Deborah se volvió hacia la amable monja, cuyo rostro negro contrastaba vivamente con el blanco de su toca, y dijo:
—En efecto, estas cosas pertenecen al mundo, como dice usted. Yo no las necesito. ¿Puedo ver a mamá Wachera ahora?
Mientras cruzaban el césped, Deborah dijo:
—¿Sabe usted por qué pregunta por mí, madre?
La monja frunció levemente el ceño.
—No me resultó fácil tomar esa decisión, la de avisarla, doctora Treverton. Porque, verá usted, no estoy segura de que pregunte por usted. La pobre mujer está terriblemente confundida. Vino aquí ella sola, ¿sabe usted? Se presentó cierto día, muy cansada y enferma (calculamos que ya pasa de los noventa) diciendo que los antepasados le habían ordenado que viniera a morir aquí. Tiene algunos momentos de lucidez, pero la mayor parte del tiempo parece estar confundida. Su cerebro se mueve entre épocas diferentes. ¡A veces hasta se despierta y pregunta por Kabiru Mathenge, su esposo! Pero ha pronunciado el apellido Treverton tantas veces, y en esas ocasiones se muestra tan insistente, y tan agitada que hay que medicarla, que pensé que tal vez convenía mandarle a usted una carta. Espero que descanse más fácilmente una vez la haya visto a usted.
Dentro del bungalow las recibió una joven hermana enfermera que llevaba un uniforme azul y un velo del mismo color y las acompañó hasta una cama situada en un extremo de la sala bañada por el sol. Wachera dormía, la cabeza oscura reposando apaciblemente sobre la almohada blanca.
Deborah la miró fijamente, dispuesta a sentir ira y rencor contra aquella mujer que tan cruel había sido con ella. Pero, extrañamente, lo único que vio fue una mujer vieja y frágil, en modo alguno amenazadora. Deborah no recordaba que Wachera fuese tan pequeña…
—Suele despertarse ya entrado el día —dijo la joven enfermera africana—. ¿Podemos telefonearle?
—Desde luego. Estaré en el Outspan.
—Permítame ofrecerle un poco de té, doctora Treverton —dijo la madre superiora—. Nos sentimos tan honradas por su visita.
Deborah pasó un rato conversando con la madre superiora, bebiendo té Condesa Treverton y hablando de mamá Wachera.
—Su nieto la visita con mucha frecuencia —dijo la superiora—. El doctor Mathenge es un hombre bueno. Su esposa murió hace unos años. ¿Lo sabía usted?
—Sí. Pero no sé de qué murió.
—De malaria. Justo cuando creíamos haberla vencido, ahora ha aparecido una variedad nueva que es inmune a la cloroquina. El doctor Mathenge prosigue la labor que antes llevaba a cabo junto con su esposa. Rezamos por él todos los días. El doctor Mathenge lleva la medicina y el Señor al pueblo de Kenia.
Después, Deborah visitó el claro de los eucaliptos, donde un anciano vigilante seguía cuidando del Sacrario Duca d'Alessandro y donde la luz seguía ardiendo en el interior. A Deborah le gustaba pensar que su abuela y el duque italiano moraban en una especie de galanteo espiritual, eterno.
Llovía con fuerza cuando Deborah volvió al hotel Outspan. Se encaminó directamente a su casita, evitando el comedor, donde estaban sirviendo el almuerzo. Al cerrar la puerta, dejando fuera el viento y la lluvia, y empezar a quitarse el suéter mojado, Deborah recibió una fuerte sorpresa.
—¡Jonathan!
Jonathan se levantó del sofá.
—Hola, Debbie. Espero que no te importe. Les he dicho que era tu marido. Y a cambio de un soborno me han dado la llave de tu habitación.
—Jonathan —volvió a decir Deborah—. ¿Qué haces aquí?
—Te noté tan extraña la última vez que hablamos por teléfono, que empecé a preocuparme y decidí venir a averiguar lo que pasaba.
