—Ojalá la tía Grace estuviese aquí. Podría hablar con ella. Me ayudaría.
—Déjame que te ayude yo, Debbie. Podemos encontrar una salida juntos.
—¿Cómo?
—Para empezar, puedes dejarme leer el diario.
Se instalaron cómodamente en el sofá, Jonathan en un extremo, leyendo a la luz de una lámpara de mesa, y Deborah acurrucada en el otro extremo, con cojines en la espalda. Al ver que Jonathan abría el viejo libro y empezaba a leer la primera página amarillenta, Deborah notó que la invadía una extraña sensación de complacencia. Había algo vagamente consolador en el hecho de que Jonathan leyera las palabras de su tía. Deborah escuchó la lluvia y cerró los ojos.
* * *
El timbre del teléfono la despertó con brusquedad cuando dormía profundamente, sin soñar.
Jonathan se levantó el primero para contestar. Luego colgó y dijo:
—Era la misión. Mamá Wachera está despierta y pregunta por ti, Debbie.
Deborah se desperezó y se frotó el cuello rígido.
—¿Qué hora es?
—Es tarde. Ya he leído más de la mitad del libro —Jonathan levantó el diario en alto—. Acaban de encontrar al conde muerto en su coche. ¡Menuda familia la tuya, Debbie!
Deborah alargó la mano para coger el suéter, que se había secado junto al fuego, y dijo:
—Lamento muchísimo tener que dejarte, Jonathan.
—No te preocupes. Vete tranquilamente y aclara las cosas con la vieja. Seguiré aquí cuando vuelvas.
—No sé cuánto tardaré.
—Tengo compañía de sobras —Jonathan sonrió y volvió a levantar el libro. En la puerta la abrazó y le dijo—: Quiero que vengas a casa conmigo, Debbie. Quiero que encuentres lo que estés buscando aquí, que lo aceptes y que luego te olvides del pasado. El futuro nos pertenece, Debbie.
—Sí —susurró Deborah, y lo besó.
* * *
Deborah se dio cuenta de que súbitamente se había puesto muy nerviosa. Mientras seguía a la enfermera de noche por la sala tenuemente iluminada, sintió que el pulso se le aceleraba, que su ansiedad iba en aumento.
Wachera descansaba apoyada en almohadas colocadas de forma que pudiera estar cómodamente semiacostada. Deborah observó que le costaba respirar. Los ojos color castaño oscuro se clavaron en ella mientras se acercaba a los pies de la cama y siguieron observándola cuando se sentó en una silla junto a la cabecera.
—Tú… —dijo Wachera con voz débil—. La memsaab. Has venido.
Deborah se llevó una sorpresa. Hacía años que no oía la palabra «memsaab»; la habían prohibido cuando la independencia. Pero también cayó en la cuenta de que la hechicera no la usaba para dirigirse a ella respetuosamente.
«¿Qué memsaab? —se preguntó Deborah—. ¿Creerá que soy mi madre?»
—Viniste —prosiguió la anciana voz—. Hace tantas cosechas. Con tus carretas y tus extrañas costumbres.
«¡Mi abuela!»
—Entre los
wazungu,
eras la única persona que comprendía a los Hijos de Mumbi. Trajiste medicina.
Y entonces Deborah lo comprendió:
«Me toma por la tía Grace».
—Me mandaste llamar, mamá Wachera —dijo Deborah con voz queda, acercándose a ella—. ¿Por qué?
—Los antepasados…
Wachera hablaba en kikuyu y Deborah quedó asombrada al ver con qué facilidad entendía las palabras y luego con qué facilidad ella misma hablaba aquella lengua.
—¿Qué les pasa a los antepasados, mamá?
—Estaré con ellos muy pronto. Volveré al seno de la primera madre. Pero me marcho llevando mentiras y
thahu
en el alma.
