Bajo el sol de Kenia (102 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Deborah no dijo nada.

—Sé que no apruebas la caza —dijo Terry con voz queda—. Nunca te pareció bien. Pero los cazadores cumplíamos una misión útil. Impedíamos que los furtivos actuasen en Kenia. Éramos el cuerpo de policía extraoficial. Al prohibirse la caza en 1977, los cazadores nos fuimos y los furtivos ocuparon nuestro lugar. A los furtivos no les importa cuántos animales matan ni de qué manera los matan. El resultado son sufrimientos terribles y una verdadera carnicería. ¿Sabes que sólo quedan unos quinientos rinocerontes en Kenia?

Deborah tenía los ojos clavados en las fotos de los hijos de Terry.

—Me alegro de que te vaya bien —dijo en voz baja—. Me he preguntado tan a menudo si…

—Sí, me va bien —dijo Terry, llenando de nuevo su copa y encendiendo otro cigarrillo—. Pero, ¿cuánto tiempo durará? Kenia es un país muy inestable, Deb. Tú no eres ciega. Has visto las condiciones en que nos encontramos. Al parecer, los africanos no saben llevar las cosas. O todo les da lo mismo. No sé cuál de las dos es la causa. Arriba hay un puñado de cochinos elitistas ricos que piensan: «Que se jodan los veinte millones que poco a poco van muriendo de hambre». Ya ves lo que le están haciendo al monte Kenia. Cortan todos los árboles sin planificar absolutamente nada. No estudian la ecología; no replantan; no piensan en las consecuencias de eliminar selvas enteras. Los ríos de estos alrededores empiezan a secarse porque las montañas se están convirtiendo en yermos.

Terry meneó la cabeza.

—Los africanos no piensan en el futuro. Nunca han pensado en el futuro, ni siquiera en tiempos de mi abuelo. Agotan todos los recursos y no paran de tener hijos. No se les ocurre hacer nada con vistas al mañana. Ahí tienes el ejemplo de Kilima Simba, el antiguo rancho de mi padre. Mi abuelo había creado un sistema de surcos que servía para traer agua de los pozos. Pero los africanos que viven ahora allí, en cientos de
shambas
pequeñas, no han conservado los surcos, y ahora no tienen agua para regar y sus cultivos se están convirtiendo en polvo.

Terry miró a Deborah con sus intensos ojos azules.

—Kenia es un barril de pólvora, Deb. Una bomba de relojería que va haciendo tictac, tictac. Con su tasa de natalidad desenfrenada, el hambre empeorará.

—Creía que otras naciones estaban ayudando.

Terry apagó su Embassy King a medio fumar y se sirvió un poco más de vino.

—¿Te refieres a «Estados Unidos por África»? ¿Cuánto dinero de esa procedencia crees que llegó a manos del pueblo, Deb? Sé de buena tinta que de los millones de dólares donados generosamente por norteamericanos, menos del diez por ciento se destinó a alimentar al pueblo. ¿Que qué fue del resto? Pues, no tienes más que contar los mercedes-Benz que hay en los aparcamientos del gobierno. Algún día habrá otra revolución, Deb. Te lo digo yo. ¡Y a su lado el Mau-mau parecerá una merienda campestre!

—Entonces, ¿por qué sigues aquí, Terry?

—¿Y adonde voy a ir? Éste es mi país, mi hogar. ¡El viejo Moi está muy equivocado si cree que conseguirá echarnos a fuerza de meternos miedo!

De pronto Terry calló, miró por encima del hombro en dirección a la cocina y en voz baja dijo:

—Te lo digo yo, Deb. Cuando venga la próxima revolución, me considerarán un maldito colonialista… un chivo expiatorio. Aunque he hecho todo lo que he podido, me he casado con una mujer kikuyu, he cambiado de apellido, estoy preparado para irme en un abrir y cerrar de ojos.

