—Avíseme cuando la casa esté a punto de abrirse —dijo mientras le entregaba las cajas de pasteles y las latas de galletas—. Le prepararé mi mejor pastel de Cornualles para la ocasión.
—Espero que sea en diciembre. Ahora están trabajando en el segundo piso y la terraza enlosada ya está lista.
—¡En diciembre! —exclamó Miranda—. Nunca ha probado un pastel de Navidad como el mío. ¡Con pasta de mazapán y todo espolvoreado de azúcar! —Miranda se acercó a la mesa de enfriar, cogió unos cuantos dulces, los envolvió y le entregó el paquetito a Valentine, diciéndole—: Son para su niña. Se llama Mona, ¿no es verdad?
—La tendré presente para la cena de celebración, Miranda. Pienso hacer de ella una ocasión de gala. Nuestra primera noche en la casa grande. Habrá por lo menos trescientos invitados, ¡así que empiece a preparar los pasteles ahora!
—Escribiré el nombre de la casa nueva en el pastel.
—Bella Two —dijo Valentine—. T-W-O. Un suajili de Mombasa me está labrando la piedra que pondré sobre la entrada. Me prometió tenerla lista antes de Navidad.
Al final Valentine probó una de las galletitas de coñac con crema y luego se comió dos más. Miranda West le caía bien y se preguntaba por qué no habría vuelto a casarse. No sería por falta de oportunidades. No podía ser por la edad; si a una mujer de unos treinta y cinco años se la consideraba una solterona en el resto del mundo, esa edad era casi una ventaja en el África Oriental británica, pues demostraba que era una mujer «curtida» y que, por lo tanto, no se volvería llorando a Inglaterra. Y no podía ser por su apariencia, ya que Valentine la juzgaba bonita, como un jardín de flores, con todo su pelo rojo y el rostro redondo y atractivo que el sol ecuatorial no había logrado estropear. Y tenía la mejor cocina del África Oriental. Valentine no dudaba de que algún afortunado no tardaría en llevarse a Miranda West.
Finalmente salió del hotel King Edward, ansiando emprender la vuelta a casa. Cuando montó en su semental árabe, Miranda West lo estaba observando desde su ventana.
El guepardo estaba agazapado con las orejas echadas hacia atrás y meneando suavemente la cola. Miró hacia la ventana con sus ojos dorados; bajo la luz azul-gris del amanecer podía ver las persianas subidas, la cortina moviéndose a impulsos de la brisa. Dentro, en la oscuridad de la casita, Grace Treverton dormía profundamente.
Un gruñido surgió de la garganta del guepardo. Sus músculos estaban tensos y enroscados; el animal dio un salto hasta el alféizar, se detuvo allí un instante y luego aterrizó silenciosamente en el otro lado. Volvió a detenerse para husmear el aire, para escuchar la respiración rítmica de la mujer que yacía en la cama. Su cola se movía de un lado a otro, de un lado a otro. En la negra noche que seguía atrapada entre las paredes, pese a que el cielo ya empezaba a clarear en el exterior, la bestia podía distinguir las formas angulares de mesas y sillas. Sus ollares captaron aromas: de las pieles de animales que había en el suelo, de alimentos enlatados, del ser humano que estaba en la cama.
El gato gigantesco esperó, observando y escuchando. Los nervios felinos estaban tensos bajo el pelo amarillo con manchas negras. La cabeza pequeña se ensanchaba en el cuello; una corta melena pasaba entre sus orejas y le llegaba hasta la curva del lomo colgado entre las puntas agudas que formaban los cuartos delanteros y traseros. Era una hembra joven. Y tenía hambre.
De pronto el guepardo dio un salto. Voló por el aire describiendo un arco perfecto y cayó sobre el lecho a la vez que soltaba un gruñido.
Grace profirió una exclamación. Luego dijo:
—¡Oh, Sheba! —y rodeó el cuello del felino con sus brazos.