Deborah se puso tensa. Observó el rostro negro y envejecido, todavía lleno de dignidad después de casi un siglo; parecía extrañamente desnudo y vulnerable sin las cintas con cuentas y los grandes pendientes que Wachera había llevado siempre. Ahora yacía entre sábanas blancas, vestida con un sencillo camisón del hospital, los brazos largos y nervudos apoyados en la manta color azul claro. Deborah se preguntó si la hechicera se percataría de lo desnuda que se la veía, despojada de autoridad y poder.
—La última muchacha… —dijo Wachera, respirando trabajosamente—. Le hice creer que mi nieto era su hermano. Era mentira.
—Lo sé —dijo Deborah con dulzura.
—Tantos pecados… —dijo la anciana de un modo tan vago, que Deborah se preguntó si era siquiera consciente de su presencia junto a la cama—. La hija de mi esposo mató al bwana. La hice jurar que guardaría silencio mientras la esposa del bwana comparecía ante un consejo que debía decidir si tenía que vivir o morir.
Al principio Deborah no entendió a qué se refería; luego se dio cuenta de que Wachera hablaba del asesinato del conde.
Recordó lo que había leído sobre ello en el diario de su tía. Njeri. La doncella personal de Rose.
—¿Cómo? —preguntó Deborah—. Mamá Wachera, ¿cómo mató Njeri al bwana?
—Lo oyó salir de la casa grande. Njeri salió de la habitación donde dormía la memsaab y lo siguió. El bwana iba en la bestia que corre sobre ruedas. Fue a la casa de vidrio en la selva y Njeri vio lo que le hacía al forastero que estaba allí. Njeri se agarró a la bestia y cabalgó en ella a través de la noche. La ventanilla del bwana estaba abierta. Njeri lo apuñaló. Fue un castigo justo. Pero le entró miedo. Disparó contra él con su propia arma.
Deborah se imaginó la escena. La joven africana agarrada al automóvil de Valentine, tal vez agazapada en el estribo, aguardando una oportunidad. Matándole porque temía por la vida de su memsaab.
—Es muy malo que una mujer muera con pecados en su alma —dijo Wachera—. Su espíritu está inquieto y la mujer nunca duerme. Y vaga por las selvas y mora con las bestias salvajes. Yo, Wachera, deseo paz.
Se sumió en un largo silencio y su respiración fue haciéndose cada vez más dificultosa, el pulso en el cuello apenas era visible. Luego dijo:
—Las voces de los antepasados se vuelven débiles. Con la llegada del hombre blanco, los antepasados empezaron a irse de la tierra de los kikuyu. Para apaciguarlos, luché contra el hombre blanco. Pero ahora que la tierra de los kikuyu les ha sido devuelta a los Hijos de Mumbi, los antepasados volverán.
Wachera aspiró una larga y trabajosa bocanada de aire. Al expulsarlo, Deborah reconoció el estertor de la muerte.
—La
thahu
ha terminado —dijo la hechicera— tal como prometí. La tierra vuelve a pertenecer al africano; el hombre blanco se ha ido.
Wachera miró a Deborah y pareció verla realmente por primera vez. De repente los ojos viejos y sabios se volvieron penetrantes y la boca de Wachera dibujó una sonrisa breve, triunfal.
—Memsaab Daktari —dijo—, he vencido.
Y entonces murió.
Deborah permaneció un rato junto al lecho. Había llegado a Kenia llena de odio contra aquella mujer que la había obligado a irse del país; ahora sólo veía el rostro reposado de una anciana cuya muerte simbolizaba la muerte de una historia.
Cuando finalmente se levantó, sus ojos se posaron en un crucifijo que había en la pared sobre la cama de Wachera. Era Jesús colgado de su cruz. Pero la figura era africana. Deborah se quedó mirándola fijamente. Era la primera vez que veía una. Cuando su tía aún vivía, todas las imágenes religiosas que había en la misión se importaban de Europa y eran blancas. A Deborah el Jesús negro le pareció un error, casi blasfemo.