Y toda persona blanca con un poco de sensatez está preparada para hacer lo mismo. He estado enviando dinero a Inglaterra, discretamente. Compré una casa en los Cotswolds. Cuando las cosas se pongan feas de verdad, sacaré a los chicos de aquí, si hace falta sólo con lo puesto, y me instalaré en Inglaterra. Lo que ser keniata me ha enseñado, Deb, es a sobrevivir. Y si eres inteligente, te quitarás de la cabeza toda idea de volver y quedarte a vivir aquí.

Los perros del patio empezaron a ladrar de repente. Al mirar por la ventana, Deborah se sorprendió: ya era de noche y empezaba a llover.

—Ésa debe de ser Miriam —dijo Terry, levantándose—. Quédate a cenar, por favor, Deb. Prometo no seguir aguándote la fiesta. ¡Tenemos que ponernos al corriente de tantas cosas!

* * *

Terry la acompañó al Outspan al cabo de unas horas.

Y como en San Francisco eran las tres de la tarde, Deborah decidió llamar a Jonathan.

Primero probó llamando al piso.

Mientras esperaba que el telefonista del hotel le pasara la llamada, Deborah se dio un baño caliente y se puso a reflexionar sobre la velada con Terry, que había resultado a la vez ilustrativa y aterradora. Pero en vez de asustarla, como al parecer pretendía Terry, sus palabras pesimistas estaban surtiendo curiosamente un efecto contrario. Cuanto más oía hablar de los problemas de Kenia, más responsable se sentía Deborah, mayor era su deseo de hacer algo para resolverlos.

Se estaba poniendo el albornoz cuando se presentó un empleado para encenderle la chimenea. Mientras el hombre hacía su trabajo, Deborah se acercó a la puerta ventana que daba a la galería de la casita y contempló la llovizna que caía como polvo de plata bajo la luz de las ventanas. La llovizna le recordó otra noche fría y húmeda en la que también ardía el fuego en la chimenea y el mundo y sus problemas quedaban al otro lado de la ventana. Era la noche en que ella y Jonathan habían hecho el amor por primera vez.

—He evitado las relaciones serias hasta ahora —había dicho Jonathan con su voz sosegada.

Deborah, que yacía entre sus brazos y contemplaba las llamas que se movían, sintiéndose por primera vez completamente relajada y a gusto con un hombre, había escuchado a Jonathan mientras él iba contándole su vida, cosa que no había hecho nunca en el año que llevaban juntos.

—¿Por qué no te casaste con ella? —preguntó Deborah, refiriéndose a la mujer que había hecho daño a Jonathan años antes—. ¿Qué ocurrió?

A Jonathan no le resultaba fácil hablar de ello. Deborah notó las vacilaciones, la incomodidad, las palabras escogidas cuidadosamente por un hombre que confesaba un dolor secreto quizá por primera vez. Deborah comprendió sus sentimientos. Su propio pasado se encontraba oculto detrás de confesiones jamás hechas. Ni siquiera el hombre del que se estaba enamorando sabía del crimen cometido en la choza de Christopher; tampoco Deborah le había hablado de la mezcla racial de su sangre. Pensaba que de nada servía exponer sus demonios en público. Había trabajado con ahínco para enterrar el pasado; incluso había inventado mentiras para explicar ciertas situaciones. Tales como el problema de los hijos. Nunca iba a tenerlos debido a su ascendencia. La asustaba pensar lo que podía producir un agrupamiento imprevisible de sus genes. ¿Cómo podía arriesgarse a tener un bebé que fuera menos blanco que su padre? La parte africana que llevaba escondida, ¿cuándo se revelaría de pronto y en circunstancias inoportunas? De modo que se había inventado un historial clínico.

—No puedo tener hijos. Endometriosis —había dicho más de una vez, también a Jonathan, por lo que casi ella misma lo creía.

