Pero, ¿qué la había causado?
La
thahu
era la fuerza más poderosa de la tierra, los kikuyu lo sabían, y pedir que una maldición cayera sobre un miembro del clan era peor que cometer un asesinato. A la gente que perpetraba una
thahu
la quemaban viva sobre unos haces de leña, y las personas que eran víctimas de la
thahu
poca esperanza tenían de encontrar alivio. La anciana Wachera había visto cómo un miembro de su propia familia, un tío suyo, enloquecía después de que un hombre, celoso porque aquél poseía un gran rebaño de cabras, había hecho que una
thahu
cayera sobre él. Wachera, que a la sazón era una niña de corta edad, había visto el complejo ritual con que el hechicero había tratado de ahuyentar la maldición. Pero no sirvió de nada. La
thahu
era más fuerte que la medicina humana; una vez invocada una maldición, raramente se rompía; por esto los hijos de Mumbi no se tomaban las maldiciones a la ligera.
Cuando terminaron de buscar medicina las dos mujeres se pusieron a recoger leña, atando palos secos para formar haces enormes que se echaban a la espalda, sujetándolos con correas que les cruzaban la frente. Las cargas eran tan pesadas, que abuela y nieta caminaban con el cuerpo casi doblado por la cintura, el rostro apuntando hacia el suelo. Con la mayor abriendo la marcha, la carga en equilibrio sobre la cabeza gracias a setenta años de práctica, las dos emprendieron la vuelta al poblado por el camino polvoriento; el poblado distaba muchos tiros de lanza, lo que el hombre blanco llamaba ocho kilómetros.
Mientras caminaba, la joven Wachera iba pensando en su esposo, preguntándose si Mathenge iría al poblado esa noche. Le había visto por última vez al dar a luz la tercera esposa. Según la ley de los kikuyu, el padre no podía ver al recién nacido hasta después de darle una cabra a su esposa. Mathenge se había presentado, tan alto y esbelto con su manta roja anudada sobre un hombro. Ya no llevaba lanza porque ahora la ley del hombre blanco prohibía a los guerreros ir armados; en su lugar, llevaba en la mano un bastón, lo cual le hacía parecer un hombre importante.
Mientras hacía sus labores cotidianas —ir a buscar agua en lejanos hoyos del río seco, recoger cebollas pequeñísimas y mazorcas marchitas del huerto, ordeñar las cabras, curar los pellejos, barrer las chozas, reparar el tejado— Wachera solía divisar a su esposo en lo alto de la cresta. Lo veía sentado a la sombra de un árbol hablando con otros kikuyu, a veces le oía reír con el hombre blanco. Y cuando venía al poblado se sentaba en su choza de soltero, donde a las mujeres les estaba prohibido entrar, y entretenía a sus hermanos y primos hablándoles de la nueva shamba del
wazungu.
Wachera sentía crecer la curiosidad que en ella despertaban los forasteros. En varias ocasiones, mientras trabajaba, había hecho una pausa para contemplar a la extraña
mzunga
que estaba erigiendo una misteriosa estructura río abajo. No eran más que cuatro postes con un techo de paja. Y la mujer blanca iba vestida de un modo desconcertante. Ni un centímetro de carne quedaba expuesto al aire y al sol; daba la impresión de estar atada, como un bebé en la bolsa que se llevaba a la espalda, y sólo la falda negra aparecía suelta y arrastrándose por el polvo.
«Una forma poco práctica de vestir —pensaba la mujer kikuyu— cuando hace tanto calor».
La
mzunga
daba órdenes a los hombres que trabajaban para ella, miembros del clan de la propia Wachera, hombres que en otro tiempo habían sido guerreros, pero que ahora le estaban construyendo una choza a la mujer blanca, a la que llamaban memsaab Daktari, es decir, «señora Médico».
Wachera se preguntaba a qué generación pertenecería la
daktari.
A la gente de su propia generación se les llamaba Kithingithia porque habían sido iniciados en el año de la enfermedad que hincha, la que los hombres blancos llamaban «gripe» y decían que había ocurrido en 1910. Como las dos parecían tener más o menos la misma edad, Wachera se preguntaba si a la
daktari
la habrían circuncidado en el mismo año, y, de ser así, si ello las convertía en hermanas de sangre.
Otra cosa de la memsaab intrigaba a Wachera: saltaba a la vista que era una de las esposas del hombre blanco y, pese a ello, no tenía ningún bebé. Todo el poblado hacía comentarios sobre lo rico que debía de ser Bwana Lordy, en vista de la extensión de la shamba que estaba desbrozando, y de que no tenía menos de siete esposas. Los kikuyu no sabían que su cuenta incluía a la hermana de lord Treverton, a la doncella personal de su esposa, a la niñera de Mona, a dos camareras, a una costurera y a una cocinera, todas ellas traídas de Inglaterra. Los africanos decían que tantas esposas, pero sólo un
toto,
un bebé, entre ellas. ¡Y ni una de las mujeres tenía la barriga hinchada! ¿Serían estériles las esposas? ¿Por qué no se las volvía a vender a sus padres? Unas criaturas tan inútiles. Sin duda se trataba de mala suerte. Lo más juicioso que podía hacer Bwana Lordy era buscarse otro hechicero.