Pero luego, cuando volvió a mirar la cara negra apoyada en la almohada del hospital y las hileras de caras negras que iban de un extremo a otro de la sala dormida, y al pensar en las hermanas africanas vestidas con sus hábitos azules, se dio cuenta de que durante el breve rato que llevaba en la misión no había visto ningún rostro blanco.
Y de repente Deborah comprendió que, después de todo, el Jesús negro era apropiado.
* * *
La lluvia ya había cesado cuando Deborah volvió a su habitación del Outspan. Vio con sorpresa que Jonathan se estaba preparando para irse.
—Ha llamado Simonson —dijo Jonathan—. Tengo que irme. El cuerpo de Bobby Delaney está rechazando los últimos injertos de piel. Tiene una infección tremenda y su estado es crítico. Me voy a Nairobi y reservaré plazas en el primer avión que salga. Quiero que vengas conmigo, Debbie. Te esperaré en el aeropuerto.
La besó y luego dijo:
—Dijiste que ojalá pudieras hablar con tu tía. Abre el diario por donde puse una señal. Quizá te ayude. Te quiero, Debbie. Y te estaré esperando.
Cuando Jonathan se hubo ido, se sentó en el sofá y tomó el diario. Jonathan había señalado un pasaje que a Deborah le pareció más bien insignificante. Estaba fechado en 1920 y en él Grace hablaba de una carta que había recibido de su hermano Harold, que estaba en Bella Hill. Pero ahora, al leer el pasaje con más atención que la primera vez, empezó a ver lo que Jonathan quería decir. La letra elegante de Grace decía:
Otra carta de Harold. Sigue aferrado a la idea de que no es posible que seamos felices aquí, en el África Oriental británica, y de que pronto tendremos que regresar a Suffolk. Su argumento es el mismo de siempre, el que utilizó al intentar disuadirme de mi propósito de marcharme al principio. «Suffolk es tu hogar —repite como un loro—. Éste es tu sitio. Aquí es donde está tu gente, y no entre desconocidos que no harán más que considerarte una intrusa. No conocerán tus costumbres. No te comprenderán».
Deborah alzó los ojos y contempló el amanecer azul y neblinoso que empezaba a apuntar a través de la selva. ¡Las palabras que acababa de leer le resultaban tan conocidas! ¿Dónde las había oído antes?
Y entonces se acordó: Christopher, quince años atrás, de pie en la orilla del río y diciendo:
«…Recuerda siempre que Kenia es tu hogar. Éste es tu sitio. Ahí fuera, en el mundo, serás una curiosidad y te comprenderán mal… Prométeme que volverás».
Volvió a mirar el diario:
Escribí en seguida a Harold y le dije que dejara ese tema de una vez por todas. He elegido el África Oriental británica como mi hogar y aquí me quedaré. Lo tengo bien decidido. Si la historia hubiese estado poblada de gente como Harold, ¿dónde estaríamos hoy? Si uno no siguiera nunca la llamada del espíritu y no se aventurara a explorar mundos nuevos, ¡qué aburrido sería! Forma parte de la naturaleza humana seguir avanzando, experimentar, contemplar el horizonte y preguntarse qué hay más allá. Pido a Dios que, cuando me llegue la hora, no esté tan osificada como mi hermano, que tenga el valor de decirle a un futuro Treverton: Busca tu destino en el lugar al que te lleve tu corazón. Recuerda y ama siempre el lugar donde naciste, pero luego sigue tu camino, del mismo modo que un niño debe dejar a su madre.
Deborah le dijo a Abdi que la esperase en la entrada. Primero fue al monumento de bronce que se alzaba junto a la iglesia de la misión y a cuyo lado se encontraba la tumba de Grace Treverton. Deborah vio indicios de que alguien cuidaba amorosamente la sepultura: las monjas arrancaban los hierbajos y cuidaban de las flores. La inscripción era sencilla —Doctora Grace Treverton, orden del Imperio Británico, 1890-1973—, pero el monumento era un tributo tanto al artista que lo había creado como a la mujer a la que representaba de forma tan viva.