Ahora, después de meses de trabajar juntos en el quirófano, de sonreírse por encima de las mascarillas verdes, de compartir chistes privados, de luchar por salvar vidas, de hablar de las ventajas mutuas de asociarse para ejercer la medicina, ahora, después de perderse una velada de ballet y de pasar dos horas gloriosas ante la chimenea de Jonathan, los dos habían dado el siguiente paso determinante. Tras comprometerse recíprocamente con sus cuerpos, Jonathan empezaba a preparar el camino que llevaba al compromiso espiritual: por medio de la confesión de secretos y pasados ocultos.

—¿Por qué no te casaste con ella? —había preguntado Deborah aquella noche lluviosa en San Francisco—. Estabais tan unidos. Sólo faltaba una semana para la boda. ¿Qué sucedió?

Y él había contestado con voz tan tensa, que Deborah aún oía el dolor después de tantos años.

—Porque averigüé que ella había hecho una cosa imperdonable. Había hecho algo que no puedo tolerar en una mujer que supuestamente ama a un hombre. Me había mentido.

El timbre del teléfono la sobresaltó. Deborah se apartó de la puerta ventana y vio que estaba sola. El empleado se había ido discretamente tras encender la chimenea. Y el teléfono estaba sonando.

¡Jonathan!

Descolgó el aparato, sintiendo de repente la necesidad de oír su voz, pero la única voz que oyó fue la del telefonista del hotel diciendo:

—Lo siento, señora. Pero en este número no contesta nadie. ¿Quiere que lo intente más tarde?

Deborah reflexionó un momento. El consultorio estaba cerrado los miércoles por la tarde, pero tal vez estaría en cirugía. Así que dio al hombre el número de su servicio de contestación de llamadas. Se encargarían de localizarle y decirle que la llamase.

No valía la pena quedarse junto al teléfono, puesto que se necesitaba media hora para conectar con California; así que se sentó en el sofá, con las piernas debajo del cuerpo, y se puso a contemplar el fuego.

Aquella otra noche de lluvia, hacía un año, había contemplado fijamente el fuego en la chimenea de Jonathan, sintiéndose como aturdida por lo que Jonathan acababa de decir.

—Es una manía que tengo —había añadido él, explicándose, tranquilizándose a medida que hablaba y se sentía cómodo y seguro con ella—. Toda mi vida, desde que tengo uso de memoria, he detestado las mentiras. Quizá se deba a mi estricta educación católica. Puedo perdonarlo casi todo siempre y cuando una persona sea sincera. Pero decirme que me amaba y dejar que me creyese una mentira, una mentira que más adelante reconoció que no tenía intención de corregir jamás, me puso furioso y me hizo mucho daño.

—¿Qué mentira te dijo? —había preguntado Deborah.

—No tiene importancia. Lo que importa es que a sabiendas de que yo creía lo que en realidad era mentira, pensaba ir al altar conmigo. Y a sabiendas de que nos cubría el manto de la insinceridad, estaba dispuesta a llevar vida de casada conmigo. La mentira en sí no importa, Debbie; lo único que importa es que me mintió y que lo averigüé por otra fuente.

Deborah había cerrado los ojos y le había abrazado con fuerza.

«Sí, sí importa la mentira propiamente dicha —pensó—. Tengo que saber si fue tan grande como la mía».

En lo sucesivo le habían asustado sus propias mentiras. Aquella misma noche Deborah había estado a punto de contárselo todo a Jonathan. Pero su relación, que acababa de dejar el mundo despreocupado de la amistad para pasar al plano, tan frágil e importante, del amor, era demasiado nueva, podía romperse con demasiada facilidad.

«Esperaré —se había dicho a sí misma—. Se lo diré cuando no represente ningún peligro».

Pero nunca dejó de representar un peligro. Deborah descubrió con desánimo que a medida que su relación se hacía más fuerte, que el amor que se tenían se hacía más profundo y Jonathan se convertía para ella en lo más importante de su vida, la oportunidad se le había ido escapando. Hasta que finalmente habían fijado fecha para la boda y ella se presentaría ante el altar con mentiras.

Cuando el teléfono volvió a sonar, Deborah miró su reloj. Había tardado únicamente cinco minutos.