Sheba dio varios lengüetazos a su dueña, luego saltó al suelo y se puso a ronronear pidiendo el desayuno.
—Pero si todavía no es hora de levantarse —suspiró Grace—. Estaba soñando… —permaneció echada boca arriba, con los ojos clavados en el techo de paja, preocupada. Acababa de tener un sueño erótico, y era con sir James.
No era la primera vez que Grace soñaba con sir James, pero sí en que la naturaleza del sueño era tan turbadora. Y había parecido tan real. Mientras recordaba claramente los detalles —hacían el amor en un campamento sin tiendas bajo las estrellas— Grace sintió que su cuerpo respondía. Se sintió desanimada por esta traición a Jeremy, cuyo recuerdo debía conservar vivo, y a Lucille, la esposa de sir James, con la que había hecho amistad. El contenido gráfico del sueño era penoso, pero lo que le preocupaba más era que sus efectos continuaran al despertar: el deseo, un deseo indescriptible.
«No debo permitirlo —pensó, obligándose a incorporarse y afrontar el frío aire de la mañana—. No puedo permitir esto. Es un amigo y nada más».
Grace se lavó y vistió con cuidado, economizando el agua de su
debe,
un bidón de quince litros que en otro tiempo contuviera parafina. Hacía unos meses Valentine había construido una presa en el río, formando un pequeño embalse que él y los kikuyu de los alrededores utilizaban durante la sequía. Pero incluso esa reserva de agua empezaba a agotarse. Si las lluvias no llegaban pronto…
Al principio a Grace la había desconcertado que la temperatura pudiese ser tan baja en el ecuador. Aunque en Nairobi hacía calor, en el norte, a sólo ciento cuarenta kilómetros y pico, era necesario usar prendas de abrigo. Sir James le había explicado que ello se debía a la gran altitud y a estar rodeados de montañas con los picos nevados y selvas tropicales. La provincia Central era más húmeda y más fresca que cualquier otra región del protectorado, con densas neblinas durante el «verano» y aguaceros diarios durante las dos estaciones de lluvias. Al menos eso era lo que le habían dicho. Grace aún no había visto llover de verdad, pues la sequía continuaba atormentando el África Oriental. También le había maravillado la uniformidad de la duración de los días. Los días de invierno no se acortaban ni se alargaban los del verano; la duración de la luz diurna no variaba jamás en todo el año: doce horas de luz; doce de oscuridad.
Grace se lavó con su jabón de elaboración casera y luego se puso ropa limpia. La vida en esa región selvática significaba una batalla constante por la limpieza personal y la pulcritud de la apariencia. Especialmente cuando el agua escaseaba. Eran tantas las mujeres que parecían darse por vencidas. Se presentaban en Nairobi con vestidos que en otro tiempo habían sido blancos pero ahora eran grises y con los salacots cubiertos de polvo rojo. Grace frotaba su propio salacot cada noche; lavaba y planchaba sus blusas con esmero. Era un ritual que le ocupaba la mayor parte de sus tardes, pero Grace tenía sus normas. El efecto era que sobresalía entre las multitudes y despertaba la envidia general con su aspecto fresco y limpio, como si estuviera en un té en Devon.
Y no puede decirse que le sobrara tiempo para esos menesteres. Habiendo escasez de tantas cosas en el protectorado, Grace, al igual que otras mujeres, preparaba sus propios productos domésticos. De Lucille Donald había aprendido a elaborar mantequilla casera en botellas vacías de salsa picante; bujías con grasa de cordero y una bomba de aire para bicicletas; y levadura de patata tal como la elaboraban los kikuyu. La emprendedora Lucille hasta le había enseñado a guardar las hojitas de té ya hervidas y usarlas para sacar brillo al cristal y la madera. Estas tareas requerían tiempo y las hacía cuando no estaba regando y arrancando malas hierbas en el huerto, ahuyentando antílopes y hienas que se metían en su terreno, vigilando a Mario, su criado, y tratando de inculcarle un sentido británico de la limpieza y el orden, y, finalmente, visitando los poblados kikuyu con la esperanza de ganarse la confianza y la amistad de los africanos. Grace también procuraba reservarse algunos momentos para actividades personales: escribir en su diario, leer ejemplares del
Times
seis meses atrasados y enviar regularmente cartas a sus amigos de Inglaterra, a la sociedad misionera de Suffolk, al gobierno. Se daba cuenta de que la lección más valiosa que había aprendido en la facultad de medicina era la de hacer varias cosas al mismo tiempo.
