Mamá Wachera se irguió para mirar el risco cubierto de hierba desde el cual se dominaba el río.
Pensó que todo había empezado con la llegada del hombre blanco. Ellos, los blancos, eran los causantes de esta guerra terrible que estaba destruyendo a su tribu. Habían llegado hacía muchas cosechas, con sus carretas provistas de toldos y sus esposas de piel blanca como la leche, y habían empezado a diseminar su veneno. La anciana hechicera se preguntó cuándo terminaría. ¿Cuándo dejarían los kikuyu de matarse entre ellos y se unirían para expulsar al hombre blanco de Kenia? ¿Cuándo se percatarían de la necedad y la vergüenza de esa guerra infructuosa y unirían sus fuerzas para combatir al único enemigo verdadero?
Mamá Wachera pensó en su hijo y se preguntó hacia dónde se inclinaría la lealtad de David.
Al igual que muchos kikuyu, David trabajaba para el hombre blanco y vivía en una casa de piedra cerca del trabajo, dejando que su esposa se ocupara de la
shamba.
Wanjiru era más afortunada que la mayoría de las mujeres, pues David no vivía lejos de su choza. Las esposas dignas de lástima eran aquellas cuyos maridos las abandonaban para trabajar en Nairobi, donde vivían en pisos, bebían cerveza europea y se acostaban con prostitutas. Esas pobres esposas raramente veían a sus hombres, a veces pasaban años sin verles, mientras que Wanjiru recibía la visita de David una vez a la semana, y entonces David pasaba la noche en su choza
thingira
y comía los alimentos que le preparaban su madre y su esposa. En esas visitas David Mathenge honraba a sus mujeres regalándoles americani, azúcar y aceite. La madre de David reconocía que en muchas cosas su hijo actuaba como un kikuyu verdadero.
Pero, al ver pasar un camión por uno de los caminos de tierra que había entre los cafetos de los Treverton, se preguntó cómo podía trabajar precisamente para la mujer cuyo padre había robado su tierra. Era un misterio que mamá Wachera no acertaba a descifrar. Pero como era una madre respetuosa y tenía en cuenta la intimidad de su hijo, no pensaba preguntárselo nunca.
Mamá Wachera se fue al otro lado de la
shamba,
donde Wanjiru estaba recogiendo hojas de calabaza, y echó una ojeada a sus plataneros.
Sabía que su nuera había prestado un juramento Mau-mau. Muchos años antes, en una noche de espantosa tempestad, mientras su abuela yacía moribunda, esperando que las hienas devorasen su carne, una Wachera joven había comido un juramento similar. Prestar juramento formaba parte del modo de vida de los kikuyu; era algo tan antiguo como las neblinas del monte Kenia. Sin juramentos los Hijos de Mumbi dejarían de existir. Pero el juramento que Wanjiru comiera había sido alterado de una forma inquietante. Por motivos que mamá Wachera no comprendía, su nuera había prestado juramento mientras sostenía en la mano la Biblia de los
wazungu;
había comido la tierra y dado su palabra poniendo por testigo a Jehová.
¿Qué significado tendría? ¿Por qué habría cometido semejante subversión del ritual sagrado de la tribu?
Mamá Wachera temía que el malvado Mau-mau destruyese para siempre las costumbres antiguas. Se dijo que los hombres de la selva no eran verdaderos y honorables Hijos de Mumbi, sino que eran exactamente lo que el hombre blanco decía: «bandidos». La disciplina tribal se estaba rompiendo, la sociedad se desintegraba y jóvenes equivocados se burlaban de sus mayores.
«No luchan por la tierra —pensó mamá Wachera mientras llenaba su cesta—. Luchan para ser perversos y para desafiar a los antepasados».
