—¡Mi querida Rose! —dijo Harold, bajando los escalones. Tomó las manos enguantadas de Rose y miró los ojos furtivos que apenas eran visibles entre el velo y el cuello de zorro—. Eres Rose, ¿verdad?
Harold había engordado y se parecía poco a su hermano mayor, Valentine, que, a sus cuarenta y un años, seguía siendo esbelto como un atleta y sólo tenía unos toques plateados en las sienes.
—¡No hacía falta que te trajeras toda África contigo! —dijo con forzado buen humor; luego agregó—: Ven, que Edith arde en deseos de conocerte.
El elegante hotel Jorge V de París había impresionado a Mona con su majestuoso vestíbulo y sus arañas de cristal. Pero la casa que veía ahora, ¡era como un palacio! Se le cortó el aliento al entrar en el oscuro vestíbulo lleno de armaduras, tapices antiguos en las paredes, retratos de personas con expresión sombría que llevaban mucho tiempo muertas. A su lado, Bellatu parecía un simple bungalow; y Mona sabía que la casa en la que acababa de entrar habría sido su hogar si su padre no se hubiera enamorado del África Oriental once años atrás.
Edith Treverton estaba en el salón con otra mujer y dos niñas. Edith saludó a su cuñada con entusiasmo exagerado e hizo las presentaciones. La mujer era lady Ester y una de las niñas era su hija, la honorable Melanie van Alien. La otra era la hija de Edith, Charlotte, prima de Mona.
—¡Qué alegría volver a verte después de tantos años, Rose! —declaró Edith, besando el aire cerca de la mejilla de Rose—. ¡Estábamos todos convencidos de que tú y Valentine volveríais a Inglaterra en el primer barco! ¿Qué tal resulta vivir en la jungla?
Mona se sentó tímidamente en una silla tapizada con brocado y observó con disimulo a las dos niñas, las dos un poco mayores que ella y vestidas a la última moda, con el talle caído. Su tía Edith no le causó mucha impresión, y tampoco le impresionó el tío Harold, que no se parecía ni pizca a su padre ni a la tía Grace.
Mientras los adultos hablaban, las niñas permanecieron sentadas, guardando un cortés silencio. Charlotte y Melanie manejaban las tazas y los platos con una finura extraordinaria. Mona no tardó en descubrir que las habían educado en la academia Farnsworth, la misma donde ella se matricularía al día siguiente.
—Charlotte te enseñará todo lo que conviene que veas —dijo Edith—. Tiene trece años y tendrá un grupo diferente de amigos, desde luego. Pero sois primas.
Charlotte y su amiga cruzaron una mirada secreta, divertida, y Mona sintió deseos de fundirse con el tapizado de la silla.
—¿Sabes, Rose? —dijo Harold, mirando con expresión seria a la muchachita africana, que se había quedado cerca de la puerta—. No esperaba que trajeras una negrita. ¿Qué haremos con ella?
—Duerme delante de la puerta de Mona.
Edith miró a su esposo.
—Quizá lo mejor sería ponerla en los alojamientos del servicio. Tu carta era tan vaga, Rose, que no teníamos idea de lo que debíamos esperar.
La conversación se hizo adulta y aburrida, girando en torno a quién había muerto, cambiando de residencia, contraído matrimonio o tenido algún hijo. Todas las noticias referentes a Suffolk iban envueltas en un lenguaje que escapaba a la comprensión o al interés de Mona, y mientras Charlotte y Melanie hablaban en susurros y soltaban risitas, Mona estuvo mirando por la ventana y preguntándose si las lluvias largas ya habrían llegado a Kenia.
Se desanimó al saber que cenarían por separado: su madre con el tío Harold, la tía Edith y lady Ester; ella con las— dos niñas de trece años.
—Pero, mamá —protestó Mona mientras la instalaban en un dormitorio grande, frío y húmedo—, tú y yo siempre comemos juntas. ¿Por qué tengo que comer en el cuarto de los niños?
