—Su hermano no me dijo que estaba prometida.
Grace bajó la mirada hacia las modestas piedras engarzadas con sencillez. El anillo se lo había regalado Jeremy la noche antes de que el buque fuese torpedeado. La habían rescatado de las aguas heladas y después de un ataque de neumonía había despertado en un hospital militar de El Cairo, donde le habían comunicado que al teniente Jeremy Manning se le daba por desaparecido.
Nunca abandonaría la esperanza de encontrarlo algún día. Su amor a bordo había sido breve pero intenso, el tipo de romance que crea la guerra y que hace que los minutos valgan por años. Y se negaba a creer que Jeremy hubiese muerto. Nadie, ni siquiera Valentine o Rose, sabía de los mensajes que Grace había dejado para Jeremy durante el último año, empezando por Egipto, donde había confiado una carta a la Oficina Colonial. Después había dejado mensajes en Italia, Francia, en toda Inglaterra. Durante el viaje a África, había dejado nota de su paradero en Port Said, Suez, Mombasa y, finalmente, en el hotel Norfolk de Nairobi. Dejaba caer las cartas como un rastro de migas de pan, con la esperanza de que Jeremy se hubiera salvado, que siguiera vivo y en este momento la estuviese buscando…
—Mi prometido desapareció en el mar durante la guerra —dijo con voz queda.
Sir James vio el movimiento torpe de las manos de Grace, su intento de cubrir el anillo, de protegerlo, y reprimió el impulso de ofrecerle un brazo consolador.
—Mi hermana es médica —le había dicho Valentine—. Pero no es tan hombruna como otras.
A James le costaba creerlo. No era posible que esa mujer de hablar reposado, de rasgos dulces y agradables, de sonrisa cautivadora, fuera la misma que había escrito unas cartas tan largas y valerosas a su hermano. En ellas Grace había descrito a grandes trazos, con firmeza, el proyecto de construir el hospital; eran unas cartas que casi parecían escritas por una amazona. Sir James no estaba muy seguro de lo que iba a encontrar al conocerla personalmente, pero, desde luego, no esperaba que fuera esa joven atractiva de ojos encantadores.
Al volver a la cima de la colina azotada por el viento, lord Treverton se acercó rápidamente a su esposa con una mirada inquisitiva. ¿Por qué diablos no le contestaba?
—¿Rose? —volvió a decir, alzando la voz.
Rose estaba mirando hacia un curioso grupo de eucaliptos que crecían a los pies de la ladera posterior de la colina. Contrastaban con los castaños y cedros que había a su alrededor; parecía haber un espacio desbrozado en medio, un claro protegido quizá, un lugar donde no se corría ningún peligro.
Este mundo nuevo asustaba a Rose. Era tan agreste, tan primitivo. ¿Dónde estaban las señoras que la visitarían? ¿Dónde estaban las otras casas? Valentine le había dicho en una carta que el rancho Donald distaba unos doce kilómetros. Rose se había imaginado un camino rural y agradables paseos dominicales. Pero no había ningún camino, sólo un sendero de tierra que cruzaba un país de salvajes desnudos y bestias peligrosas. Le daban miedo los africanos. Nunca había visto a una persona de color. En el tren se había apartado, asustada, de los sonrientes camareros; y en Nairobi había dejado que Grace se encargara de tratar con los nativos.
Pero lady Rose deseaba tanto ser útil en esa tierra nueva. Ansiaba hacer que Valentine se enorgulleciese de ella. Despreciaba su propia fragilidad, su incapacidad de afrontar la vida como hacía su cuñada. Durante la guerra Rose había apuntado tímidamente la posibilidad de alistarse en el destacamento de enfermeras voluntarias, para cuidar a los soldados heridos. Pero Valentine no había querido ni oír hablar de ello. De modo que se había conformado con enrollar vendas en el salón y tejer bufandas para los hombres que combatían en las trincheras.
Había llegado al continente negro con la esperanza de que la vida africana le diera más sustancia, de que las exigencias de la vida colonial erigieran una armazón de acero dentro de su blanda cáscara. En una ocasión había pensado que su matrimonio con Valentine pondría color en sus lugares transparentes, pero, en vez de ello, no hacía sino, perder todavía más color al lado de la brillante gloria de su esposo. Y luego se había dicho a sí misma que sería una «pionera». La palabra tenía un sonido que le gustaba; era como una campana de hierro fundido. Significaba una mujer que traía la civilización a la selva, una mujer que marcaba pautas y que abría camino. Rose también había puesto sus esperanzas en la «maternidad», que le parecía una cosa tan firme, tan importante. Por fin sería sólida, en el África Oriental británica, y la gente dejaría de mirar a través de ella.
—¿Rose? —dijo Valentine, acercándose.
«¡Te quiero tanto, Valentine! Cómo me gustaría que te sintieses orgulloso de mí. Lamento que el bebé no fuera varón».
—¿Querida? ¿Estás bien?
