La muchacha le miró.
—Perdona, Terry. Volvía a tener la cabeza en las nubes.
—Apuesto a que ya tienes las maletas hechas.
No, no las tenía. En realidad, a medida que se acercaba el día de la partida, más fuerte era el deseo de Deborah de no irse.
Y la causa de esto era Christopher.
Deborah no lograba quitarse de la cabeza el recuerdo de su reencuentro a orillas del río dos semanas atrás. Lo revivía una y otra vez, llenaba todos sus momentos de vigilia con la imagen de Christopher bajo el sol. Cada vez que la veía, sentía una oleada desesperada de deseo sexual, un deseo que crecía dentro de ella de día en día.
—Oye, Deborah —dijo Terry—. Me gustaría que accedieras a salir conmigo otra vez antes de que te vayas para estar ausente tres años.
Deborah lo miró. Tenía veinte años, era delgado y estaba moreno y era guapo de una forma un tanto tosca, como su padre, Geoffrey, y su abuelo, sir James. Y era un apasionado de la caza. Al recibir su licencia restringida hacía tres años, Terry la había llevado en su primer safari de caza.
Habían ido en el Land-Rover hasta Serengeti, en Tanganika. Como su licencia era restringida, Terry no había podido cazar ningún ejemplar de los «cinco grandes»: elefante, rinoceronte, búfalo, león y leopardo. Pero se habían encontrado con un león viejo que tenía una púa de puerco espín clavada en la mejilla, hasta muy adentro, y que, enloquecido por el dolor, atacaba a los inocentes habitantes de los poblados. Terry había abatido al peligroso animal de un solo y piadoso disparo y le habían permitido quedarse con la piel como premio al servicio prestado.
De su segundo safari hacía ahora un año, poco antes de que Deborah ingresara en la universidad de Nairobi para cursar los estudios preparatorios. Ella y Terry habían ido a Uganda con el propósito de cazar elefantes. Después de largos y cálidos días caminando trabajosamente entre hierbas altísimas, acarreando pesados rifles, bolsas llenas de municiones y cantimploras, siguiendo huellas y excrementos hacia el interior de densas selvas y sintiéndose rodeados de peligros por todas partes, habían encontrado un pequeño grupo de machos dotados de excelentes colmillos.
Terry le había cedido a ella el honor de hacer el primer disparo; pero la muchacha no se había sentido capaz, así que él había dado muerte a los mejores del grupo y luego había supervisado la extirpación de los colmillos. Al ofrecerle a Deborah el marfil, en un gesto de extrema generosidad, ella lo había rechazado.
Desde entonces la muchacha no había podido convencerle de que no le gustaba la caza y desaprobaba que estuviera permitida en Kenia. Tampoco había logrado Terry hacerle ver las cosas desde su perspectiva: que los cazadores prestaban un servicio valioso. Impedían que las manadas llegasen a ser un peligro al crecer demasiado; salvaban las cosechas y los poblados de los ataques de los merodeadores; y vigilaban a los cazadores furtivos, que tenían formas muy crueles de matar a los animales.
Deborah meneó la cabeza y se bebió un sorbo de «ginger ale».
—No, Terry. Nunca volveré a ir de safari, como no sea para observar a los animales, sin disparar contra ellos.
Ni siquiera estaba segura de que esto le pareciese bien, ya que sabía que cada vez eran más los turistas que llegaban a Kenia en busca de animales y se metían por todas partes, turbando la paz de parajes que antes eran vírgenes. A veces se preguntaba si semejante invasión de seres humanos y gasolina no echaría a perder el delicado equilibrio de la naturaleza. Había visto vehículos cargados de turistas que gritaban persiguiendo a los animales, provocando ciegas estampidas de cebras y antílopes. Los turistas metían sus vehículos de alquiler en medio de las manadas, dispersándolas, separando sin darse cuenta a los pequeños de sus madres, expulsando a los grupos de su territorio, haciéndolos correr hasta el agotamiento, debilitándolos y convirtiéndolos en presa fácil de los depredadores que acechaban cerca. Deborah se preguntaba qué emoción podía proporcionar el perseguir a unos pobres animales hasta que caían rendidos, total para filmar unos metros de película.
Y había algo aún peor: los turistas fotografiaban a la gente. Había visto autobuses que llegaban a los poblados cargados con gente dispuesta a disparar la cámara. Los pastores masai se sentían ofendidos y, tapándose la cabeza con sus capas, daban media vuelta y se iban. Las mujeres se ponían furiosas y trataban de ahuyentar a los intrusos a gritos. ¡Qué ignorancia! ¡Qué falta de respeto! Los africanos sabían que aquellos
wazungu
venían a fotografiar animales y se preguntaban si también a ellos los consideraban como tales.
