—Te creía muerto —fue lo único que Deborah pudo decirle.
Terry rió.
—¡Ni pensarlo! En serio, Deb. Me parece recordar que en el entierro de tu tía dijiste que no irías a Norteamérica, después de todo. Y al día siguiente fuiste. ¿Qué pasó?
Deborah trató de recordar. El entierro de Grace. Había decidido no aceptar la beca y seguramente se lo había dicho a todo el mundo. Sonrió forzadamente.
—Cambiar de idea es prerrogativa de la mujer. Al final me fui a California.
—¿Es ésta la primera vez que vuelves a Kenia?
—Sí —Deborah le miró, todavía bajo los efectos de la sorpresa. ¡Cuántos recuerdos le despertaba Terry!—. No lo entiendo, Terry. De veras que te creía muerto. En la agencia me dijeron que tu familia se había matado en un accidente de automóvil.
La sonrisa agradable de Terry se esfumó.
—Y así fue.
El camarero le trajo la cerveza. Terry abrió la botella y llenó un vaso alto. Luego sacó un cigarrillo y lo encendió con el encendedor que llevaba en una bolsa de cuero colgada del cuello. Dio una chupada al pitillo, aspiró el humo y luego, en un gesto de consideración, volvió la cabeza para expulsarlo.
—Papá, mamá, el tío Ralph y mis dos hermanas —dijo—, todos de una vez. Sucedió en la maldita carretera de Nanyuki. Iban camino del Club Safari. Uno de esos malditos
matatus
se les echó encima, al tratar de adelantar a otro
matatu.
Doce personas que iban en el otro vehículo murieron también —soltó una carcajada breve, de amargura—. Lo que me obsesiona es que yo tenía que ir con ellos, pero se me pinchó un neumático cuando subía de Nairobi, así que se fueron sin mí. Cuando me dirigía al Club Safari pasé por el lugar del accidente. Justo en el momento en que los metían en la ambulancia.
—Oh, Terry, lo siento muchísimo.
—Estas condenadas carreteras —dijo él, haciendo girar el vaso sobre la mesa—. No hacen nada para conservarlas en buen estado, ¿sabes? Y cada año están peor. Pronto no quedará ninguna.
—¿De modo que vendiste la agencia?
—¡Venderla! ¡Ni lo sueñes! ¡Viajes Donald es una de las empresas más rentables del África Oriental! ¿Por qué habría de venderla?
—Estuve en la agencia esta mañana y me dijeron que ahora el propietario es un tal señor Mugambi.
—Ah, eso —Terry se sonrojó y rió un poco—. ¡Yo soy el señor Mugambi! Cambié de nombre. Ya no me llamo Donald.
—¿Por qué lo hiciste?
Terry alzó los ojos e inspeccionó discretamente la terraza.
—Se me ocurre una idea, Deb —dijo en voz baja—. ¿Estás muy ocupada en este momento? ¿Por qué no te vienes a casa conmigo? Me gustaría presentarte a mi esposa. Mi casa está aquí en Nyeri, no cae lejos.
Deborah, siguiendo la dirección de la mirada de Terry, volvió la cabeza y vio a dos africanos que bebían té, sentados a una mesa en un rincón, hablando en voz baja.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Ven, cariño. Tengo el Rover ahí enfrente.
Cuando estuvieron solos en el camino que cruzaba los jardines del hotel, Terry dijo:
—Esos hombres eran de la brigada especial. Hoy en día, hay que tener cuidado con lo que se dice.
En el momento en que el Rover tomaba la carretera principal, Terry dijo:
—¿Cómo has subido hasta aquí? ¡Espero que no conduciendo tú misma!
—Alquilé un coche con chófer. Le he dicho que se tomara libre el resto del día.
—Entonces, ¿qué es esto para ti? ¿Unas vacaciones? ¿Has vuelto para ver los viejos lugares? Verás que han cambiado muchas cosas. Oh, puede que no por fuera, pero por debajo de la superficie Kenia ha cambiado.