El día empezaba a cobrar vida con los cantos de los pájaros. Tordos y petirrojos llenaban la mañana con sus cantos, alondras y currucas encontraban motivos para saludar al sol, y el curioso cuclillo de pecho rojo se encontraba sentado en su ramita diciendo: «A pescar, a pescar» una y otra vez. Era por los pájaros que Grace había puesto a su casita el nombre de Birdsong Cottage (Casa de los Trinos).
Había escogido el emplazamiento de su hogar con el mismo cuidado con que lo hacía todo. A sabiendas de que los terrenos bajos presentaban el peligro de la malaria y los altos significaban que había que transportar el agua en un carro cuesta arriba, desde el río, Grace había elegido, en el borde de sus doce hectáreas, la mayoría de las cuales seguían cubiertas de espesa selva, un punto donde la margen ancha y llana del río formaba una cuesta apenas perceptible. Era terreno sólido, bien desaguado y con fácil acceso al Chania. Allí construyó un bungalow que parecía un híbrido de choza africana y
cottage
de Suffolk. Era largo y bajo, con techo de paja y una veranda que daba la vuelta a todo el edificio. Enfrente había una pequeña extensión de césped bordeada de margaritas, amapolas y salvias. En el interior tenía unos cuantos muebles que había traído consigo de Inglaterra: un bonito tocador antiguo, una cama de cuatro postes, una mesa de cocina y dos sillones Morris colocados ante un enorme hogar de piedra. El suelo, de tierra apisonada y que ella rociaba con líquido de Jeyes para ahuyentar a las hormigas blancas y las niguas, aparecía cubierto de pieles de cebra y antílope. En la pared, sobre el hogar, colgaba la piel de un leopardo que Valentine había matado y que, según él, era el que había estado robando sus perros de caza.
Las «sillas» colocadas en torno a la mesa del comedor, donde en ese momento leía un libro de gramática kikuyu mientras desayunaba, eran, en realidad, cajas de embalaje. Y detrás de ella se encontraba el armario de las medicinas, con los anaqueles llenos de latas, frascos y cajitas, todo ello pulcramente etiquetado; hasta el momento sólo había tenido ocasión de usar unas pocas.
Era una vida tranquila, en algunos aspectos demasiado. Grace no había venido al África Oriental para pasarse los días elaborando pan o jabón. Había venido con la intención de curar, enseñar, encender una lámpara en las tinieblas de la edad de piedra. Mas para curar se necesitaban pacientes; para enseñar hacían falta alumnos; y para iluminar las tinieblas había que poner combustible en la lámpara.
«¿Por qué los nativos no vienen?»
—Están dispuestos a trabajar para mi hermano —le había dicho Grace a sir James—. ¿Por qué no quieren venir a mi clínica?
—Valentine es el bwana —le había explicado James—. Ésa es una categoría que ellos entienden. También se ha ganado su respeto a fuerza de pegarles. Pero para los kikuyu, Grace, tú no eres una mujer que haya probado su valía. No tienes marido, ni hijos. A sus ojos, ¿qué vales tú?
—Van a las misiones de Nyeri.
—En busca de nombres nuevos. El africano ve que el poder en este país está en manos de hombres que se llaman George, Joseph, etcétera. Han descubierto que pueden recibir tales nombres acudiendo a los cristianos y haciéndose bautizar. Los nativos hacen cola para obtener nombres
wazungu
empujados por el ansia de ser iguales al hombre blanco. Pero tú, Grace, no predicas ni bautizas. No tienes una cruz en el tejado, y no les das nombres nuevos. No ven razón para acudir a ti.