Recorrió con los ojos el lujoso pabellón. Había sido el primero de Kenia y ahora tenía numerosos imitadores, desde la frontera con Uganda hasta la costa. Geoffrey Donald era propietario de tres, además de su creciente parque de minibuses, los mismos que paseaban a los turistas por las tierras de los masai. El pabellón de safaris Kilima Simba era un lugar sereno, de buen gusto y elegante. Los huéspedes llegaban en grupos, depositados en el hotel por sus cansados chóferes africanos, y durante uno o dos días eran agasajados con danzas nativas, holganza al borde de la piscina, comida digna de gastrónomos y la contemplación de una aguada justo a los pies del pabellón de observación, una aguada que los animales usaban desde hacía siglos. En las paredes de bambú había letreros pidiendo a los huéspedes que guardasen silencio, para no asustar a los animales.
Los turistas comenzaban a acudir al bar, vestidos con las prendas de color caqui, nuevas y rígidas, que se habían comprado en Nairobi y que les hacían sentirse nerviosos y tímidos. Pero todo ello formaba parte de la aventura keniana. Le pedían al camarero bebidas de las que jamás habían oído hablar —margaritas, tés helados Long Island— y curioseaban en las tiendas caras, donde una bonita muchacha africana vendía prendas de vestir importadas de Norteamérica.
Deborah contempló el paisaje africano. Oyó la respiración de la tierra y sintió que frescos brazos tropicales se tendían hacia ella, intentando abrazarla. Una vez más el resto del mundo —aquel lugar temible sobre el cual Christopher con tanta gravedad la había advertido— pareció desvanecerse y dejarla sola con la tierra roja, los animales y las montañas lejanas.
El eco de la voz de Christopher resonaba sobre las inmensas llanuras:
«Kenia es tu hogar. Éste es tu sitio».
De repente Deborah se sintió desamparada. Tres años le parecían una eternidad. ¿Cómo sobreviviría lejos de la tierra que la sostenía? Se sentiría como un pájaro enjaulado, privada del cielo.
«¿Me amas, Christopher? —preguntó al silencio que bajaba del Kilimanjaro con su cumbre nevada—. ¿Me amas tanto como yo te amo a ti? ¿Con un anhelo doloroso de ser abrazada, de tocar, de besar? ¿O me consideras como a una hermana? ¿Me quieres del mismo modo que quieres a Sarah? ¿La habrías abrazado como me abrazaste a mí, le habrías hablado como me hablaste a mí, si fuera ella la que se iba a Norteamérica? ¿Perecerás cuando me aleje de ti, Christopher, con tanta seguridad como yo pereceré?»
—¿Quieres tomar algo más, Deborah? —preguntó Terry.
«Ojalá Sarah estuviese aquí», pensó. Necesitaba desesperadamente hablar con su mejor amiga; quizá Sarah conocía la respuesta al enigma que era su hermano. Pero Sarah no habría venido al pabellón aunque Deborah se lo hubiese pedido; estaba recorriendo Kenia en el coche del doctor Mwai.
—No, gracias, Terry —dijo, levantándose—. Me voy un rato a mi habitación.
—¿Te encuentras bien, Deborah?
—Sí, muy bien. Nos veremos en la fiesta.
Cruzó apresuradamente el puente colgante que unía las habitaciones «de estilo nativo» con el pabellón principal, entró en su habitación y se apoyó en la puerta cerrada, contemplando los parajes naturales que se extendían más allá de su balcón, y exclamó para sus adentros:
«¡Christopher!»
* * *
—
Asante sana
—dijo Sarah al amigo que acababa de traerla en coche desde Nairobi. Se despidió de él agitando la mano, luego echó a andar por el sendero que llevaba desde lo alto del risco hasta las chozas de su abuela en la amplia margen del río. Había sonreído al amigo al despedirse de él, pero la sonrisa era forzada. En realidad, se sentía furiosa, y mientras se acercaba a mamá Wachera, que estaba cuidando sus cultivos de hierbas, volvió a maldecir a todos los banqueros de Nairobi.
Habían dicho que no a su petición de un pequeño préstamo para montar un negocio, ¡todos!
Al levantar la cabeza y ver a su nieta, la hechicera dejó el azadón y se acercó a la muchacha para abrazarla.
—Bienvenida a casa, hija —dijo—. Te he echado de menos.
La anciana era pequeña y frágil entre los brazos de Sarah. Nadie sabía con exactitud qué edad tenía Wachera, pero, basándose en sus recuerdos infantiles —David, el padre de Christopher, ya había nacido cuando llegaron los Treverton, hacía ahora cincuenta y cuatro años—, calculaba que la hechicera rondaba los ochenta. Sin embargo, a pesar de su edad y su estatura, mamá Wachera seguía siendo una mujer fuerte.
—¿Christopher está aquí, abuela? —preguntó Sarah antes de irse a su choza para dejar la maleta y tomar dos calabazas de cerveza de caña de azúcar.
—Tu hermano no ha vuelto desde el día en que regresó del otro lado del agua.
Sarah se quitó el vestido bueno que se ponía para viajar y se envolvió en un
kanga.
Al salir de la choza con la cerveza se preguntó por qué Christopher seguía en Nairobi.
—Es irrespetuoso, Sarah —dijo mamá Wachera, aceptando la cerveza que la muchacha le ofrecía—. Mi nieto debería estar aquí conmigo. Después de todo, ingresará pronto en la escuela de curación y entonces no le veré nunca.
