—La generación más antigua llevaba el nombre de «generación Ndemi» —decía—, porque eran gentes revoltosas y hacían la guerra; a sus hijos los llamaron la «generación Mathathi» porque vivían en cuevas; a los hijos de sus hijos los llamaron la «generación Maina» porque bailaban las canciones kikuyu; vino después la generación Mwangi, llamada así porque eran nómadas…
Y los años no se contaban por números, sino utilizando nombres descriptivos, de manera que cuando la abuela decía que Wairimu había vivido durante la
Murirna wa Ngai
(la enfermedad de los temblores de origen celestial), Wachera sabía situar a su antepasada en el año de la epidemia de malaria cinco generaciones antes.
Conteniendo el aliento, maravillada, escuchaba la crónica heroica de cómo Wairimu, tras serle arrebatada a su esposo, encadenada y llevada a un «gran campo de agua sobre el cual flotaban chozas gigantescas», había huido de sus captores blancos y regresado a la tierra de los kikuyu, luchando con leones y comiendo brotes de platanero hervidos. Wairimu había sido la primera en hablarles a los hijos de Mumbi de una raza de hombres cuya piel era del mismo color que los nabos, y así era cómo la palabra
muthungu
había venido a significar «hombre blanco», porque en aquellos tiempos quería decir «extraño» e «inexplicable».
La joven Wachera recordaba la primera vez que había visto un
muthungu.
Hacía de ello dos cosechas, cuando su hijo aún no había nacido. Cuando el hombre blanco se presentó en el poblado y las mujeres habían huido despavoridas, Wachera se había refugiado en la choza de su abuela. Pero Mathenge no había tenido miedo. Adelantándose había escupido en el suelo a modo de saludo. Mientras las mujeres miraban desde sus escondrijos, los dos hombres habían llevado a cabo un extraño negocio: Mathenge había recibido abalorios y americani y a cambio de todo ello había apretado con el pulgar algo que parecía una hoja grande y blanca. Después, sentados alrededor de la hoguera y bebiendo cerveza de caña de azúcar, les había hablado a Wachera y a sus otras dos mujeres de algo que se llamaba «venta de tierra» y de otra cosa llamada «escritura» que había marcado con el pulgar.
Los hombres blancos desconcertaban a la joven Wachera. Desde aquel primer encuentro sólo había visto hombres blancos unas cuantas veces —estaban desbrozando la selva en la colina que quedaba encima del río—, pero esa mañana había presenciado la llegada de muchos más y se había asustado. Luego había visto la aparición vestida de blanco, mirándola desde lo alto, y ahora, mientras escuchaba el final del extraordinario cuento de Wairimu, Wachera empezó a preguntarse si lo que había visto no era un espíritu, sino una
mujer
blanca.
Soltó una exclamación de júbilo cuando el relato concluyó, pero la Wachera anciana la hizo callar con palabras tristes:
—Desgraciadamente, Wairimu fue capturada por segunda vez y se la llevaron por el campo de agua que llega hasta los confines de la Tierra y nunca volvió al país de los kikuyu.
La joven quedó hechizada. ¿Qué habría sentido la pobre Wairimu? ¿Qué extraño destino la esperaría en la otra orilla del agua grande?
Wachera notó que el pequeño se movía en su espalda, dejó el cesto que estaba tejiendo y cogió el pequeño para acercárselo al pecho. El niño se llamaba Kabiru. Según la tradición kikuyu, las almas de los antepasados seguían viviendo en los niños, así que al primogénito siempre le ponían el nombre de su abuelo. Por el mismo motivo la abuela y la nieta se llamaban Wachera. El nombre significaba «la que visita a la gente» y había sido transmitido a lo largo de las generaciones desde la primera Wachera, que visitaba a la gente por ser la hechicera del clan.
La abuela sonrió mientras contemplaba cómo la joven madre daba el pecho a su pequeño. La anciana sabía que los antepasados se sentían complacidos con esa joven kikuyu que estaba recibiendo los secretos y los conocimientos acumulados del clan, porque era despierta, inteligente y respetuosa. El hijo de la anciana Wachera había criado bien a su hija; la joven Wachera era un modelo de esposa kikuyu: tenía siempre limpia la choza de Mathenge, cuidaba un huerto abundante, siempre estaba alegre, y nunca hablaba a menos que le dirigiesen la palabra. La dulce Wachera gustaba a todo el mundo; las madres la señalaban y les decían a sus hijas que era un ejemplo que debían seguir. Les decían que durante su circuncisión, efectuada a los dieciséis años, en presencia de todas las mujeres del clan, la joven Wachera no se había arredrado bajo el cuchillo. En vista de ello, nadie se sorprendió cuando el guapo y bravo Mathenge Kabiru visitó a la anciana Wachera con la intención de comprar a su nieta. Sesenta cabras había pagado por ella, precio que aún era objeto de comentarios entre la gente.
