—¡Hijos!
—Tengo dos chicos y tres chicas. Los chicos están estudiando en Inglaterra y las chicas en Suiza.
—Pero me dijiste que nunca te habías casado.
—¡Qué provinciana eres, Deb! Te tenía por una mujer liberada. Una mujer no necesita casarse para tener hijos. Yo quería tenerlos, pero no quería un marido. Verás, Deb, el varón keniata es muy machista. Si me casara con uno, me vería convertida en su sirvienta. ¡Hasta podría apoderarse de mi negocio! Mis hijos son de cinco padres diferentes. Quise que fuera así. Y ahora se están educando en Europa. Cuando vuelvan a Kenia, tendrán asegurado un puesto en la buena sociedad.
Deborah contempló su té. Algo iba mal. Sarah parecía tan dura, tan competitiva. Hablaba de la liberación de la mujer y usaba palabras como «machismo» y había adoptado el sistema de amo y sirviente que en otro tiempo denunciara. Al verla salir por aquella puerta sencilla en el Edificio Mathenge, Deborah había experimentado un alivio muy grande porque su vieja amiga parecía no haber cambiado ni pizca. Pero ahora, llena de tristeza, se daba cuenta de que Sarah sí había cambiado. A cada minuto que pasaba, la mujer que tenía delante iba transformándose en una desconocida.
En otra habitación sonó un teléfono y a los pocos momentos entró Simón y le dijo algo a su señora en voz baja. Sarah le contestó en suajili, por lo que Deborah la entendió:
—Diles que voy para allí.
Pero Deborah necesitaba saber algo primero, antes de salir de la casa de Sarah.
—¿Qué sucedió cuando me fui? —preguntó—. ¿Qué hiciste?
—¿Qué podía hacer, Deb? ¡Sobrevivir! Al principio usé el dinero de mi abuela para comprar la máquina de coser vieja de la señora Dar. Hice unos cuantos vestidos y los ofrecí a las tiendas de Nairobi. Pero cuando se me terminó aquel dinero —hizo una pausa para dejar la taza en su platillo con gesto elegante, medido—, no tuve más remedio que acudir de nuevo a los banqueros de Nairobi, los que estaban dispuestos a tratar conmigo a cambio de ciertos «favores». Y al cabo de un tiempo, Deb, comprendí que no era tan terrible. ¡Qué estupidez es el orgullo!
Sarah hizo otra pausa, miró su reloj y luego continuó:
—Al final, el éxito empezó a sonreírme. Compré las empresas más pequeñas que la mía y de esta forma reduje la competencia. Cuando vi que confeccionar vestidos para la típica secretaria de Nairobi no era rentable, lo dejé correr y me puse a diseñar originales, que me dieron mucho más dinero. Resultó una jugada muy ventajosa para mí —Sarah hacía girar una y otra vez los brazaletes de cobre de la muñeca—. Ahora mis vestidos se venden en todo el mundo. Hay una tienda en Beverly Hills que los vende, y otra en los Champs—Élysées de París.
—Me alegro por ti —dijo Deborah con voz queda.
—¿Y tú has tenido éxito, Deb? Me parece recordar que tenías una idea bastante curiosa… que pensabas dirigir la misión de tu tía cuando ella se fuese. ¡Espero que te lo quitaras de la cabeza!
—Ejerzo con otro cirujano. Nos va bien.
Se sumieron en un silencio embarazoso, evitando mirarse a los ojos. Finalmente Deborah le preguntó por Christopher.
—Le va bien —dijo Sarah bastante a la ligera, y seguidamente preguntó por la madre de Deborah.
Deborah no le dijo la verdad: que se había sentido tan mal quince años antes, creyendo haber hecho el amor con su hermano —se había puesto tan furiosa con su madre por no haberle dicho nunca la verdad—, que había escrito una carta terrible a su madre, una carta llena de odio en la que desahogaba toda su amargura. Dos semanas después había recibido la respuesta por correo, pero la había roto en pedacitos sin leerla. Después había recibido varias cartas más de Australia, y las había tirado todas sin abrirlas, hasta que finalmente dejaron de llegar.
—Sarah —preguntó Deborah—, ¿tú sabes por qué tu abuela pregunta por mí?
—No tengo la menor idea. Probablemente quiere hacer el numerito de los huesos de pollo delante de ti o algo por el estilo —Sarah se levantó, grácil y majestuosa, como una reina dando por terminada una audiencia—. Lo siento, Deb. Pero de veras tengo que irme. ¿Estás segura de que no vendrás esta noche?
—Segurísima. Tengo que ir a Nyeri —al llegar a la puerta, Deborah se detuvo para mirar a aquella desconocida que en otro tiempo había sido como una hermana para ella—. ¿Dónde está Christopher, Sarah? ¿Alguna vez recibes noticias suyas?
—¿Que dónde está? Déjame ver. ¿A qué día estamos? Me imagino que estará en Ongata Rongai.
—¿Quieres decir que está en Kenia?
—Por supuesto. ¿En qué otra parte iba a estar?