Deborah se puso pensativa cuando pasaron por delante de la iglesia en cuyo cementerio estaba enterrado el abuelo de Terry, sir James. Su abuela, Lucille, a quien ninguno de los dos había conocido, estaba enterrada en Luanda, igual que la tía Gretchen. Deborah, en vista de ello, se preguntó si Terry sería el último de los Donald.
—¿Tienes hijos? —le preguntó, sintiendo súbitamente la necesidad de saberlo.
—Tengo un chico y una chica. Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Qué te ha traído a Kenia?
—¿Te acuerdas de mamá Wachera, la hechicera que vivía en una choza junto al campo de polo?
—¡Aquella pájara rara! Sí, la recuerdo. ¿Todavía vive? ¡Dios mío, juraría que es la última de su generación!
Deborah le habló de la carta de las monjas.
—¿Qué crees que querrá de ti? —preguntó Terry mientras el Rover rebotaba por culpa de los baches.
—No tengo la menor idea. Pienso ir a la misión por la mañana y averiguarlo.
—¿Vas a quedarte en Kenia, Deb? —preguntó Terry, mirándola de reojo.
La pregunta sorprendió a Deborah. Y entonces, de repente, pensó:
«¿He venido para quedarme?»
—No lo sé, Terry —contestó con sinceridad.
Llegaron a una valla metálica donde unos letreros decían: ¡Hatari! ¡Peligro! ¡Perros kali! Siga en el coche y haga sonar la bocina.
—¿Incluso aquí? —dijo Deborah cuando un africano de uniforme les abrió la puerta.
—Hay mucha delincuencia en toda Kenia. Y va en aumento. Es el problema demográfico, ¿comprendes? Kenia tiene la tasa de natalidad más alta del mundo. ¿Lo sabías?
—No, no lo sabía.
—No hay suficiente tierra para alimentar a todos, ni suficientes empleos para todo el mundo. Kenia se está convirtiendo en una nación de jóvenes. Sin duda los habrás visto, africanos jóvenes en Nairobi, sin nada que hacer. ¡Te costaría creerlo si te contase las jugarretas que les gastan a los turistas inocentes! Siempre les estoy diciendo a mis clientes que no tengan ningún trato con extraños. A muchas clientas mías les han robado el bolso.
—¿Entonces es que los policías son ineficaces?
—¡Ineficaces! Sólo lo son si no les pagas suficiente
magendo.
Pero yo tengo un sistema mejor para asegurarme de la honradez de mi gente. Si a alguno o alguna de mis clientes le desaparece algo, hago correr la voz de que voy a llamar a un hechicero. Nunca falla. Al día siguiente, el objeto robado, sea cual fuere, le es devuelto a su dueño.
—¿Tanto predomina aún la superstición?
—Sospecho que más que nunca.
Entraron en un recinto polvoriento donde los africanos reunían a unos perros con cara de pocos amigos. La casa era muy antigua; Deborah reconoció la construcción original de paredes de barro enjalbegadas y techo de paja. Era grande, larga y baja, de aspecto desaplomado, pero se encontraba en buen estado y parecía bien cuidada.
—Tengo tres residencias —explicó Terry cuando entraron—. Una en Nairobi, otra en la costa. Pero en ésta es donde tengo la familia. Es la más segura. Hasta el momento.
El interior de la casa era fresco y oscuro, con un techo bajo y suelo de madera reluciente, sofás de cuero y trofeos animales por todas partes. Un africano que llevaba pantalones caqui y un suéter estaba poniendo la mesa para el té.
—Lo tomaremos aquí, Augustus —dijo Terry al hombre, luego condujo a Deborah hacia unos sofás colocados alrededor de la mayor chimenea que había visto en su vida.