Ésa era la vertiente de la misión que iba a estar a cargo de Jeremy: los sermones y los bautizos. Jeremy y Grace iban a formar un equipo: la doctora y el predicador. Grace comprendió que sin Jeremy estaba perdida.
—Lo mejor que puedo aconsejarte —había dicho James— es que te ganes la amistad de Mathenge. Una vez lo hayas conseguido, lo demás vendrá por sí solo.
¡Mathenge! ¡Un hombre que en la escala de la evolución apenas se encontraba en un peldaño más arriba que las bestias de la selva! Un guerrero que contemplaba con desprecio el mundo cambiante mientras permanecía sentado a la sombra y observaba cómo sus mujeres se rompían la espalda bajo el sol ardiente.
—Si pudiera ganarme la amistad de Mathenge —había dicho Grace—, también podría hacer que lloviese.
James se había reído y la piel tostada por el sol había formado arruguitas alrededor de sus ojos. Tenía una voz preciosa, a juicio de Grace. Era una voz cultivada y elegante, el tipo de voz que una esperaba oír en un escenario shakespeariano.
James…
Sheba había sido un regalo de James. Había encontrado el animal cuando andaba en busca de un guepardo que le había matado algunas reses. Su bala había dejado huérfano al cachorro y se lo había regalado a Grace.
Grace parpadeó ante la página de gramática kikuyu que en teoría estaba estudiando y se dio cuenta de que su cerebro se había puesto a divagar de nuevo.
«¿Todos las pensamientos han de conducir a James? —se preguntó—. ¿Iba a continuar así?»
Con Jeremy había sido tan diferente. Se habían conocido en el quirófano del buque hospital y se habían enamorado casi en el acto. La guerra no permitía romances ni noviazgos prolongados. En el caso de Jeremy no había soñado despierta. Se enamoraron en seguida y a los pocos días ya hacían planes para su vida común en el futuro.
Pero al final, se preguntaba ahora, ¿hasta qué punto había conocido bien a Jeremy? Durante tres semanas a bordo habían hablado y hablado, pero, ¿de qué?
Frunció el ceño mientras intentaba recordar. Hasta los rasgos de Jeremy empezaban a borrarse en su memoria. Pero de sir James recordaba todas las palabras, veía claramente su rostro atractivo. Y sobre él sabía muchísimo más de lo que jamás supiera acerca de Jeremy Manning.
La primera vez que Grace había visitado Kilima Simba, el rancho Donald, que estaba unos doce kilómetros al norte, había sido en mayo, para asistir a Lucille en el parto de la niña, Gretchen. Sir James había pasado a recogerla en un carro tirado por un poney somalí, y los dos chicos, Ralph y Geoffrey, iban con él. Aquella mañana Grace había descubierto que la selva de Nyeri terminaba a poca distancia de la finca Treverton y gradualmente daba paso a inmensas extensiones de sabana que se extendían como un mar de color de trigo hasta las estribaciones del monte Kenia. Las interminables llanuras de color leonino aparecían tachonadas de árboles de grandes hojas y arbustos de hoja perenne; el aire era seco y polvoriento y el cielo tenía un color azul más oscuro, más intenso. A los lados del camino de tierra, pequeños rebaños de ganado nativo pacían bajo la vigilancia de jóvenes que se apoyaban en largos bastones y cuyos cabellos untados de grasa formaban cientos de prietas trenzas. Vestían
shukas,
mantas anudadas sobre un hombro, y los lóbulos perforados de sus orejas aparecían atravesados por pequeños cilindros de madera. Sobre sus cabezas, halcones y buitres describían círculos; nubes de color metálico rodeaban los picos de la vieja montaña codiciosa que se negaba a enviar la lluvia; y reinaba un silencio total…