Volvería a intentarlo, de nuevo trataría de engendrar un varón, y Rose se estremeció al pensar en ello. El amor que sentían el uno por el otro era tan hermoso. ¿Por qué se empeñaba Valentine en estropearlo con aquella suciedad en la alcoba?
—Esos eucaliptos —musitó—. Por favor, no los tales, querido.
—¿Por qué no?
—Pues… parecen tan especiales.
—Muy bien, pues, tuyos son.
Valentine la miró atentamente. Rose estaba tan pálida y delgada, que daba la impresión de que el viento se la llevaría. Entonces recordó el calvario que su esposa había vivido en el tren.
—Querida —dijo, acercándose más a ella para protegerla con su cuerpo—, todavía no estás bien. Necesitas reponer fuerzas. Ya verás cuando lleguemos al campamento. Tenemos un cocinero como es debido y siempre nos vestimos para la cena. Y la casa será maravillosa, ya lo verás. En cuanto hayamos hecho los trasplantes, empezaremos las obras.
Apoyó una mano en su hombro y notó que su cuerpo se ponía rígido.
«Vaya», pensó sombríamente. La cosa iba a empezar de nuevo. Sus noches a solas en la cama, loco de deseos de su propia esposa, poseyéndola luego con los ojos cerrados para no ver la expresión de su cara. Después, Rose echada en la cama, como un ciervo herido, lanzándole mudos reproches con su cuerpo ultrajado, llenándole de unos sentimientos de culpabilidad inmerecidos. Había creído que con el tiempo las cosas cambiarían, que Rose aprendería a gozar cuando hiciesen el amor; pero, en vez de ello, parecía disgustarle más cada vez, y Valentine no tenía ni idea de lo que podía hacer.
—Ven conmigo, querida —dijo—. Vamos a reunimos con los demás.
Rose se acercó primero a la señora Pembroke y tomó al bebé en brazos. Acunando a Mona entre el manguito de armiño y la piel suave del abrigo, siguió a su esposo hacia la ladera cubierta de hierba donde se encontraban los demás, charlando.
Desde ese punto Rose podía ver, unos treinta metros a sus pies, un grupo de chozas en la margen amplia y llana del río. Una niña de corta edad cuidaba un reducido rebaño de cabras; una mujer en estado ordeñaba una vaca; había otras mujeres en los pequeños huertos, haciendo los preparativos para plantar. «Qué escena más deliciosa», pensó.
—Nunca adivinarás lo que pienso hacer con ese terreno —dijo Valentine—. Ahí es donde estará el campo de polo.
—¡Oh, Val! —Grace se rió—. ¡No serás feliz hasta que transformes África en otra Inglaterra!
—¿Hay espacio suficiente para un campo de polo? —preguntó sir James.
—Habrá que quitar esas chozas, por supuesto, y también arrancar esa higuera.
Guardaron silencio y se oyó el sonido de la leve lluvia al chocar con el follaje a su alrededor. Cada uno de ellos se imaginó la gran plantación de café que iba a llenar el valle y el hospital que Grace se proponía construir en la orilla del río. Lady Rose, sosteniendo a su pequeña, protegiéndola del frío y la lluvia con su abrigo de armiño, contemplaba el poblado nativo allá abajo.
Una figura, una mujer joven vestida con pieles y grandes collares de cuentas, salió de una de las chozas. La mujer cruzó el recinto del poblado y Rose vio que llevaba un bebé colgado de la espalda. Súbitamente la africana se detuvo, como si se diera cuenta de que la estaban observando, y alzó la mirada. Sobre su cabeza, en lo alto del risco, una aparición vestida de blanco miraba hacia abajo. Las dos mujeres se miraron fijamente durante un momento que pareció muy largo.
Al entrar en la choza, la joven dijo respetuosamente:
—
Ne nie Wachera
—«Soy yo, Wachera», y entregó a su abuela la calabaza llena de cerveza elaborada con caña de azúcar.
Antes de beber, la anciana echó unas gotas al suelo de tierra para los antepasados, luego dijo:
—Hoy te hablaré de cuando las mujeres gobernábamos el mundo y los hombres eran nuestros esclavos.
Se sentaron a la luz acuosa que entraba por la puerta abierta. La choza era circular y no había ventanas en las paredes hechas de barro y estiércol de vaca. Se escuchaba el ruido de la lluvia al caer sobre las hojas de papiro del techo. Siguiendo la tradición kikuyu, la Wachera mayor transmitía el legado de sus antepasados a la hija mayor de su hijo, y en ello estaban desde hacía muchos días. La instrucción había empezado con lecciones de magia y de curandería porque la abuela era la hechicera y la partera del clan; también era la custodia de los antepasados y la guardiana de la historia de la tribu. Algún día la muchacha, esposa joven que llevaba a su primogénito en la espalda, tendría las mismas obligaciones.
Mientras escuchaba las palabras que su abuela recitaba en la choza llena de humo, como otras abuelas habían hecho en todas las generaciones anteriores, la joven Wachera luchaba con la impaciencia. Quería hacer una pregunta, pero interrumpir a uno de sus mayores era algo impensable. Quería preguntarle algo sobre el espíritu blanco de la colina.
