado con él y entre los dos habían salvado vidas y atajado los brotes de histeria. Aquella noche se perdieron el ballet y el banquete, y a Deborah se le estropeó el vestido nuevo. Pero tuvo la impresión de haber sido compensada más que generosamente, porque se había enamorado de Jonathan.
En las afueras de Nyeri pasaron por delante de una escuela para niñas. Deborah había estudiado en ella cuando era pequeña. Se preguntó si la señorita Tomlinson seguiría siendo la severa directora, y luego se dijo que seguramente la escuela ya habría sido africanizada. La directora sería una mujer negra. Deborah forzó la vista para ver algo cuando pasaron por delante de la escuela. Los edificios y los jardines parecían descuidados y entre las estudiantes que se encontraban en los polvorientos campos de juego no vio ni una sola cara blanca.
Finalmente, vio un letrero grande y descolorido que se alzaba junto a un camino de tierra: Cooperativa Africana de Café, distrito de Nyeri.
La antigua plantación Treverton.
—Métete allí, por favor —dijo al chófer. El camino de tierra seguía el curso del río Chania, que pasaba por un barranco a la izquierda del coche. Al llegar al punto donde empezaba la plantación, Deborah dijo—: Por aquí, por favor —y Abdi desvió el coche hacia un lado. Al enmudecer el motor, un silencio impresionante les envolvió.
Deborah miró fijamente por la ventanilla. La plantación estaba exactamente tal como la recordaba. Pulcras hileras de cafetos cargados de bayas verdes cubrían dos mil hectáreas de terreno suavemente ondulado. A su derecha, en el horizonte, el monte Kenia se alzaba de la tierra llana hasta alcanzar un pico perfecto, «como un sombrero chino», había escrito Grace en su diario. A la izquierda de Deborah estaba Bellatu, que parecía restaurada y llena de vida.
Deborah se apeó del coche y dio unos pasos por el camino de tierra. Se volvió de espaldas al viento que presagiaba lluvia y miró la casa grande.
¿Quién la habrá comprado? ¿Quién vivirá ahora en ella?
Entonces vio que alguien salía por la puerta principal y se detenía un momento en la galería. Era una monja católica que vestía el hábito azul de la orden que se había hecho cargo de la Misión Grace.
¿Sería Bellatu una residencia para hermanas? ¿Quizá un convento?
Deborah se volvió, cruzó el camino hasta un risco cubierto de hierba y miró hacia el otro lado de un barranco ancho por cuyo fondo pasaba el Chania. Ahora estaba completamente desforestado; la tierra aparecía afeitada y cubierta de cicatrices, dividida en humildes
shambas.
Vio las chozas de barro y las mujeres trabajando en los campos.
Forzando los ojos para mirar hacia abajo, Deborah pudo ver el campo de rugby, que en otro tiempo había sido de polo, donde en ese momento jugaban dos equipos de muchachos africanos. Intentó imaginarse a su abuelo, el gallardo conde, montado en su poney y cabalgando hacia la victoria.
Junto a la valla metálica había un hogar modesto consistente en pulcras parcelas de verduras, un corral para cabras y cuatro chozas de barro con techo de cinc. Unas mujeres con bebés trabajaban la tierra. Deborah se preguntó quiénes serían.
Finalmente miró hacia el Chania y vio un fantasma en la orilla: el joven Christopher, los ojos escondidos detrás de las gafas de sol. Le pareció que por encima del agua sonaba una risa fantasmagórica, la risa de una Sarah más amable, más inocente.
Sintió grandes deseos de volverse de espaldas a la dolorosa escena.
Pero estaba clavada en aquel lugar, en la tierra roja que sus pies descalzos habían conocido tan bien cuando era niña. Se estremeció. El viento alzó los cabellos, recogidos detrás del cuello y cayéndole sobre la espalda. Le pincharon las mejillas, revolotearon enfrente de sus ojos. Se los apartó con la mano y continuó de pie en el risco cubierto de hierba.
La tierra seguía siendo tan bella, el aire tan terso y puro y tan lleno de la magia que la había nutrido en una tierna edad. Deborah volvía a sentirse como una niña pequeña, corriendo libremente por la orilla del río, enamorada de África, sin más compañía que una familia de monos y un par de nutrias. No había fealdad ni pobreza en aquel mundo; aquella Kenia era un lugar burbujeante y lleno de fantasía. Y a aquel país había esperado volver Deborah, para encontrar el principio y empezar de nuevo, esperando también encontrarse a sí misma.