Se sentaron. Terry encendió otro cigarrillo y dijo:
—¿Cuánto hace que te fuiste, Deb? ¿Catorce años? ¿Quince? No has vuelto a la vieja Kenia que conocías. Entre otras cosas, ¡el gobierno es una broma! Fíjate cómo trata de poner coto al crecimiento de la población. Las mujeres que no tienen marido, lo que quiere decir casi todas las mujeres de este desdichado país, reciben algún tipo de apoyo económico por cada hijo que tienen. Como medida para controlar la natalidad, el gobierno de Moi ha dicho que de ahora en adelante sólo recibirán ayuda los cuatro primeros bebés; los que vengan luego tendrán que arreglárselas como puedan. ¡Ya me dirás tú de qué va a servir eso!
El criado colocó la bandeja del té en una mesita baja delante de ellos.
—
Asante sana,
Augustus —dijo Terry. Luego prosiguió—: Los organismos extranjeros que velan por la salud y los misioneros médicos tratan de promover el control de la natalidad, pero los hombres de Kenia no quieren saber nada del asunto. De modo que las mujeres, si lo desean, lo practican a hurtadillas. Si un hombre descubre que su esposa toma la píldora o usa un diafragma, le pega una paliza impresionante, y tiene derecho a pegársela.
Terry apagó su cigarrillo y sonrió a Deborah.
—¡Cielos! ¡Qué cosas digo! ¿Qué clase de reencuentro es éste? ¡No sé cómo expresar lo mucho que me alegro de verte, Deb! ¿Qué tal ha resultado vivir en California?
Deborah le habló de su vida, pero sólo superficialmente.
—Este tipo con el que vas a casarte, ¿quiere venir a vivir en Kenia?
—Nunca ha estado aquí. No sé si le gustaría.
Apenas hubo terminado de decirlo, Deborah se dio cuenta de algo que nunca se le había ocurrido antes: lo poco que Jonathan sabía de Kenia.
«En tal caso, ¿cómo puede conocerme a mí?», se preguntó.
—Miriam no está en este momento, ha ido a visitar a su hermana. Pero volverá pronto. Quiero que la conozcas.
—¿Y los niños?
—Los dos están en la escuela. Aguarda un momento —dijo, levantándose. Tomó dos fotografías que había en la repisa de la chimenea y se las entregó a Deborah—. Éste es Richard. Tiene catorce años.
—Es un chico guapo —dijo Deborah, contemplando una versión joven de Terry.
—Y ésta es Lucy. Tiene ocho años.
Deborah puso cara de sorpresa. Lucy era africana.
Como si leyera sus pensamientos, Terry se sentó, encendió otro cigarrillo y dijo:
—La madre de Richard fue mi primera esposa. Nos divorciamos cuando él era muy pequeño. Fue cuando yo empezaba en el negocio de mi padre. Anne no podía soportar mis largas ausencias cuando me iba de safari. Y tenía celos de mis clientes femeninas. Así que me dejó y se casó con un exportador de Mombasa. Richard pasa medio año conmigo y la otra mitad con Anne.
—¿Y Lucy?
—Es la hija que tuve con mi segunda esposa, Miriam.
—¿Kikuyu?
Terry asintió con la cabeza y expulsó humo.
—De hecho, el apellido que adopté es el de mi esposa. Mugambi.
—¿Por qué? —preguntó Deborah, dejando las fotos sobre la mesita.
Terry se encogió de hombros.
—Más que nada para sobrevivir. Tratan de echar a los blancos de Kenia. Hay muchísimos prejuicios contra los negocios europeos. No voy a entrar en detalles, pero comprendí que lo que más me convenía para conservar la agencia era adoptar un apellido africano.
—Creía que todo eso se había terminado hace ya muchos años.
—Desde que murió Jomo, en 1978, las cosas andan un poco revueltas en Kenia. Por supuesto, hay tipos que no están de acuerdo conmigo. Pero hablo por experiencia personal. La educación de mi hijo, por ejemplo.