Deborah alzó los ojos hacia la figura que se hallaba sobre el pedestal. Llevaba una falda larga y anticuada, botines y una blusa de manga larga con un broche en el cuello. Extrañamente, la cabeza aparecía descubierta. En una mano tenía el salacot; en la otra, un estetoscopio. Y miraba eternamente hacia el monte Kenia.
Deborah permaneció un momento en la paz del cementerio; luego siguió caminando hasta la Casa Grace.
—Tenía la esperanza de volver a verla —dijo la madre superiora, recibiéndola en el pequeño museo—. Quería darle las gracias por estar con Wachera en sus últimos momentos. He informado al doctor Mathenge del fallecimiento de su abuela.
Deborah le explicó el motivo de su visita.
—He decidido aprovechar su generoso ofrecimiento, madre, y llevarme alguna de las cosas de mi tía.
—No faltaba más. ¿Qué le gustaría llevarse?
Deborah se acercó a una vitrina.
—Este collar. Verá, no pertenecía a mi tía. Era de mi madre. Alguien a quien ella quería mucho se lo dio hace muchos años.
—Es muy bonito —dijo la monja mientras abría la vitrina y sacaba el collar—. Es etíope, ¿verdad?
—Ugandés. Voy a escribirle a mi madre para decirle que lo tengo en mi poder.
Al despedirse en la puerta, la monja titubeó, como si quisiera decirle algo.
—¿Puedo preguntarle algo, doctora Treverton?
—Desde luego, pregunte lo que quiera.
—Verá, tenía muchas dudas sobre si hice bien al escribirle, apartándola de su trabajo y obligándola a hacer un viaje tan largo. ¿Era usted a quien quería ver Wachera?
Deborah reflexionó un poco; luego sonrió y con voz queda dijo:
—Sí, era a mí.
* * *
Deborah había pedido a Abdi que la llevase a Ongata Rongai, y ahora se encontraban aparcados en el mismo lugar que la otra vez, a una distancia prudencial de la estructura de madera de la Clínica Wangari. Una nutrida multitud esperaba pacientemente mientras el médico atendía a los enfermos de uno en uno, con la ayuda de una enfermera y del joven que tocaba la guitarra y cantaba en suajili a Dios.
Deborah se apeó del coche, pero se quedó junto a él, observando a Christopher mientras trabajaba.
El aire era fresco, vivo.
Rangas
multicolores, colgados en una cuerda en el pequeño mercado, ondeaban como banderolas. El olor a humo se mezclaba con los olores de las cabras, la comida y los excrementos de animales. Deborah pensó que era el olor de Kenia.
Vio que Christopher tomaba bebés en brazos, los examinaba y los devolvía a sus madres mientras les daba instrucciones con voz severa. Le vio examinar el interior de las bocas y los oídos de ancianos y escuchar las dolencias que las mujeres le describían pudorosamente. Le vio utilizar instrumentos, aplicar vendajes, poner inyecciones y apoyar el estetoscopio en pechos descarnados. A veces sonreía, otras veces fruncía el ceño, pero en todo momento conservaba el aire digno y autoritario del médico, el aire que inspiraba un temor reverencial en sus pacientes. Y observó también que la bonita enfermera que estaba a su lado desempeñaba su tarea con gran competencia, anticipándose a sus necesidades, riendo a veces con Christopher y los niños. Rezaban junto con la gente y con frecuencia cruzaban una mirada especial.
Pensó en las palabras pesimistas de Terry Donald sobre el fin de los blancos en Kenia; recordó lo que mamá Wachera había dicho segundos antes de morir; vio mentalmente el Jesús negro en la cruz. Pero Deborah sabía que las huellas de los pioneros coloniales como su abuela jamás serían borradas por completo del África Oriental; la mano del hombre blanco había dejado una señal indeleble.