—Busqué su nombre en la guía de teléfonos y…
—Aparece con el nombre de su clínica. Wangari. El tonto de mi hermano encontró a Jesús hace unos años, después de morir su esposa. Ahora es predicador laico además de médico. Hace obras de caridad entre los masai. ¡Como si fueran a agradecérselo alguna vez! Le tengo dicho que sólo conseguirá perder el tiempo.
El silencio descendió sobre ellas, como si saliera de detrás de las máscaras africanas, de debajo de los viejos tambores tribales, de calabazas y de faldas de hierba que se usaban para la
irua.
Deborah se imaginó que la mansión colonial volvía a moverse, como si se sintiera tan desconcertada y perdida como ella y como si los pasos susurrados de los numerosos e invisibles sirvientes de Sarah dijeran:
«El pasado ha muerto, el pasado ha muerto…»
El chófer de Deborah era un somalí amistoso que se llamaba Abdi y vestía pantalones y una camiseta con la imagen de los Beach Boys; cubría su cabeza una gorra de punto de color blanco lo que quería decir que era un musulmán que había hecho la peregrinación a La Meca
—¿Adonde vamos, señorita? —preguntó mientras colocaba la maleta en el maletero del Peugeot pequeño y blanco.
—A Nyeri. Al hotel Outspan —Deborah hizo una pausa. Luego dijo—: Primero me gustaría detenerme en Ongata Rongai. Es un poblado masai. ¿Sabes dónde está?
—Sí, señorita.
Tardaron cierto tiempo en abrirse paso entre el tráfico congestionado y llegar a una de las carreteras principales que salían de la ciudad. Deborah iba en el asiento de atrás, contemplando Nairobi.
Se preguntó cuántos habitantes habría ahora en la ciudad; le parecía que muchos más que al irse. Y se veían tan pocas caras blancas entre la corriente incesante de transeúntes, que se preguntó cuántas personas formarían ahora la pequeña minoría blanca.
Debido a un accidente de tráfico delante de ellos, permanecieron detenidos algunos minutos en la avenida Harambee, enfrente del Centro de Conferencias Kenyatta. Deborah pudo observar con mayor atención el nuevo y bello edificio, y vio lo que las postales no mostraban: las señales de descuido, la falta de reparación y mantenimiento, la sordidez general de lo que por lo demás era una notable obra arquitectónica. Como en toda la ciudad, vio allí a la gente de la calle: lisiados y mendigos; niñas pequeñas con bebés famélicos en brazos. Pero en el otro lado de la valla, en el aparcamiento del centro, había filas de limusinas relucientes.
Abdi tomó la avenida Haile Selassie y la siguió hasta la calle Ngong, por la que acabaron saliendo de la densa ciudad y entrando en el campo, cada vez menos urbanizado y más rural. No tardaron en entrar en Karen, que era un distrito de cultivos verdes, bosques y casas de gente rica. Mientras circulaban velozmente por carreteras llenas de grietas y baches, Deborah contemplaba las casas coloniales que se alzaban detrás de la protección de los árboles, con vallas altas y vigilantes de uniforme.
Aparecieron luego las
shambas
sencillas, donde las mujeres trabajaban con la espalda doblada. En otros tiempos aquellas vastas hectáreas habían pertenecido a agricultores europeos; ahora estaban divididas en parcelas propiedad de africanos, pequeñas como un sello de correos.
Al pasar junto a un grupo de minibuses turísticos aparcados ante lo que parecía una
shamba
vulgar y corriente, Deborah preguntó a Abdi qué era.
El somalí aflojó la velocidad del Peugeot y dijo:
—La sepultura de Finch Hatton. ¿Ha visto usted
Memorias de África,
señorita? ¿Quiere pararse?
—No, no, sigue, por favor.
Volvió la cabeza para mirar a los turistas que se arremolinaban alrededor de la sepultura con las cámaras y pensó que, al parecer, la necesidad de peregrinar era un rasgo universal del hombre.
La carretera bajaba, cruzaba la selva y salía luego por un sitio donde había hectáreas y hectáreas de granjas diminutas, cruzando poblados ruinosos y pasando por delante de «tabernas» de carretera, estructuras cuadradas construidas con hojalata y cartón, donde había grupos de hombres ociosos con botellas en las manos.
Deborah se puso a pensar en esa inexplicable sensación de encontrarse en una tierra extraña; era como estar en un país que nunca antes hubiese visitado. ¿Era realmente posible que en quince años hubiera olvidado la pobreza de Kenia, la brutalidad de las distinciones sociales, las masas de mujeres y niños que apenas comían lo suficiente para subsistir? ¿Acaso la ausencia de quince años había pintado una pátina engañosa sobre las realidades más desagradables del África Oriental, como hacían las guías para turistas?
Llegó por fin a Ongata Rongai, que era un poblado masai de casas destartaladas y callejas cubiertas de barro. De cara a la carretera se hallaba el «centro de la ciudad», típico de los poblados kenianos: toscas estructuras de madera con tejados de cinc, pintadas de horribles tonalidades turquesa y rosa, una de ellas con un rótulo que decía:
Salón y hotel Mathari, Carnicería y Piensos para Animales.