Rose estaba ordenando las cosas de Mona con aire distraído.
—Porque es lo que se hace aquí, Mona. Es la manera correcta de hacer las cosas.
—Pero yo me figuraba que se hacían correctamente en Bellatu.
Rose suspiró y una expresión preocupada pasó fugazmente por su cara.
—Me temo que con el paso de los años nos hemos descuidado un poco. No me había dado cuenta. Son cosas que te pasan en África. Tendremos que corregirlo. Por esto, Mona, vas a asistir a la academia Farnsworth. Cuando salgas, te habrás transformado en una elegante señorita.
El desánimo se apoderó de Mona.
—¿Y eso cuándo será?
—Cuando tengas dieciocho años.
—¡Es mucho tiempo! ¡Me moriré si estoy tanto tiempo lejos de Kenia!
—Tonterías. Vendrás a casa a pasar las vacaciones. Y no tardarás en hacer amistad con las encantadoras niñas de la escuela.
Mona rompió a llorar y Rose, sentándose a su lado en la cama, dijo:
—Vamos, vamos, Mona. ¡Estás haciendo un drama sin motivo! —rodeó con el brazo los hombros de la pequeña, levemente; para Mona fue como un roce de neblina. El perfume de su madre la envolvió y Mona sintió deseos de ser abrazada por carne cálida—. Escúchame, cariñín —dijo Rose con voz plácida—, cuando llegue a casa empezaré a trabajar otra vez en el tapiz. ¿Por qué no me dices lo que he de poner en el espacio en blanco? En diez años no se me ha ocurrido nada. Lo dejaré en tus manos. ¿Qué te parece?
Mona se sorbió las lágrimas y se apartó de su madre. Era inútil. Sencillamente no había forma de hacerles comprender a sus padres que el dolor le atenazaba el corazón, que le angustiaba que la mandasen lejos de ellos, que no la quisieran y se alegraran de librarse de ella.
«Si fuera bonita o lista —pensó—, me querrían. Y si de pronto desapareciera, entonces se darían cuenta de que me echaban mucho de menos».
* * *
—¿Qué tal resulta vivir entre salvajes desnudos? —preguntó Melanie van Alien, una chiquilla insolente con flequillo y cabello corto y con cara de querer meterse en líos.
—No van desnudos —dijo Mona, jugueteando con los alimentos de su plato.
Las tres estaban sentadas en lo que llamaban el «cuarto de los niños», atendidas por varios criados. Njeri estaba en un rincón, ante una mesa más pequeña, comiendo en silencio, malhumorada.
—Una vez leí —dijo Charlotte— que son caníbales y no creen en Dios.
—Sí creen —dijo Mona.
—Sí, ahora que los han hecho cristianos.
—¿De veras juegas con ella? —preguntó Melanie, señalando a la niña africana de la otra mesa.
—No. La han traído para que me hiciese de acompañante.
—¿No tienes amigas blancas?
—Sí. Gretchen Donald. Y Geoffrey y Ralph, sus hermanos. Viven en un rancho ganadero que se llama Kilima Simba.
Charlotte le susurró algo a Melanie y las dos soltaron una risita.
—¡Ralph es muy guapo! —dijo Mona, sacando la barbilla.
Melanie se inclinó hacia ella, los ojos lanzando destellos.
—¿Cazas leones y tigres?
—Mi padre los caza. Pero en África no hay tigres.
—¡Claro que hay! No sabes muchas cosas sobre tu propio país, ¿verdad?