Jonathan abrió los brazos para recibirla.
Pero Deborah se quedó titubeando junto a la puerta. No tenía intención de decírselo tan pronto. Quería tiempo para pensar, para prepararse. Así que se acercó al teléfono y llamó al servicio de habitaciones. Mientras encargaba ensalada, fruta, emparedados y té, estuvo observando a Jonathan. Se le veía cansado.
Cuando colgó el aparato y se quitó el suéter, Jonathan ya estaba arrodillado y encendiendo la chimenea.
Era una escena conocida, una escena que habían interpretado muchas veces en su piso de Nob Hill. Al llegar de la niebla o la lluvia de la calle y quitarse la ropa mojada, Jonathan encendía el fuego, Deborah preparaba el té y luego pasaban varias horas agradables en el ambiente cálido y acogedor del piso, los dos solos, hablando tranquilamente, pasando revista al día: pacientes, operaciones, planes para su nuevo consultorio. Era dentro de semejantes círculos dorados de luz donde su amor mutuo había crecido y se había hecho más fuerte, uniéndolos.
Pero ahora el fuego olía de otra forma porque la leña era extranjera y Jonathan no se había quitado la chaqueta de cuero; el té lo trajo un camarero africano que lo sirvió sin decir nada, mientras Deborah permanecía de pie con los cinco chelines de propina preparados; y luego, cuando volvió a quedar sola con Jonathan, no fue a sentarse a su lado en el sofá, apoyándose en él. Se quedó de pie junto a la chimenea, mirándole, presa de un temor repentino.
—¿Qué ha pasado, Debbie? —preguntó él por fin.
Deborah se esforzó en dominar su nerviosismo.
—Jonathan, te mentí.
La expresión de Jonathan no cambió.
—Me preguntaste qué tenía que ver conmigo una hechicera africana vieja y moribunda. Te dije que no lo sabía. Fue una mentira. Es mi abuela.
Jonathan permaneció completamente quieto, mirándola con fijeza.
—Al menos —agregó ella—, eso creía yo en aquel momento.
El fuego crepitaba ruidosamente y una cascada de chispas al rojo subía por la chimenea. En el exterior, la lluvia torrencial había hecho que el día fuese tan negro como la noche. El agua azotaba el tejado de la galería y empapaba la selva que crecía al borde de la pendiente cubierta de césped. Deborah se acercó a la mesita baja que había delante del sofá y sirvió dos tazas de té. Pero ni ella ni Jonathan las tocaron.
—¿Tu abuela? —dijo Jonathan—. ¿Una mujer africana?
Deborah evitó sus ojos. Resultaba más fácil mirar fijamente el fuego. Se sentó en el otro extremo del sofá, manteniendo una distancia entre los dos, y dijo:
—Bueno, yo creía que era mi abuela. Era lo que ella quería que yo creyese. Ella fue la razón de que me marchase de Kenia.
La voz queda de Deborah se unía a los susurros del fuego y la lluvia. Hablaba en voz baja, sin emoción, sin omitir nada. Jonathan la escuchaba sin moverse, observando su perfil tenso, el pelo negro que le caía sobre la espalda, revuelto a causa del viento y la lluvia. Oyó un relato increíble de guerrilleros del Mau-mau y de amor racial prohibido, de enamoramientos infantiles, africanos y blancos, de una choza de soltero, de un entierro, del hallazgo de cartas de amor y de la maldición de una anciana. Jonathan estaba hechizado.
—Durante todos estos años he tenido en mi poder el diario de mi tía —dijo Deborah al llegar al final de la historia—, pero nunca lo leía. Lo abrí después de instalarme en el Hilton de Nairobi. Y fue entonces cuando descubrí —finalmente se volvió hacia Jonathan, con los ojos insólitamente sombríos, las pupilas dilatadas reflejando el resplandor del fuego— que, después de todo, Christopher no es hermano mío.