Algunos viejos haraganeaban cerca de los sombríos umbrales o se encontraban sentados en el suelo, vestidos prácticamente con harapos. El poblado propiamente dicho era un grupo desordenado de casuchas, muchas de ellas sin puertas ni ventanas, orientadas todas hacia el lecho de un río, donde las vacas se encontraban en el agua llena de excrementos, con la que las mujeres masai llenaban calabazas para beber. Reinaba en el lugar una atmósfera general de derrota y desesperanza.
Mientras, Abdi maniobraba el Peugeot entre chozas de piedra y restos oxidados de automóviles abandonados, seguido por chiquillos desnudos con la cara cubierta de moscas, brazos y piernas delgados como cerillas, los vientres hinchados por la mala nutrición. Los chiquillos miraban fijamente a la mujer blanca que iba en el coche con ojos demasiado grandes para sus cabezas.
Al encontrar lo que andaba buscando, Deborah dijo:
—Para aquí, por favor.
Tras parar el motor, Abdi se apeó y dio la vuelta al vehículo para abrirle la portezuela. Pero Deborah meneó la cabeza. Intrigado, Abdi volvió a colocarse detrás del volante y esperó.
Deborah miraba un edificio de piedra en cuyo tejado de hierro había una cruz de madera. Aparcado enfrente vio un Land-Rover con unas letras en un lado que decían: Clínica Wangari. La obra del Señor. Sarah le había dicho que Wangari era el nombre de la esposa de Christopher. Pensó que él debía de estar dentro del edificio porque la multitud que esperaba en el exterior se encontraba de cara a una puerta cerrada. Deborah se quedó observando la puerta, sin atreverse a parpadear por miedo a que se esfumara.
Finalmente la puerta se abrió y el corazón de Deborah dio un salto al ver al hombre que salió por ella.
No había cambiado en absoluto. Christopher caminaba con la misma gracia que en su juventud; su cuerpo seguía siendo esbelto y sus movimientos revelaban un poder masculino oculto. Llevaba unos tejanos y una camisa y de su cuello colgaba un estetoscopio. Cuando se volvió, Deborah vio los reflejos del sol en la montura de oro de sus gafas. La multitud avanzó al verle. Fue entonces cuando Deborah se fijó en que todos los niños llevaban algo en las manos. Algunos sostenían escudillas; muchos sujetaban con fuerza botellas vacías; y vio con sorpresa que algunos tenían unos objetos que parecían tapacubos. Descubrió en seguida el motivo al ver que del edificio sacaban grandes peroles y los colocaban sobre una larga mesa de madera. Los niños se alinearon de una forma extrañamente silenciosa y ordenada, mientras sus madres, casi todas ellas con bebés a cuestas, se colocaban respetuosamente a un lado.
Un joven africano que estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, tocó un acorde con su guitarra y se puso a cantar, y entonces empezaron a dar de comer a los niños.
Era una escena sobrenatural. No había empujones ni rivalidad, ni el menor asomo de codicia. Sólo la tarea silenciosa de servir una especie de potaje de maíz en los recipientes que traían los pequeños. Mientras servían la comida, los ayudantes cantaban al unísono con el guitarrista —un himno suajili que Deborah reconoció— y Christopher, ayudado por una enfermera, empezó a examinar a los pacientes.
La enfermera era africana, joven y bonita, y también ella cantaba mientras hacía su trabajo.
Abdi miró a su pasajera por el espejo retrovisor.
—¿Quiere irse ahora? —preguntó.
Deborah alzó la mirada.
—¿Cómo dices?
Abdi dio unos golpecitos en su reloj.
—¿Nos vamos a Nyeri ahora, señorita?
Deborah volvió a mirar por la ventanilla. Pensó en apearse del coche, acercarse a la clínica y saludar a Christopher. Pero algo la retuvo en su sitio. Todavía no estaba preparada para presentarse ante él.
—Sí —dijo—. Ahora nos vamos a Nyeri.
* * *
La carretera de Thika atravesaba una llanura en la que había gran número de pequeños cultivos. En un momento dado, Deborah vislumbró una mezquita pequeña y modesta entre unas acacias. Más allá había algunas industrias: Cervecerías Kenia, Neumáticos Firestone, fábricas de papel, curtidos y conservas. Curiosamente, algunas parecían abandonadas.
Cables de teléfonos y de electricidad seguían la carretera; había estaciones de servicio de la Shell y anuncios de Coca-Cola. Un anuncio de cigarrillos Embassy King decía: Safiri kwa usalama («Conduce en paz»). La carretera era un río de automóviles: Audis, Mercedes, Peugeots. Muchos llevaban una pegatina que decía Yo amo a Kenia en el parachoques. Pasaban
matatus,
vehículos para nueve pasajeros en los que se hacinaban quizá veinte o más personas, avanzando trabajosamente. Junto a la carretera, otro letrero decía: Cuidado al conducir: Veinticinco personas murieron aquí en mayo de 1985.
Inesperadamente, Abdi salió de la carretera y detuvo el coche en el aparcamiento del hotel Blue Posts.