A la abuela se le hinchó el corazón. La joven había quedado preñada casi en el acto. Sin duda esta nieta produciría gran número de hijos para la perpetuación de los antepasados. Triste era la familia kikuyu con menos de cuatro hijos, porque entonces una abuela o un abuelo no alcanzaba la inmortalidad.
La anciana se sumió en un silencio pensativo mientras la lluvia seguía azotando el techo. El aire de la choza se hizo espeso y se llenó de olores a tierra mojada, plátanos cocidos, humo y cabras. La intemporalidad descendió sobre las dos mujeres. Formaban un cuadro idéntico a los de sus antepasadas porque los kikuyu eran gobernados por la tradición, las costumbres y las leyes dictadas por Ngai, su dios, que vivía en el monte Kenia, y aborrecían el cambio. Junto a sus pies desnudos estaba la calabaza de adivinación de la anciana Wachera. La habían vaciado, secado y llenado de objetos mágicos en una edad tan remota, que ni siquiera ella sabía cuál de sus antepasados lo había hecho. La calabaza era el símbolo del poder de Wachera; con ella leía el porvenir, sanaba los cuerpos enfermos y se comunicaba con los antepasados. Algún día la calabaza pasaría a la joven Wachera y de esta forma la abuela continuaría viviendo, del mismo modo que su propia abuela vivía ahora en ella.
Mientras caía la lluvia, los pensamientos de la anciana volaron hacia el resto del clan, que estaba en la otra orilla del río.
Cuarenta cosechas habían pasado desde que una terrible maldición había caído sobre los hijos de Mumbi. Primero la sequía, seguida del hambre. Luego una enfermedad había hecho estragos entre los kikuyu y los masai, matando a una de cada tres personas. En aquel entonces la anciana Wachera vivía con su esposo y sus otras mujeres al otro lado del río, en un gran poblado. Ella no había podido salvar al clan de la enfermedad, pero los antepasados le comunicaron que podría salvar a su propia y pequeña familia trasladándose a la otra orilla del río, donde la tierra había sido bendecida por Ngai y donde no había ningún mal espíritu de enfermedad.
Los demás habitantes del poblado se rieron de la locura de semejante medida. Alegaban que la unión hace la seguridad, mas para entonces Wachera ya era viuda, pues la enfermedad había llamado a su esposo a reunirse con sus antepasados, de modo que, volviendo la espalda al poblado, sobre el que pesaba la maldición de Dios (ella lo sabía), se instaló en esa tierra nueva con sus coesposas y sus hijos. Aquí encontró
mugumo,
la higuera sagrada, y al verla comprendió que sus visiones le habían dicho la verdad. Mientras las demás tribus del país recordaban aquel año por el nombre de
Ngaa Nere,
el año de la Gran Hambre (y el hombre blanco lo llamaba «la epidemia de viruela de 1898»), los supervivientes del antiguo poblado y sus descendientes lo llamaban «el año en que Wachera cruzó el río».
En ese momento pensaba en ellos; en su hermana, la pobre Thaata, que no tenía hijos y cuyo nombre significaba «estéril» y vivía de lo que ganaba fabricando cacharros; y en Nahairo, que sin duda, ya estaría a punto de dar a luz. Aunque las mujeres kikuyu no aprobaban los preparativos para el parto, pues pensaban que traían mala suerte y eran perder el tiempo si el bebé no vivía, Wachera ya tenía su chuchillo de partera afilado y listo.
Finalmente, la hechicera pensó en Kassa, su hermano, que era uno de los ancianos de la tribu. Le habían dicho que Kassa se había ido al norte, hacia el monte Kenia, y había obtenido un empleo en la shamba de ganado del hombre blanco. Kassa era ahora contador de vacas, y Wachera estaba muy preocupada. Presentía que algún cambio calamitoso estaba a punto de caer sobre los hijos de Mumbi. El cambio ya había llegado, pero sólo de forma vaga, sutil. Ciertamente, la vida tribal seguía desarrollándose del mismo modo que en los tiempos de los antepasados. Tal vez algunas mujeres llevaban a sus bebés vestidos con americani, y el viejo Kamau había aceptado el dios del hombre blanco y ahora se llamaba Solomon. Pero en conjunto, las viejas costumbres seguían respetándose estrictamente.
La mirada de Wachera se dirigió hacia adentro.
Y, sin embargo, los indicios de cambio estaban ahí mismo, en el seno de su propia familia. Mathenge era un guerrero, pero como el hombre blanco había prohibido a los kikuyu portar lanzas, ya no dirigía incursiones contra los masai. Recordó con nostalgia los viejos tiempos en que los masai lanzaban ataques contra el país de los kikuyo para robar ganado y mujeres. Y algunas mujeres no protestaban porque los guerreros masai tenían reputación de ser unos amantes soberbios.
Su corazón se endureció. Mucho antes de que el hombre blanco pusiera pie en el país de los kikuyu, ella había sabido de su llegada y de los cambios que traería consigo.