Los ojos de Jonathan se cruzaron con los suyos, luego fueron ellos los que se desviaron hacia otro lado.
Durante el relato de Deborah un leño se había separado de los demás y ahora yacía al borde de las llamas. Jonathan se levantó, tomó el atizador y volvió a colocar el leño en su sitio sobre el fuego. Luego se irguió y miró el retrato colocado en la repisa, un hombre anciano de bigote blanco y uniforme de Boy Scout. Lord Baden—Powen, que había renunciado a su cómoda vida en Inglaterra para vivir en la selva de Kenia.
Jonathan estaba perplejo. Se preguntó qué tendría aquel país que, al parecer, trastornaba el juicio de las personas: qué magia especial había en él que inducía a los hombres a abandonar la vida cómoda.
Se volvió para mirar a Deborah. Estaba sentada en el borde del sofá, tensa, como a punto de echar a correr. Tenía las manos apretadas sobre el regazo, el rostro ojeroso. Jonathan ya la había visto así cuando se encontraba al lado de un paciente en la unidad de cuidados intensivos. Observaba los monitores con una pasión singular.
—¿Por qué no me hablaste nunca de todo esto, Debbie?
Deborah lo miró con ojos llenos de dolor.
—No pude, Jonathan. Me sentía tan avergonzada. Tan… sucia. Lo único que quería era olvidar mi pasado y empezar de nuevo. No veía qué utilidad tenía sacarlo todo a relucir. No pensaba volver a Kenia jamás.
—No fue una mentira lo que me dijiste —dijo Jonathan quedamente—. Lo único que hiciste fue mantener en secreto un recuerdo desagradable.
—Pero hay más. Creía que en parte era negra, Jonathan. Y eso nunca te lo dije. Te dije que no podía tener hijos. No es verdad. No quería tenerlos. Me aterrorizaba la posibilidad de que mi ascendencia aflorase a la superficie.
—Podrías habérmelo contado todo, Debbie. Ya sabes que me importan un comino la raza y el color.
—Sí, ahora lo sé. Pero no estaba segura al principio, cuando empezamos a salir juntos. Así que te conté la misma mentira que a otras personas. Que había sufrido endometriosis.
—¡Pero más adelante, Debbie! Cuando nos dimos cuenta de que estábamos enamorados, cuando decidimos casarnos. Podrías habérmelo dicho entonces.
Deborah inclinó la cabeza.
—Iba a decírtelo. Y entonces me hablaste de Sharon, la mujer con la que estuviste a punto de casarte. Me dijiste que te había mentido.
Jonathan quedó estupefacto.
—¿Me echas la culpa a mí? ¿Me estás diciendo que yo tuve la culpa de que perpetuases tus mentiras?
—¡No, Jonathan!
—¡Dios mío, Debbie! —se apartó de la chimenea y anduvo hasta la puerta ventana. Con las manos hundidas en los bolsillos, se quedó mirando fijamente la lluvia gris.
—Tenía miedo —dijo Deborah—. Tenía miedo de perderte si te decía que te había mentido.
—¿Tan tenue creías que era nuestra relación? —preguntó él, mirando el reflejo de Deborah en el cristal de la ventana—. ¿Tan mal concepto tenías de mí? ¿Tan superficial me creías?
—Pero Sharon…
Jonathan se volvió rápidamente.
—¡Debbie, lo de Sharon ocurrió hace diecisiete años! ¡Yo tenía veinte en aquel momento! ¡Era joven, intolerante y un hijo de perra arrogante! ¡Santo Dios, quiero pensar que he cambiado desde entonces! Al menos eso creía. Creía ser un hombre razonable y que tú te dabas cuenta de que lo era.
—Pero cuando me hablaste de ella…
—Debbie —dijo Jonathan, cruzando la habitación y sentándose a su lado—. Sharon y yo éramos dos personas jóvenes, egoístas. Las mentiras que me contó eran escandalosas. Me las contó para engañarme, hasta para hacerme daño. Pero tu mentira, Debbie, fue sólo para protegerte a ti misma y para protegerme a mí. ¿No ves la diferencia?