—Soy la doctora Treverton —dijo al servicio de contestación—. ¿Pueden localizarme al doctor Hayes?

—Lo lamento, doctora Treverton. No puedo ponerla con el doctor Hayes. El doctor Simonson se está haciendo cargo de sus llamadas.

—Pero, ¿saben dónde está el doctor Hayes?

—Lo lamento. No lo sé. ¿Quiere que le localice al doctor Simonson?

—No. No, gracias —dijo Deborah tras reflexionar un momento. Colgó el teléfono y decidió que volvería a intentarlo por la mañana, cuando en San Francisco sería de noche y con toda seguridad Jonathan se encontraría en el piso. Encargó a los de recepción que la despertasen temprano y se sumió en un sueño agitado.

Capítulo 65

—Me pregunto si se acuerda usted de mí, doctora Treverton —dijo la madre superiora a Deborah mientras caminaban por la senda que llevaba a la Casa Grace —. En aquel tiempo yo era la hermana Perpetua. Y creo que fui la última persona que vio viva a su tía.

—Sí, la recuerdo —dijo Deborah, maravillándose al ver los recuerdos que acudían a su cerebro desde que entrara en la misión. La Misión Grace había sido su primer hogar, el único que había conocido en la infancia. Y le parecía, sin saber por qué, que en la conocida veranda debiera haber una mujer de cabellos blancos y bata también blanca, con el consabido estetoscopio colgado del cuello, en lugar de una monja vestida de azul.

En la pared, junto a la puerta principal, una placa de bronce decía: Casa Grace. Fundada en 1919.

Deborah se sorprendió al comprobar que en la casa ya no vivía nadie.

—Aquí tenemos las oficinas administrativas —dijo la madre superiora— y un pequeño centro para visitantes. Se sorprendería si viera cuántas personas vienen de todo el mundo para visitar el hogar de la doctora Grace Treverton.

La sala de estar aparecía convertida en un pequeño museo, con vitrinas y cartas y fotografías con marco en las paredes. Guardada bajo llave en una vitrina se exhibía la medalla de guerra de Grace; junto a ella estaban las insignias de la orden del Imperio Británico, que la reina Isabel había dado a Grace en 1960, al ennoblecerla. Incluso había un botiquín antiguo lleno de instrumentos médicos viejos, botellas de medicinas y notas de diagnóstico ilegibles.

Deborah se detuvo ante una foto de la tía Grace de pie en la base de Treetops con la princesa Isabel en 1952 y los ojos se le empañaron. Era como si Grace no hubiese muerto, como si aún estuviese viva.

—En realidad todo esto le pertenece a usted, doctora Treverton —dijo la madre superiora—. Después de que usted se marchara a Norteamérica, encontré cajas llenas de recuerdos. Había pensado que usted volvería a recogerlos. Incluso le escribí a California. ¿No recibió mis cartas?

Deborah dijo que no con la cabeza, sin hablar. Había tirado todas las cartas —todo lo que llevase sello de Kenia— sin abrirlas.

—Y entonces decidimos compartir estas cosas con el mundo. Desde luego, si desea llevarse alguna cosa, está en su derecho, doctora Treverton.

Quince años atrás Deborah se había ido de Kenia llevándose los únicos recuerdos que quería, entre ellos el broche con una turquesa de su tía. Por desgracia, le habían robado aquella piedra durante su primer año en la facultad de medicina. Una compañera, otra de las pocas muchachas que estudiaban allí, una persona desgraciada, había admirado la piedra hasta el extremo de preguntarle a Deborah si quería vendérsela. Al notar su desaparición, Deborah adivinó quién se la había robado, pero no tenía ninguna prueba. La misma chica dejó la facultad a las pocas semanas y volvió a su casa en el norte de Washington. La pérdida de la piedra había disgustado a Deborah en aquel momento, pero con el paso de los años había aprendido a aceptar que nada era permanente —los bienes materiales, las relaciones— y había decidido que la turquesa estaba destinada a pasar a otras manos.

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