Antes de seguir con sus explicaciones, Terry llamó a Augustus y cuando el hombre se presentó le dijo en suajili que trajera una botella de vino.
—Ésta es una ocasión especial —dijo Terry, sonriendo a Deborah—. Es vino de papaya elaborado en Kenia y dudo que pueda compararse con vuestros famosos vinos californianos, pero es lo mejor que tenemos.
—Ibas a decirme algo sobre Richard.
—En este momento estudia en un internado de Naivasha. Pero ya tiene catorce años y ha llegado el momento de que pase a un nivel superior. El problema está en que la escuela a la que quiero que vaya ha sido totalmente africanizada. La Rey Jorge de Nairobi, ¿la recuerdas? Ahora es la Academia Uhuru. Hay un director nuevo, un africano que se niega rotundamente a aceptar alumnos blancos. Lo que me fastidia es que se trata de la escuela a la que iba mi padre cuando era niño. De hecho, mi padre fue de la primera promoción, cuando se inauguró la escuela en 1926. En la fachada hay una placa con los nombres de los alumnos fundadores. Geoffrey Donald es el primero de la lista. Y yo también estudié en ella, desde luego, en 1967. Pero ahora la escuela está cerrada para los blancos. Y lo que es peor, no hay ninguna otra escuela secundaria en Kenia que acepte alumnos blancos.
—¿Qué harás?
—No me queda más remedio que mandarlo a un internado de Inglaterra. Puedo permitírmelo, por supuesto, pero se trata de una cuestión de principio. Richard nunca ha puesto los pies en Inglaterra. Maldita sea, Deb. ¡Su bisabuelo nació en Kenia!
Augustus trajo el vino y lo dejó en la mesita junto con dos copas, luego se llevó el servicio de té. Terry escanció el vino y le entregó una copa a Deborah, que bebió un sorbo. El vino tenía un sabor áspero, amargo.
—¿Qué haces ahora, Terry? —preguntó Deborah, para desviarlo de un tema de conversación que le estaba poniendo visiblemente furioso—. ¿Sigues acompañando a los turistas o te ocupas estrictamente de la parte administrativa?
Terry rió, encendió otro cigarrillo y volvió a sentarse con la copa en la mano.
—Acompaño a los clientes en los safaris de caza.
—Creía que cazar era ilegal aquí.
—En Tanzania. Allí es legal. La mayoría de los clientes son norteamericanos.
Deborah habló con reserva.
—¿Da beneficios?
—¡No puedes imaginarte hasta qué punto! Estoy comprometido hasta bien entrado 1991. Cuando la caza fue prohibida aquí, hace ahora diez años, los cazadores nos fuimos a otros países en busca de trabajo. Estuve mucho tiempo controlando rebaños en el Sudán. Principalmente reduciendo el número de animales, en el norte de Juba, a orillas del Nilo. La población de elefantes había crecido demasiado y estaba destruyendo las cosechas. Aquellos colmillos —señaló un par de colmillos más altos que un hombre colocados a uno y otro lado de una puerta— son de un viejo bribón al que habían herido con un fusil anticuado, tipo mosquete. Estaba absolutamente enloquecido. Mató a unos treinta miembros de la tribu dinka. Acabé con él de un solo disparo y pedí que me pagasen con los colmillos en lugar de con libras sudanesas, que no valen nada.
Terry probó su vino.
—Bueno, el caso es que ahora me va muy bien en Tanzania. ¡Y me pagan con dólares norteamericanos!
—Pero, ¿no es ilegal importar trofeos de caza a los Estados Unidos?
—Era ilegal. Jimmy Cárter prohibió la importación de leopardo, jaguar y marfil. Pero la administración Reagan permite los trofeos que se hayan cobrado en países donde la caza esté autorizada. Mis clientes tienen garantizados un león, un leopardo, dos búfalos y dos gacelas. Me los llevo durante veintiún días, les proporciono campamentos y rastreadores y me pagan treinta mil dólares.