Deborah meneó la cabeza sin decir nada.
—Por Dios —dijo él con voz queda—, tienes que conocerme mejor, Debbie. Tienes que saber que te quiero demasiado para juzgarte por tu pasado. Ojalá me lo hubieses contado hace mucho tiempo. Podría haberte ayudado a aceptarlo.
—Es lo que trato de hacer ahora, Jonathan. Más que para ver a mamá Wachera, he vuelto a Kenia para averiguar quién soy. Leer el diario de la tía Grace me ha ayudado un poco. Al menos ahora conozco la historia de mi familia. Pero todavía tengo esta… sensación de desarraigo. No sé cuál es mi sitio.
Jonathan le escudriñó la cara, vio la sinceridad en sus ojos. Le tomó las manos y dijo:
—Dios mío, te quiero, Debbie. Quiero ayudarte. Me di cuenta por teléfono. Estabas rara y me dejaste preocupado. Así que cancelé mis compromisos y le pedí a Simonson que atendiera los casos urgentes. Durante todo el viaje, en el condenado reactor, traté de pensar qué sería lo que iba mal. Sabe Dios que no es esto lo que esperaba. Pero al menos no es tan malo como me imaginaba.
Al ver que Deborah permanecía callada, dijo:
—¿Hay más?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué es?
—Es Kenia, Jonathan. Tengo esta fuerte sensación de que debo quedarme y ayudar. Durante los últimos cinco días he visto tanta miseria, tanta enfermedad, tanta gente que vive en condiciones inhumanas. Exceptuando unas pocas personas abnegadas, como las monjas de la misión —«y Christopher», pensó, recordando lo fútil que le había parecido con su bolsa de medicinas y todos aquellos desesperados—, a nadie parece importarle un bledo todo el sufrimiento que hay en este país. Siento una atracción inexplicable, Jonathan. Algo me dice que me quede, que aplique aquí mis conocimientos médicos, igual que la tía Grace.
—Nuestra ayuda es necesaria en todo el mundo, Debbie. No sólo en Kenia. ¿Qué me dices de nuestros pacientes de San Francisco? ¿Te necesitan menos porque son blancos y viven en los Estados Unidos?
—Sí —contestó ella con sinceridad—. Porque tienen más médicos y mejores medios.
—¿Y qué me dices de Bobby Delaney?
Deborah miró hacia otro lado.
Bobby Delaney tenía nueve años y luchaba por su vida en la unidad de quemados del hospital. Su madre, que estaba loca, le había pegado fuego a propósito, y Deborah formaba parte del equipo de médicos que lo atendían. Habiendo sufrido quemaduras de tercer grado en él noventa por ciento de su cuerpo, Bobby soportaba atroces dolores y sufrimientos, un serio trauma mental además de físico, y vivía en una burbuja esterilizada donde su único contacto humano era por medio de guantes de caucho y sólo veía caras cubiertas con mascarillas. Por razones que nadie sabía, Bobby había escogido a la doctora Debbie como su única amiga. La forma en que los ojos se movían en aquel pobre rostro desfigurado cada vez que ella entraba a verle…
—Sabes que no quiere hablar con nadie más —dijo Jonathan—. Sabes que vive para tus visitas. Pero hay otros también. Todos tus pacientes se merecen tus cuidados, Debbie.
—No lo sé —dijo ella lentamente—. Me siento tan extraña, tan indecisa. ¿Dónde está mi sitio?
—Conmigo.
—Te creo, Jonathan. Pero al mismo tiempo… —miró la lluvia de Kenia—. Nací aquí. ¿No crees que le debo algo a este país?
—Escúchame, Debbie. Todos tenemos dos vidas: la vida en la que nacemos y la que nos buscamos y nos forjamos nosotros mismos. Creo que te encuentras atrapada entre las dos. Necesitas encontrar la salida.