Mona cerró los oídos y los ojos y se refugió en una visión de Bellatu. Vio la dorada luz del sol y las flores; vio a Arthur, su hermanito, con las rodillas perpetuamente arañadas y, recortándose sobre el cielo azul, vio la silueta de su padre montado a caballo. Oyó las exclamaciones de los ruidosos partidos de polo que jugaban en el campo junto al río y percibió el aroma del toro que asaban el día de Año Nuevo y repartían entre los trabajadores africanos de la plantación. Mona sintió el sol en sus brazos desnudos, el polvo rojo debajo de los pies, el viento de las tierras altas jugueteando con sus cabellos. Saboreó los pasteles de mijo de Solomon y la cerveza de caña de azúcar de mamá Gachiku. Sus pensamientos giraban en un calidoscopio de inglés, suajili y kikuyu. Ansió estar sentada, no ante esa mesa odiosa, sino en el bungalow de la tía Grace, enrollando vendas y afilando hipodérmicas. Pensó en Ralph Donald, el valiente y gallardo hermano de Gretchen, que corría como un antílope y la fascinaba con sus historias de la selva.
—He de decir que tus modales son horribles.
Mona miró a Charlotte.
—Estoy hablando contigo. ¿Es que eres sorda? —Charlotte se volvió hacia Melanie y en tono de sufrimiento dijo—: ¡Es mi prima y esperan de mí que la presente en la escuela! ¿Qué van a pensar de ella? ¿Y de mí?
Melanie se rió.
—Trudy Greystone apostó conmigo a que tu prima llevaría una falda de rafia y un hueso atravesándole la nariz.
A Mona le tembló la barbilla.
—Kenia no es así.
—Entonces, ¿cómo es? ¿Vives en una choza?
—¡Tenemos una casa magnífica!
—Bellatu —dijo Charlotte—. ¿Se puede saber qué significa ese nombre?
—Significa… —Mona frunció el ceño. El nombre tenía algo que ver con la casa donde estaba ahora, Bella Hill; había alguna relación entre las dos casas. Tenía que ver con el hecho de que esa mansión gloriosa era más su casa que la casa de Charlotte, que su tía, su tío y su prima no eran más que huéspedes allí, encargados de vigilar la casa. Rose se lo había dicho una vez. Pero resultaba todo demasiado complejo para Mona.
—¡Qué se le va a hacer! —dijo Charlotte, soltando un suspiro de mártir—. Ya aprenderás modales en el internado. ¡Allí se encargarán de que los aprendas!
* * *
Mona encontró a Njeri dormida en un camastro junto a su puerta; la despertó y le susurró:
—¡Levántate! ¡Vamos a fugarnos!
Njeri se frotó los ojos.
—¿Qué pasa, memsaab Mdogo? —dijo con voz soñolienta, llamándola por el nombre que Rose insistía en que usara y que significaba «amita».
—¡Levántate! ¡Vamos a fugarnos!
Mona llevaba su ropa de montar a caballo, chaqueta de terciopelo rojo y pantalones blancos. Le parecía que, para fugarse, era una indumentaria más apropiada que un vestido. Y llevaba unas cuantas cosas en un hatillo hecho con una funda de almohada: el cepillo para el pelo y el peine, una toalla, una bolsa medio vacía de dulces y algunas prendas de vestir.
—¿Adonde iremos, memsaab Mdogo? —preguntó Njeri, levantándose del camastro y tiritando.
—Adonde sea. No deben encontrarnos durante mucho tiempo. Tienen que creer que he muerto. Y cuando me encuentren no volverán a pensar en mandarme lejos de Kenia.
—Pero yo no quiero fugarme.
—Tú harás lo que yo diga. Ya has oído lo que te llamó mi tío. ¡Negrita! Sabes lo que significa, ¿no?
Njeri meneó la cabeza.
—Significa «estúpida». Tú no quieres ser una estúpida, ¿verdad?
—¡Pero es que no quiero escaparme!
—Cállate y ven conmigo. Primero pasaremos por la cocina y tomaremos un poco de carne y harina de maíz. Estaremos fuera mucho tiempo y vamos a necesitar comida.
De mala gana, Njeri la siguió por el pasillo oscuro, asustada de sus sombras y de la extraña gente plana que había en las paredes. Mona llevaba una linterna que proyectaba una luz tenue sobre la alfombra, delante de ellas. Los pasos quedaban amortiguados por la mullida alfombra; la casa seguía dormida, envuelta por el silencio nocturno.