Otra cosa del nuevo bwana intrigaba aún más a la joven Wachera. Sabía que había habido una gran guerra entre dos tribus wazungu, que había durado ocho cosechas. Bwana Lordy había vuelto de la guerra para erigir sus chozas de tela y desbrozar la selva con sus monstruos de metal. Y ahora habían venido sus esposas; lo más probable era que algunas de ellas fuesen mujeres capturadas en incursiones durante la guerra. Pero… ¿dónde estaba el ganado? ¿Qué clase de guerrero volvía de la guerra sin el ganado del enemigo?
Finalmente los pensamientos de Wachera se alejaron del hombre blanco para volver a su esposo.
¿Qué podía hacer para que volviese a ella? Aunque la cosecha era pobre y las cabras estaban en los huesos, Wachera prepararía un festín para él. Le daría la última cerveza buena que le quedaba y no se quejaría y se mostraría sumisa. ¡Lo único que faltaba era que él acudiese al poblado! Se le ocurrió pedirle a su abuela un filtro de amor para dárselo en secreto a Mathenge, pero sabía que la anciana tenía cosas más importantes de que ocuparse.
Iba a celebrarse un sacrificio ante la higuera sagrada, para pedir lluvia.
Wachera se acordaba de la última vez que se había celebrado una ceremonia de esa clase porque la habían elegido para participar en ella. Sólo los miembros del clan que estuvieran limpios y libres de culpa podían tomar parte: los ancianos que ya habían dejado atrás sus deseos mundanales y pensaban sólo en lo espiritual; las mujeres que ya no estaban en edad de dar a luz y, por ende, ya no perpetraban actos de lujuria; y los niños y niñas menores de ocho años porque eran puros de corazón y no estaban manchados por el pecado.
La ceremonia se había celebrado al pie de la misma higuera que se encontraba en el corazón del pequeño poblado de Wachera. Decían que era un árbol muy viejo y había demostrado su condición de árbol sagrado salvando a la familia de la enfermedad y el hambre en el año en que Wachera cruzó el río. A la joven Wachera no le cabía ninguna duda de que cuando se celebrase la ceremonia para pedir lluvia esta vez los antepasados que vivían en la venerada higuera enviarían la lluvia.
Las dos mujeres llegaron al río y siguieron su lecho casi seco del todo hacia su poblado, que estaba en la margen norte. Al pasar entre los árboles, la anciana Wachera soltó una exclamación. Un gigantesco monstruo de hierro con un hombre montado a lomos del mismo estaba derribando la choza de la tercera esposa.
La anciana Wachera se puso a gritarle al hombre montado en el monstruo, un masai que llevaba pantalones cortos de color caqui y que no hizo caso a la anciana, pero miró a la joven con interés. La bestia de hierro jadeaba y eructaba, triturando la choza bajo sus pies; la abuela se colocó en su camino y el conductor masai detuvo el animal y acalló sus rugidos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó la anciana.
El hombre contestó primero en masai, luego en suajili y finalmente en inglés, aunque las dos mujeres no entendieron ni una palabra. Luego dijo:
—Mathenge —e hizo un gesto señalando la cresta.
Allí se encontraba el alto y guapo guerrero mirando hacia abajo. A su lado, mirando también, estaba el bwana blanco.
—Si memsaab Daktari me permite —dijo el capataz kikuyu—, una casa cuadrada trae mala suerte. Los malos espíritus vivirán en los rincones. Sólo una casa redonda ofrece seguridad.
Grace miró hacia el claro donde finalmente, después de siete meses, empezaban a construir su casita, y dijo con voz paciente:
—Es igual, Samuel. Prefiero una casa cuadrada.
El hombre se alejó, meneando la cabeza. Aunque Samuel Wahiro era un kikuyu cristianizado y uno de los pocos que vestían a la europea y hablaban inglés, la forma de actuar del hombre blanco lo tenía completamente desconcertado.
Grace se quedó mirándolo mientras se alejaba y pensó que los africanos convertidos al cristianismo eran unas paradojas ambulantes. Por fuera parecían totalmente europeizados, pero sus cerebros y sus almas seguían enraizadas en la superstición kikuyu.
Miró las señales incipientes de su casita y se estremeció de emoción. En marzo, al instalarse en su tienda en el campamento de Valentine, no se figuraba que iba a tardar tanto tiempo en tener su propio hogar. Pero todo parecía haber conspirado para impedir que se hicieran progresos: la sequía, que había obligado a todos los trabajadores a concentrarse en los cafetales de Valentine; las frecuentes fiestas y cervezas de los kikuyu, a causa de las cuales los trabajadores se ausentaban durante varios días seguidos; y luego, cuando por fin se ponían a trabajar, lo hacían con una lentitud enloquecedora, muy poco británica. Pero por fin tenía montada su clínica —cuatro postes y un techo de paja, más una choza de barro, grande y cuadrada, para los pacientes a quienes quería tener en observación— y ahora podían empezar su casita.