Hacía ya muchas cosechas, antes de que naciese su nieta, Ngai, el dios de la Luz la había visitado en sueños y la había llevado a su reino, que estaba en la cumbre de una montaña, y le había mostrado acontecimientos futuros. Al revelárselos al clan, todos se habían sobresaltado y asustado porque Wachera hablaba de unos hombres que saldrían del agua grande, unos hombres cuya piel tendría el mismo color que las ranas claras y cuyas vestiduras parecerían alas de mariposa. Estos
muthungu
portarían unas lanzas que escupían fuego y cruzarían el país en un gigantesco ciempiés de hierro.
Se había celebrado un consejo extraordinario para examinar la profecía de Wachera y se había decidido que los hijos de Mumbi no harían la guerra contra los intrusos, sino que los tratarían con cortesía y los estudiarían con suspicacia.
Pronto llegaron los hombres blancos y los hijos de Mumbi vieron que eran pacíficos, que no querían hacerles ningún daño y sólo deseaban pasar por la tierra de los kikuyu. Muchos miembros del clan creyeron que los
wazungu
buscaban una patria permanente y que, antes de que transcurrieran muchas cosechas, se irían del país de los kikuyu y nunca volverían a saber de ellos.
Wachera apaciguó su turbado corazón con un proverbio que decía: «El mundo es como una colmena: Todos entramos por la misma parte, pero vivimos en celdillas diferentes».
Un trueno sacó a ambas mujeres de su ensimismamiento. No alzaron el rostro ni se volvieron hacia la puerta abierta, pues era tabú mirar al dios cuando estaba trabajando, así que la anciana removió la sopa y la joven volvió a colocarse el bebé en la espalda.
Al apagarse el ruido del trueno, la joven Wachera miró a través de la lluvia hacia la choza de su esposo, que distaba dos tiros de lanza de la choza de su abuela, y el dolor terrible volvió a apoderarse de ella. Era un anhelo, que parecía un hambre insaciable: yacer entre los brazos de Mathenge; sentir el calor de su cuerpo de guerrero; solazarse con el sonido grave de su risa. Pero era tabú que un hombre se acostara con su esposa mientras ésta estuviera criando, así que tendría que tener paciencia. Tomó el cesto y reanudó su tarea, contemplando la lluvia, mientras su mente bullía en proyectos para su maizal, y en fantasías sobre su propio futuro: algún día se sentaría en una choza exactamente igual a la de la abuela y transmitiría su conocimiento a una nieta.
Irónicamente, los pensamientos sobre el futuro le hicieron volver al presente, como si existiera alguna relación mística entre las dos cosas, y la joven Wachera se encontró, una vez más, pensando en la mujer blanca de la colina.
Al oír el sonido susurrante, Grace pensó que la lluvia había vuelto a empezar.
Se encontraba en su tienda sacando cosas de las maletas y colocándolas en su sitio mientras los hombres tomaban la copa del anochecer en la tienda comedor, aunque era noche cerrada desde hacía un buen rato. Grace se estaba preparando para la cena y ya se había puesto el uniforme de la marina cuando hizo una pausa para contemplar la cruz de servicios distinguidos, la medalla que le habían concedido por su valor en la guerra y que, en su opinión, era una pobre compensación por la vida de Jeremy.
Al oír el sonido sibilante al otro lado de las paredes de su tienda, y pensando que volvía a llover, Grace se acercó a la puerta y miró al exterior. No llovía; sólo había una espesa neblina. Escudriñó el recinto del campamento y vio las formas fantasmales de las tiendas, los halos de luz de los faroles, y aguzó el oído. Con la puesta de sol la selva se había llenado de sonidos de pájaros, grillos, y croar de ranas. Se dio cuenta de que lo que se oía no era lluvia, sino el llanto de una persona. El sonido salía de la tienda contigua.
Tras ponerse el grueso abrigo de la marina, recorrió apresuradamente los tablones colocados en el suelo para proteger del barro y se detuvo ante la tienda de su cuñada.
—¿Rose? ¿Estás bien?
Encontró a Rose sentada ante un tocador, inclinada hacia adelante, con la cabeza apoyada en los brazos.
—¿Qué pasa, Rose? ¿Por qué lloras?
Rose alzó la cabeza y se secó los ojos con un pañuelo de encaje.
—Es todo tan terrible, Grace. Aquellos campamentos… al apearnos del tren en Thika, me figuré que aquello ya había terminado. Esperaba con tanta ilusión encontrar una casa como es debido.
Grace miró a su alrededor. La tienda de Rose estaba amueblada con más elegancia que la suya; había un espejo con marco dorado sobre el tocador y almohadas de raso en la cama. Ni siquiera las sábanas eran sencillamente blancas; mostraban tonalidades de color rosa y azul, los colores de los Treverton. Grace vio que su hermano se había tomado muchas molestias para complacer a su esposa.
Se percató de que la doncella personal de Rose no estaba presente.
—¿Dónde está Fanny?
—En su tienda. ¡Dice que quiere volver a Inglaterra! Grace —Rose bajó la voz hasta dejarla en un susurro—, por favor, dile a éste que se vaya.