Entonces la mano de Carlo bajó hasta su muslo.
—No —dijo Rose.
—Por favor —susurró él—. Déjame que te cuide, querida mía.
Rose procuró relajarse, trató de admitirle en su cuerpo, pero cuando la mano de Carlo empezó a subir, fue presa de pánico.
—Rosa —dijo él al notar que se ponía rígida—, mírame.
—Yo…
—¡Mírame!
Rose echó la cabeza hacia atrás. Los ojos de Carlo estaban cerca de los suyos. Se apoderaron de ella y la retuvieron mientras su mano continuaba explorando delicadamente.
—Abre las piernas —susurró él—. Sólo un poquito.
—No.
—Ábrete a mí, Rosa.
Su mano se movió hacia adentro. Rose soltó un respingo y se puso más rígida todavía.
—Chist —dijo él—. No luches conmigo. Relájate, querida mía.
—¿Qué estás…? —empezó a decir Rose, el aliento entrecortado.
—Sigue mirándome, Rosa. Te quiero. Te estoy diciendo que te quiero.
Rose notó que le estaba sucediendo algo extraño. Se sobresaltó. La mano de Carlo se movía despacio; sus ojos estaban clavados en los suyos.
—¡Oh! —exclamó Rose.
—Ven a mí, Rosa —dijo él—. Ven a mí.
La mirada de Carlo la tenía cautivada. No podía moverse. Pero algo estaba pasando.
—Espera —susurró Rose—. Voy a…
—¿Qué? ¿Qué vas a hacer?
La mano continuaba acariciando rítmicamente.
—Sí —susurró ella—. Oh, sí.
Entonces él la tocó. Rose soltó una exclamación cuando la oleada pasó por encima de ella. Luego pareció derrumbarse en los brazos de Carlo. Él le levantó la barbilla y la besó apasionadamente.
—¡Carlo! —jadeó Rose—. ¡Oh, Carlo!
—Cuéntame qué es lo que sueñas, querida mía. Cuéntame tus sueños.
Los ojos de Rose se llenaron de lágrimas. Había tenido un sueño en otro tiempo, hacía años, el llegar a Kenia por primera vez. Había soñado que se convertía en una mujer de verdad. Había creído que el África Oriental haría de ella una mujer completa. En vez de ello, los vientos de las tierras altas se habían llevado su espíritu.
Pero esa noche, bajo la fuerte lluvia, entre los brazos de Carlo, Rose empezó a soñar otra vez.
De repente se levantó de un salto y se acercó a la puerta.
—Njeri —llamó.
La muchacha estaba sentada en la glorieta, esperando a su señora.
—Njeri, vuelve a casa. Me quedaré aquí. Si alguien llama por teléfono o viene a visitarme, dices que estoy en cama, que me duele la cabeza, que no quiero que me molesten. ¿Me has comprendido?
Njeri miró a su señora con expresión indecisa. Luego dijo:
—Sí, memsaab.
Rose cerró la puerta y se volvió hacia Carlo, que la miró con gran ternura.
—Y ahora, querida mía —dijo—, ¿soñarás conmigo?
—Sí.
—¿Y no volverás a tener miedo?
—No —dijo ella—. No volveré a tener miedo.
* * *
Rose lo encontró en el claro, contemplando la luna y las estrellas. La brisa suave agitaba sus cabellos, su expresión era concentrada. Le pareció tan alto y guapo, sin camisa, con la luz de la luna pintando de nácar sus musculosos brazos y su pecho. Era tan magnífico, que a Rose le pareció que, igual que Adán en el Edén, acababa de ser creado como un ser nuevo, mágico y solo.
Pero al acercársele, vio las cicatrices en su espalda y le dolió el corazón. Algunas noches, durante los dos meses que llevaban viviendo juntos y enamorados, Carlo había gritado en sueños. Entonces ella lo consolaba y él lloraba, y luego le hablaba del campo de prisioneros, de las atrocidades infligidas a sus hombres. Un sentimiento de culpabilidad atenazaba el alma de Carlo Nobili. Era un hombre atormentado, profundamente angustiado. Creía haber abandonado a sus hombres y que debería de haber perecido con ellos.
Rose se le acercó y le tocó el brazo.
—La guerra está terminando —dijo él, dirigiéndose al viento.
—Lo sé.
Carlo se volvió para mirarla.