Había trazado un plano sencillo para que lo siguiesen los trabajadores y cada mañana bajaba del campamento de tiendas para cerciorarse de que pusieran manos a la obra. El silencio que a primera hora reinaba en las proximidades del río se veía roto por el clamor incesante de martillos y sierras mientras los nombres cortaban vigas y les daban forma, ponían los cimientos, construían puertas. En lo alto de la colina, Bella Dos ya tenía construido un piso y ahora trabajaban casi día y noche para construir el segundo. El ruido de las dos obras era tan grande, que a veces Grace creía que los dos equipos de trabajadores competían para ver cuál de ellos armaba más.
Miró hacia el camino de tierra que bajaba de la cresta. Sir James le había dicho que la recogería en su camión nuevo poco después del amanecer y ya eran casi las siete.
Grace tenía que ir a Nairobi para ver al oficial médico principal y averiguar qué podía hacerse para educar a los africanos en cuestiones de nutrición e higiene. Recién llegada con Rose y el bebé, hacía siete meses, Grace había salido con un intérprete a echar un vistazo a los habitantes de la región. Sus descubrimientos la habían escandalizado y desanimado: mala salud, la costumbre de dormir con las cabras, moscas abrumadoras. Había venido al África Oriental británica con un baúl lleno de medicinas, vendajes y suturas, pero se había percatado de que todo ello de poco servía ante tantos casos de mala nutrición, enfermedades endémicas y, en general, las horribles condiciones en que vivía la gente.
Decidió que su labor entre los kikuyu empezaría por allí, no en la clínica con sus depresores linguales y sus termómetros, sino en las chozas y alrededor de las hogueras donde preparaban la comida. Había que enseñarles a los africanos que la causa de sus enfermedades y sufrimientos no eran los malos espíritus, sino su forma de vivir.
Aunque el oficial médico principal le había dicho en una carta que no disponían de suficientes hombres preparados y que tendría que arreglárselas sola en su zona, Grace quería ir a Nairobi y tratar de conseguir ayuda.
Oyó el ruido de un motor y vio la nube de polvo que dejaba el camión de sir James. Cuatro africanos viajaban en la caja: eran los encargados de abrirle paso a machetazos entre la espesura, ayudarle a cruzar pantanos y salvar obstáculos y vigilarlo en las calles sin ley de Nairobi. Con suerte llegarían a Nairobi, que estaba a más de ciento cuarenta kilómetros, al ponerse el sol.
Al subir a la cabina y sentarse al lado de sir James, Grace vio a la joven africana, la nieta de la hechicera, en el borde del nuevo claro, observándola.
* * *
Los caballos irrumpieron en lo alto de la colina galopando furiosamente, los cascos atronando el aire, los jinetes con el cuerpo encorvado y utilizando hábilmente las riendas y los estribos. Lord Treverton cabalgaba entre los primeros, elegante con su casaca escarlata de Savile Row, sus pantalones de montar blancos y su negro sombrero de copa. Tenía la impresión de estar cabalgando sobre el techo del mundo. La mañana era fresca, cortante el aire y el rocío cubría como un manto reluciente la hierba color galleta. Su pulso era rápido; estaba vivo. Lord Treverton se sentía invencible.
El brigadier Norich-Hastings, que hacía las veces de cazador mayor, cabalgaba al frente, siguiendo a una jauría de cuarenta perros de caza; a su lado iba el montero, un kikuyu llamado Kipanya que, aunque llevaba una camisa roja y una gorra de terciopelo negro, se aferraba a los estribos con los pies descalzos. Kipanya controlaba a los perros con la voz, pues Norich-Hastings le había enseñado a dar las órdenes que eran tradicionales en las cacerías, y utilizando también su trompa de cobre. Tres perreros vigilaban que la jauría no se dispersara. Estos hombres también eran africanos, lucían el prestigioso uniforme rojiblanco de la cacería y cabalgaban descalzos. Detrás de ellos iban los invitados del brigadier Norich-Hastings, la «gente bien» del África Oriental británica, que montaban a caballo por las llanuras de Athi, en las afueras de Nairobi, como si estuvieran en la campiña inglesa. A decir verdad, la cacería era fiel a la tradición en todos sus detalles y no faltaban en ella los mozos de caballos, los segundos jinetes, los perreros y los encargados de tapar las madrigueras de los animales, sólo que no estaban persiguiendo a un zorro, sino a un chacal.
Habían empezado al amanecer, reuniéndose ante la residencia del brigadier Norich-Hastings, donde les habían servido té caliente y bizcochos. Obedeciendo una orden del cazador mayor, los perros habían iniciado la búsqueda de la presa; habían empezado a ladrar al oler al chacal y Norich-Hastings había gritado «¡
Tally-ho
!», las palabras tradicionales. La flor y nata de la sociedad del África Oriental británica había salido al galope detrás de la jauría, algunos maldiciendo la botella de champán de más que se habían tomado la noche antes, pero todos de un humor excelente y sintiéndose seguros en la certeza de su supremacía sobre toda la creación.