El himno terminó cuando las dos mujeres volvían andando a sus chozas, donde espirales gemelas de humo surgían de sendas hogueras. Wanjiru sabía que a su suegra no le parecía bien su decisión de irse. También sabía que en eso nunca estarían de acuerdo, porque mamá Wachera era una mujer vieja, de más de ciento veinte cosechas según sus propios cálculos, lo que significaba sesenta años según los cálculos de Wanjiru, y vivía en el pasado. Cuando hablaban de que los Hijos de Mumbi recuperarían la tierra que era legítimamente suya, a mamá Wachera sólo se le ocurría mencionar una
thahu.
—Han sido maldecidos —le decía repetidamente a Wanjiru—. Yo les dije que sólo conocerán la desgracia y la desdicha hasta que la tierra le sea devuelta al africano. ¿Y ves? Han conocido la desgracia. Todos han muerto, salvo una, y no tienen hijos que hereden la tierra.
La anticuada forma de pensar y la tozudez de su suegra molestaban a Wanjiru, pero, como le habían enseñado a ser modesta y respetuosa en presencia de sus mayores, no había discutido. En lo que creía Wanjiru era en luchar. Sólo la guerra devolvería al africano la tierra que le habían robado.
—El árbol de la libertad se riega con sangre —le había dicho a su suegra.
Pero Wanjiru no luchaba sólo para recuperar la tierra. Al igual que muchas mujeres que se unían al Mau-mau, Wanjiru luchaba por los derechos de su hija. Veía un futuro en el que Hannah gozaría de libertad para ir a la escuela sin ser hostigada por chicos crueles, como por desgracia le había ocurrido a ella en su tiempo; libertad para trabajar fuera de casa al lado de los hombres; libertad para escoger y seguir una carrera honorable; libertad para caminar al lado de su esposo como su igual, y no detrás de él como su bestia de carga. Wanjiru creía que las madres kikuyu les debían esta lucha a sus hijas.
—Toma la corteza del espino —dijo mamá Wachera a la esposa de su hijo cuando ésta se preparaba para partir—. De las ramas más jóvenes. Frótala con sal y chúpala. Esto curará los males del estómago y la diarrea.
Wanjiru escuchaba mientras su suegra iba hablando. Estaban metiendo medicinas y amuletos curativos en una cesta. Encima colocaron arrurruces hervidas y boniatos fríos, unos cuantos plátanos y un poco de harina de maíz. Una vez llena la cesta, Wanjiru la envolvió con la manta con que la llevaría colgada, puso a su lado una calabaza de agua y metió en los costados las balas y las tres pistolas que le habían hecho llegar por la mañana. Finalmente añadió notas y mensajes escritos apresuradamente por las esposas de los hombres que luchaban en la selva.
Cuando todo estuvo preparado Wanjiru se puso dos vestidos sobre el que ya llevaba, se envolvió la cabeza con una
kanga
de color rojo vivo y con la ayuda de su suegra se echó la pesada manta a la espalda. Una tira de cuero en la frente sujetaba la manta para que las manos quedasen libres y pudieran llevar a Christopher, atado a su pecho con una
kanga,
y a Hannah, a la que llevaba apoyada en la cadera.
Al salir de la choza, mamá Wachera se detuvo para bendecir a su nuera, sospechando que quizá nunca volvería a verla.
—Cuidaré de David por ti —dijo.
—David ya no es mi esposo —dijo Wanjiru, añadiendo seguidamente las palabras con que, según la tradición kikuyu, una mujer podía disolver su matrimonio—. Me divorcio de él. No temas por mí, pues nací una sola vez y una sola vez moriré.
Mamá Wachera miró con ojos tristes cómo la joven y fuerte Wanjiru, inclinada bajo el peso de su carga, con un bebé en el pecho y una niña en la cadera, cruzaba el río y finalmente se perdía de vista.
* * *
Caminaba bajo el sol de la tarde, siguiendo un sendero que dividía en dos un campo recién sembrado que esperaba las lluvias. Wanjiru caminaba bajo el calor y la pereza del día, las moscas zumbando bajo el sol ardiente, levantando el polvo con sus pies desnudos. Christopher, que ya tenía casi un año y pesaba mucho, dormía apoyado en el cómodo pecho de su madre, mientras que Hannah, de tres años, movía la cabeza sobre el hombro materno.