La voz de la anciana era cascada a causa de la edad; hablaba con un sonsonete, meciendo el cuerpo, y los grandes aros de cuentas que lucía a ambos lados de la cabeza rapada emitían un leve sonido. De vez en cuando se inclinaba hacia adelante para remover la sopa que se cocía a fuego lento.
—Hoy llamamos a nuestros esposos «amo y señor» siguiendo la costumbre kikuyu —dijo a su nieta—. Los hombres son nuestros propietarios, pueden hacernos lo que les plazca. Pero recuerda siempre, hija de mi hijo, que somos los hijos de Mumbi, la Primera Mujer, y que los nueve clanes de los kikuyu llevan los nombres de las nueve hijas de Mumbi. Esto es para recordarnos que hubo un tiempo en que las mujeres éramos poderosas y que hubo una época muy lejana en que
nosotras
gobernábamos y los hombres nos temían.
Mientras la joven escuchaba y grababa cada una de las palabras en su memoria, sus manos trabajaban rápida y ágilmente tejiendo un cesto nuevo. Su esposo, Mathenge, le había traído la corteza del
mogio,
pero se había marchado en seguida, porque tejer cestos era tabú para los hombres
La joven Wachera se sentía orgullosa de su esposo. Era uno de los nuevos «jefes» que los hombres blancos habían nombrado recientemente. Entre los kikuyu no era costumbre tener jefes, ya que el gobierno de los clanes correspondía a los consejos de ancianos, pero los
wazungu,
por algún motivo que a Wachera se le escapaba, juzgaban necesario nombrar jefes kikuyu para que gobernasen a su propia gente. Mathenge fue uno de los elegidos porque en otro tiempo había sido un guerrero famoso y había combatido en muchas batallas contra los masai. Eso ocurrió antes de que el hombre blanco dijera que los kikuyu y los masai no debían seguir luchando.
—En tiempos muy remotos —decía la voz anciana— las mujeres gobernaban a los hijos de Mumbi, y un día los hombres empezaron a sentir celos. Se reunieron secretamente en la selva para buscar la forma de poner fin a la dominación de las mujeres. Pero los hombres sabían que las mujeres eran astutas y que no sería fácil vencerlas. Entonces recordaron que había un período durante el cual las mujeres eran vulnerables, el período en que estaban preñadas. Así que decidieron que triunfarían si se rebelaban cuando la mayoría de las mujeres estuviesen preñadas.
La joven Wachera había oído esta historia muchas veces. Los hombres habían conspirado para preñar a todas las mujeres de la tribu y luego, al cabo de un tiempo, cuando muchas de sus esposas y hermanas e hijas estaban embarazadas de varios meses, habían lanzado su ataque. Y habían conseguido derogar las antiguas leyes matriarcales y erigirse en señores de las mujeres subyugadas.
Si en el corazón de la anciana anidaba la amargura a causa de aquella historia ignominiosa, nunca dejaba que se le notase, porque el código tribal se lo prohibía: las mujeres kikuyu eran educadas para ser dóciles, tímidas y resignadas.
Debido a esa crianza, la joven Wachera nunca había dudado de la sabiduría de su esposo al decidir que trabajaría con el hombre blanco, ni de la de sus hermanos cuando optaron por irse al norte con sus escudos y sus lanzas y buscar empleo en la shamba de ganado del hombre blanco. A decir verdad, en el poblado envidiaban ahora a las esposas de los pocos kikuyu que habían ido a trabajar para el hombre blanco, porque éstos volvían a casa con sacos de harina y de azúcar y con un paño muy codiciado que llamaban «americano». Así que las dos Wachera eran ricas gracias a Mathenge; poseían más cabras que cualquiera de las demás mujeres del clan.
Wachera echaba mucho de menos a su esposo ahora que era el «capataz» de la shamba del hombre blanco. Se había enamorado de Mathenge Kabiru por la forma en que éste tocaba la flauta. Durante la estación en que el mijo estaba maduro y había que protegerlo de los pájaros, los jóvenes recorrían los campos tocando sus flautas de bambú, y Mathenge, que era alto para ser kikuyu porque descendía de masai, y guapo con su
shuka
y sus cabellos largos y trenzados, había viajado por los poblados, deleitando a la gente con sus melodías. Mas ahora la flauta de Mathenge estaba silenciosa porque los deberes del hombre blanco le obligaban a ausentarse.
—Ya ha llegado el momento —dijo la abuela mientras removía la sopa de plátanos— de que oigas la historia de tu famosa antepasada, la gran Wairimu, a quien los hombres blancos se llevaron para convertirla en esclava.
Los kikuyu no conocían la escritura, por lo que su historia era una tradición oral. Desde una edad muy temprana, a todos los niños les enseñaban las listas de las generaciones y les obligaban a recitarlas. La joven Wachera conocía la historia de su familia de cabo a rabo, empezando por la Primera Mujer.