—Estoy segura de que Christopher no pretende faltarte al respeto, abuela. Debe de tener muchas cosas que hacer, prepararse para ingresar en la facultad de medicina.
Se sentaron en el suelo delante de la vieja choza de Wachera, dos mujeres africanas, separadas por generaciones, bebiendo juntas en un antiquísimo ritual femenino de compañerismo e intimidad.
—Dime —dijo mamá Wachera—, ¿encontraste lo que fuiste a buscar?
Sarah contó a su abuela la portentosa revelación que había tenido en Malindi y los maravillosos planes que se había trazado para el futuro. Pero, al llegar a la parte del relato referente a sus intentos de conseguir un poco de dinero en Nairobi, en la voz de Sarah apareció un tono de amargura.
—Fue humillante, abuela. Me hicieron sentir como si estuviese pidiendo limosna. «Garantía», dijeron. ¡Para obtener un préstamo, hay que demostrar que no lo necesitas? Les enseñé el bloc de apuntes y el «batik» que hice. Les dije: «¡Esto es mi garantía! ¡Mi futuro es mi garantía!». Y entonces me preguntaron si tenía un esposo o padre que firmara la solicitud de préstamo. Luego me dijeron que me fuese. Dime, abuela, ¿qué tiene que hacer una mujer para montar un negocio?
Mamá Wachera meneó la cabeza. Para ella todo era un misterio. Las mujeres nacían para criar hijos y trabajar en la
shamba.
Las cosas de que hablaba su nieta escapaban a su comprensión.
—¿Por qué sueñas con estas cosas, hija mía? Primero debes buscarte un esposo. Ya tienes la edad suficiente para tener hijos, pero no tienes ninguno.
Sarah trazaba dibujos en la tierra. La experiencia en Nairobi había sido dura y reveladora. Varios banqueros se habían negado a hablar siquiera con ella; dos se habían reído sin disimulo de su plan; y tres le habían hecho proposiciones sexuales. A cambio de ciertos favores, quizá podrían gestionarle un préstamo…
Se sentía muy frustrada.
Las mujeres se estaban emancipando en toda el África Oriental. Se matriculaban en los institutos y universidades y salían convertidas en médicas y abogadas, hasta en arquitectas y químicas. Pero Sarah había sacado la conclusión de que tales profesiones eran sancionadas por los hombres. A aquellas mujeres les hacía seguir cuidadosamente cauces masculinos, se encontraban de forma constante bajo la guía y la autoridad masculinas. Había una especie de aceptación paternalista de las mujeres que se ponían la peluca de abogada y acudían al palacio de justicia. Todavía se encontraban bajo la dominación masculina, por muy liberadas que ellas se creyesen. Pero las mujeres que querían montar un negocio propio eran otra casta. Exigían una independencia total y eso las convertía en un caso aparte.
—Representamos una amenaza para ellos —había tratado de explicarle Sarah a su madre en Nairobi—. Una mujer propietaria de su propio negocio es verdaderamente una mujer independiente. No hay ningún hombre por encima de ella, ningún hombre que tome las decisiones definitivas. Esto los asusta. Además, les hacemos la competencia a sus propios negocios. Pero no voy a permitir que me impidan llevar a la práctica mis planes. Ya encontraré la manera de empezar.
Sarah había acudido a su madre con la tenue esperanza de obtener un poco de apoyo, pero Wanjiru se oponía a los planes de su hija tanto como los banqueros.
—Termina tus estudios —le había dicho una y otra vez—. ¿Por qué crees que sacrifiqué tantas cosas por ti? ¿Por qué crees que me divorcié de tu padre, viví en la selva y pasé tantos años en campos de detención? Fue para que pudieras recibir una buena educación y llegar a ser algo.
—Yo no quiero vivir tu sueño, mamá. ¡Quiero vivir el mío propio! ¿No es ése el verdadero significado de la libertad?
Sin decir nada a nadie, Sarah había acudido al doctor Mwai, con quien su madre vivía en el distrito de Karen. Pero, pese a mostrarse comprensivo con ella, el doctor había dicho:
—Si te diese dinero, Sarah, tu madre jamás volvería a hablarme. Así que en este caso tendré que ponerme de su lado.
—¡Abuela! —exclamó Sarah—. ¿Qué voy a hacer?
Mamá Wachera miró a su nieta, a quien quería a pesar de que no era una auténtica Mathenge.
—¿Por qué es tan importante para ti, niña?
—No sólo es importante para mí, abuela. ¡También lo es para Kenia!
Viendo que su abuela no la comprendía, Sarah fue a su choza, sacó el bloc de la maleta y volvió con él.
—Mira —dijo, hojeando el bloc lentamente—. ¿Ves cómo he captado el alma del pueblo?
Mamá Wachera nunca había visto dibujos. Sus ojos no estaban preparados para captar y comprender una imagen. A pesar de todo, reconoció algunas joyas: un collar masai, unos pendientes embu. Miró con atención las líneas desconcertantes que aparecían en el papel y trató de comprender lo que sentía la muchacha. Aunque las palabras de Sarah resultaban extrañas para la anciana, había un lenguaje que Wachera sí entendía: el del espíritu.