Al poco se unió a Wanjiru en el sendero una mujer más joven que ella, que llevaba cuatro vestidos, una
kanga
amarilla en la cabeza y un fardo lleno de comida y agua sobre la espalda. La mujer salió de la selva y, sin decir palabra, siguió andando al lado de Wanjiru. Más adelante se encontraron con la anciana mamá Gachiku, la madre de Njeri, que había sido sacada de su vientre por una memsaab y se había ahorcado en la glorieta de otra. Mamá Gachiku, al igual que mamá Wachera, era viuda del legendario jefe Mathenge y llevaba consigo el machete kikuyu, llamado
panga.
Al poco llegaron a un arroyo y, tras ayudarse unas a otras a dejar la carga en el suelo, se arrodillaron para beber. Refrescaron sus cabezas afeitadas con el agua del arroyo y luego volvieron a ponerse las
kangas
a modo de turbante. Mamá Gachiku y la mujer joven compartieron un boniato frío mientras Wanjiru daba el pecho a los dos pequeños.
Volvieron a echarse las cargas a la espalda y siguieron subiendo la suave ladera de la montaña, sin hablar, concentrándose en su destino. Aparecieron más mujeres en el sendero hasta alcanzar el número de doce cuando se adentraron en la selva espesa.
Siguieron a Wanjiru, que había pasado muchas veces por allí en sus misiones secretas, llevando comida y armas de fuego a los guerrilleros que se escondían en la selva. Al llegar a una cascada, mamá Gachiku cortó una hoja de arrurruz, la dobló y, tras llenarla de agua, la hizo circular entre sus compañeras.
Después prosiguieron su camino, silenciosas y decididas, cada una de ellas impulsada por una visión. Mamá Gachiku veía el cuerpo de su pobre hija colgada de una viga en el claro de los eucaliptos: Njeri, hechizada por las costumbres del hombre blanco y empujada a una muerte vergonzosa e infamante. Nduta veía el rostro de su esposo, tundido a palos por miembros de la reserva de policía de Kenya. A Njambi y a Muthoni las impulsaba el recuerdo del asesinato de su padre a manos de unos chicos blancos. Y Nyakio, la más joven de todas, avanzaba empujada por el recuerdo de su brutal violación por cuatro soldados británicos borrachos. Las doce mujeres habían recibido el juramento de Wanjiru; todas habían jurado renunciar a su vida de antaño para combatir por la libertad. Todas se habían comprometido por su honor a luchar hasta que el último hombre blanco se marchase de Kenia y, si era necesario, a morir en el empeño. Todas sabían que el juramento, una vez prestado, las ataba en cuerpo y espíritu a su palabra. Si alguna de ellas traicionaba el juramento, si alguna daba información a las autoridades sobre el campamento secreto de la selva, si alguna desobedecía las órdenes de la mariscal de campo, sufriría una muerte terrible.
A medida que el día fue haciéndose frío y oscuro y la selva se llenó de sombras y formas, las mujeres se acercaron más unas a otras y siguieron el turbante rojo de Wanjiru como si fuese un faro.
Finalmente, antes de que la luz desapareciese por completo de la selva, Wanjiru hizo que el grupo se detuviese a los pies de una higuera vieja, inmensa. Sin decir nada, dejó la carga y los niños en el suelo, ayudó a las demás a hacer lo mismo y luego se arrodilló a los pies del árbol.
Las otras la imitaron y se arrodillaron formando un círculo, apretando la frente contra el tronco de la higuera, y entonaron una plegaria a Ngai, el dios de sus antepasados. Después Wanjiru se sentó en el suelo, recogió un puñado de tierra negra y rica, clavó los ojos en ella y dijo:
—La tierra es nuestra.
Sus compañeras hicieron lo propio hasta que las doce se encontraron recitando en voz baja:
—La tierra es nuestra. La tierra es nuestra.