Al llegar al extremo del pasillo, la linterna iluminó fugazmente algo que llamó la atención de Mona. Se detuvo y alzó los ojos hacia el retrato mientras la luz de la linterna iluminaba una cara conocida.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Es la tía Grace! ¡Siempre tan bonita!
Njeri alzó la mirada, perpleja, y reconoció a la memsaab Daktari.
—Pero, ¿verdad que va vestida de una forma rara? —dijo Mona. Entonces se dio cuenta de que no se trataba de su tía, sino de una mujer que se le parecía mucho.
Mona apartó la luz del retrato y siguió andando por el pasillo sin haberse dado cuenta de dos cosas: que el rostro que acababa de ver era el de la abuela a quien nunca había conocido —lady Mildred, la madre de Grace, Valentine y Harold— y que sus rasgos mostraban un notable parecido con los suyos.
Al doblar la esquina, Mona se detuvo en seco y Njeri chocó con ella.
—¡Viene alguien! —susurró Mona. Dieron la vuelta y se escondieron en un hueco del pasillo.
Las dos niñas vieron con los ojos muy abiertos, los dientes castañeteando de miedo y frío, cómo una figura corpulenta enfundada en una bata se acercaba a una puerta cerrada. Era el tío Harold. Llamó, entró y cerró la puerta tras él.
Al oír voces dentro de la habitación, Mona se acercó sigilosamente y apoyó la oreja en la puerta. Reconoció la voz de su tío y luego la de su madre.
—Lamento molestarte a estas horas, Rose —decía Harold—, pero lo que tengo que decirte es muy importante y no puede esperar hasta mañana. Iré directamente al asunto, Rose. Tienes que decirle a Valentine que no siga derrochando.
—¿Se puede saber de qué me estás hablando?
—No ha contestado ninguna de mis cartas. La próxima la recibirá del abogado de la familia. Puedes decírselo de mi parte. Haz el favor de dejar ese hilo y mirarme, Rose.
Se oyó un murmullo y luego Harold alzó la voz:
—¡Si Valentine sigue gastando así, no quedará nada de Bella Hill! No para de vender tierras a diestra y siniestra. La finca apenas tiene la mitad de la extensión que tenía hace diez años.
—Pero él es el propietario de Bella Hill, Harold —dijo la voz dulce de Rose—. Puede hacer lo que se le antoje con ella. Después de todo, ésta no es tu casa.
—Rose, agradezco que mi hermano nos permita vivir aquí. Pero no puedo quedarme parado, sin hacer nada, mientras él arruina la herencia y el hogar de la familia. Tienes que decirle que reduzca sus gastos.
—Oh, Harold, te estás imaginando cosas.
—Rose, la plantación de café está produciendo pérdidas. Las ha producido desde que Valentine la puso en marcha.
Mona oyó que su madre se reía.
—¡Qué bobada! Damos fiestas todos los fines de semana, tenemos invitados en casa. ¡No puede decirse que nos hayamos empobrecido, Harold!
Harold hizo un ruido de exasperación.
—Y otra cosa —dijo—. Toma. Lee esto. Es una carta de Grace. Quiere que vuelvas a casa en seguida. Es por algo relacionado con tu hijo.
—Pobrecito Arthur. ¿Qué culpa tiene él de ser torpe? Siempre se está cayendo, dándose golpes en la cabeza, cortándose los codos. Valentine se pone furioso.
—Rose, esto es serio. Lee la carta.
—Harold, en este momento estoy muerta de cansancio.
—Y hay algo más, Rose. No puedes matricular a Mona en Farnsworth mañana.
—¿Por qué no?
—Porque es un gasto que Valentine no puede permitirse. No toleraré que venda más tierras de Bella Hill sólo para mandar a su hija a una escuela cara.