Pero, al parecer, aquella Kenia ya no existía y Deborah empezaba a preguntarse si había existido alguna vez. Y si no podía empezar de nuevo desde el principio, ¿cómo encontraría sus raíces, las pistas que la ayudarían a estar en paz consigo misma?
Finalmente miró hacia la misión, donde una vieja hechicera yacía moribunda.
Comprobó con sorpresa que la dirección del hotel Outspan la instalaba en Paxtu Cottage, el último hogar de lord Baden-Powell, fundador de los Boy Scouts.
En su bungalow, consistente en un dormitorio, sala de estar, dos chimeneas y dos cuartos de baño, el jefe de los exploradores había vivido sus últimos años y había muerto. Estaba enterrado en Nyeri, en una sepultura de cara al monte Kenia, en el mismo cementerio donde reposaba sir James Donald. El hotel estaba lleno hasta los topes, según le había explicado el director. Normalmente, la casita de Baden-Powell no la utilizaban, pues era un venerado monumento nacional. Pero no tenían ninguna otra habitación libre. El director era el señor Che Che y Deborah se preguntó si sería descendiente del mismo Che Che que había guiado la carreta de bueyes de su tía desde Nairobi hacía ahora sesenta y nueve años.
Paxtu Cottage se hallaba situado entre suaves pendientes cubiertas de césped verde con un perímetro de selva. Era un lugar aislado y silencioso y Deborah se alegró de que se lo hubiesen asignado. El empleado del hotel le llevó la maleta y mientras apartaba las cortinas, revelando una galería espaciosa y una vista del monte Kenia, Deborah echó una ojeada a las fotos y cartas históricas que aparecían cuidadosamente conservadas y enmarcadas en las paredes. Baden-Powell había bautizado el lugar con el nombre de Pax, que era su hogar ancestral en Inglaterra; Deborah se preguntó si habría seguido el ejemplo de Bellatu, que se encontraba cerca de allí.
Como ya había pasado la hora del almuerzo y los grandes grupos de turistas ya habían llegado, comido y vuelto a irse montaña arriba para pasar la noche en Treetops, el comedor y la terraza panorámica aparecían silenciosos y casi vacíos. Se sentó a una mesa y se puso a contemplar el monte Kenia, cuyos picos de carbón vegetal se recortaban sobre nubes de acero y parecían burlarse de su regreso al África Oriental. Un camarero de hablar sosegado, pantalones negros y chaqueta blanca le trajo una tetera y señaló una mesita en la que había pastas y emparedados.
A pesar de la «africanización» y la «kenianización» como iniciativas oficiales del gobierno para borrar los vestigios coloniales del país, Deborah pensó que esa clase de tradiciones estaban demasiado arraigadas. Había visto servir el té de las cinco también en el Hilton y no le cabía la menor duda de que, como muchas otras costumbres británicas de los tiempos coloniales, el té de las cinco y los camareros con guantes blancos perdurarían.
—¡Que me cuelguen si no es Deborah Treverton!
Deborah alzó los ojos, sobresaltada, y vio que un desconocido la estaba mirando fijamente.
Le devolvió la mirada y luego dijo:
—¿Eres Terry?
El hombre se le acercó con la mano extendida.
—¿Eres Terry? —volvió a decir ella, incrédula, creyendo que veía un fantasma. Pero la mano que apretó la suya pertenecía a un hombre muy vivo.
El hombre tomó una silla y se sentó.
—¡Menuda sorpresa! Te he visto aquí sentada y me he dicho: «¡Que me aspen si esa mujer no se parece muchísimo a Deborah Treverton!» Y luego me he dicho: «¡Es ella!».
Deborah siguió mirándolo fijamente, incapaz de pronunciar palabra. Terry estaba igual a como ella lo recordaba, sólo que su parecido con el tío Geoffrey era todavía mayor, en el rostro tostado por el sol, en el aire de confianza en sí mismo. Terry Donald era un hombre muy atractivo, vestido con su camisa de algodón beige, el suéter de color verde oliva, los pantalones cortos, los calcetines hasta las rodillas y las botas. Los cabellos de color castaño oscuro aparecían mucho más claros de lo que ella recordaba, sin duda por efecto de muchos años de sol, y los ojos eran más azules.
—¡Dios mío, Deb! ¡No puedo creer que seas tú! ¿Cuánto tiempo ha pasado?
El camarero se les acercó.
—
Nataka tembo baridi, tafadhali
—le dijo Terry, pidiéndole una cerveza—. ¿Cómo es que nunca me escribiste, Deb? ¿Acabas de llegar o llevas ya mucho tiempo en Kenia?