Finalmente, antes de que el manto de la noche cayera sobre la selva, Wanjiru se metió un poco de tierra en la boca y la masticó solemnemente. Sus hermanas en la guerra hicieron lo mismo. Comieron la tierra, renovando su juramento, y juraron una vez más que la tierra era suya.
Cuando descubrieron el letrero, a Mona no le sorprendió ver que decía Bienvenidos a Nairobi, ciudad al sol.
Las trescientas personas que asistían a la ceremonia en ese paraje tranquilo situado en los límites del parque natural de Nairobi, de pie en la sombra o sentadas en sillas plegables, aplaudieron y elogiaron el ingenio de Geoffrey Donald. Sin duda el eslogan mejoraba la imagen internacional de su ciudad, según declararon todas, lo cual era especialmente necesario en vista de que la prensa extranjera mostraba mucho interés por el asunto del Mau-mau. La nueva imagen mejoraría los negocios con las agencias turísticas del extranjero.
Mona miró disimuladamente su reloj. No le gustaban esos rituales organizados, pero sabía que cumplían un fin necesario en la perturbada colonia. Entre otras cosas, participar en ceremonias de esta clase durante unos momentos de confusión creaba una sensación de unidad y estabilidad entre los colonos blancos. Además, los actos de esa índole tenían por objeto demostrar que, de hecho, en Kenia las relaciones raciales eran buenas a pesar del Mau-mau, y que la mayoría de los africanos eran personas obedientes que respetaban las leyes. Casi la mitad de los asistentes a la ceremonia eran «nativos» y se encontraban sentados en el suelo o apoyados en bastones, escuchando el discurso de Geoffrey Donald. Había entre ellos varios jefes prominentes, orgullosos ancianos kikuyu que vestían la mezcla característica de indumentaria occidental y africana. Uno de ellos era el anciano y majestuoso Irungu, el jefe poderoso e influyente que había convencido a su pueblo para que asistiese al acto y demostrara así sus buenos sentimientos para con los blancos. Irungu vestía pantalones cortos de color caqui, un mantel a cuadros sobre los hombros y calzaba sandalias confeccionadas con neumáticos de automóvil. Llevaba las tradicionales clavijas en los lóbulos de las orejas; una bolsa de tabaco le colgaba del cuello, junto con una cajita de rapé. Llevaba relojes en ambos brazos y estaba sentado al lado del gobernador suplente, que vestía un sobrio traje azul marino y una corbata de Eton. El Mau-mau.parecía ser lo más alejado del pensamiento de estos dignos líderes.
Mona volvió a consultar el reloj, sin prestar atención al discurso de Geoffrey, y buscó con los ojos a David en los bordes de la multitud. Pero sólo vio soldados británicos con sus metralletas formando un círculo grande y protector en torno al público. Se temía que los actos en que europeos y africanos leales se reunían fuesen el principal blanco del Mau-mau, aunque de momento, en los cinco meses transcurridos desde que se declarase el estado de excepción, no se había producido ninguno de los temidos atentados.
Era mediodía y Mona se preguntó dónde estaría David. Le hubiera gustado no tener que asistir a esos actos, pero como era una Treverton y como los blancos de Kenia estaban muy apegados a sus preciosas tradiciones, no tenía más remedio que hacer acto de presencia. Años antes sus padres habían satisfecho el anhelo de aristocracia de los colonos. Ahora el papel les correspondía a Mona y a Grace. Detestaba que la llamasen «lady Mona», pero a las esposas de los agricultores les gustaba hacerlo. Aún más, en un día tan caluroso como ése, con vientos secos que barrían las calles, Mona detestaba el vestido de gabardina azul que tenía que llevar, con su chaqueta ceñida, como dictaba la moda, sus mangas estrechas, la cintura apretada y la falda amplia y acampanada. Por si fuera poca su incomodidad, llevaba guantes blancos y un bolso de plástico también blanco, y los pies embutidos en zapatos estrechos del mismo color. Ansiaba el momento de llegar a casa y ponerse algo más cómodo.