—Ha llegado el final del tiempo que hemos estado juntos aquí. Ya no podemos seguir así.
Rose asintió con la cabeza.
—¿Te quedarás con él? —preguntó Carlo.
Durante las últimas ocho semanas ambos habían evitado hablar de ello. Pero la pregunta no sorprendió a Rose; sabía que algún día tendría que hacerse.
—No —dijo—. No me quedaré con Valentine. No quiero seguir viviendo con él. No quiero estar aquí cuando vuelva a casa.
—¿Y tu hija… tu hogar?
—Mona no me necesita. Y Bellatu sólo ha sido una casa para mí, nunca un hogar. Tú eres mi hogar, Carlo.
—¿Entonces vendrás conmigo?
—Sí.
—¿Adonde yo diga? ¿Adonde yo vaya?
—Sí.
—No sé qué haré, adonde iré. Mi familia me da por muerto. No sé qué me espera en Italia. Quizá no vuelva a casa, quizás empiece de nuevo en otra parte. ¿Eso te asusta, Rosa? ¿Te da miedo que yo sea un hombre sin hogar?
—No tengo miedo, Carlo.
Carlo la abrazó y apretó el rostro contra los cabellos de oro pálido.
—¿Qué he hecho en la vida para merecerte, querida mía? Cuando pienso en los años de dolor que viví tras la muerte de mi esposa… y los años largos y solitarios en la casa de mis antepasados, pensando que nunca volvería a amar. Vivía sólo a medias, Rosa, antes de conocerte.
La besó con gran delicadeza, luego dijo:
—No puedo prometerte nada más que esto, querida mía. Esto y mi amor y mi devoción eternos.
—Es lo único que pido. Es lo único que he querido en la vida. Dejaré todo esto atrás, ahora mismo, si así lo deseas.
Carlo asintió con la cabeza.
—Entonces nos iremos en seguida.
* * *
En ese mismo momento Valentine se encontraba en el andén de la estación ferroviaria de Nairobi y volvía a preguntarse si debería telefonear a Rose y decirle que le habían concedido un permiso inesperado o sería mejor darle una sorpresa.
Quería causar sensación, que su llegada fuese un gran espectáculo como en los viejos tiempos, cuando toda la colonia decía que Valentine Treverton era un maestro del espectáculo.
Ante él tenía seis semanas benditas, seis semanas de estar en su propia casa, dormir en su propia cama y comer alimentos de verdad. Después de cuatro años en el horrible desierto, combatiendo contra los italianos, Valentine sólo pensaba en una cosa: volver a poner los pies en Bellatu.
Incluso esperaba con ilusión el momento de ver a Rose. Y se decía, esperanzado, que quizá cuatro años de soledad la habían hecho más receptiva.
Así pues, le dijo a un chico que llevase su equipaje, se alejó de donde estaban los teléfonos y buscó un taxi. Acababa de decidir que su vuelta a casa sería una sorpresa.
Wanjiru había bailado bajo la lluvia. Ahora yacía otra vez en su nuevo lecho de pieles de cabra, el cuerpo desnudo, mojado y reluciente, esperando a David.
Llevaba tanto tiempo esperando esa noche. Cinco años atrás, cuando David había vuelto finalmente a Kenia desde su exilio de Uganda, no habían tenido ninguna oportunidad de gozar el uno del otro. David se había alistado en el ejército y se había ido, casi en seguida, a aquel terrible lugar que llamaban Palestina, donde había estado a punto de morir.
Por eso David se encontraba ahora en casa, antes de que la guerra terminara, debido a las heridas que había sufrido al pasar con su jeep por encima de una mina. Después de doce semanas en un hospital de Jerusalén, y cuatro más en Nairobi, David por fin volvía a estar en casa y a ser de Wanjiru.
Se habían celebrado dos ceremonias de matrimonio: la civil, exigida por las autoridades británicas, y la kikuyu, exigida por la tribu. La segunda era la que estaban celebrando en esa lluviosa noche de abril. Toda la familia había venido del poblado de la otra orilla del río para compartir la felicidad de Wachera. David había pagado treinta cabras a la madre de Wanjiru… ¡un buen precio! Luego él y sus amigos habían levantado las paredes de una nueva choza de barro, tras lo cual, siguiendo la costumbre antigua, Wanjiru y las mujeres se habían pasado la mañana colocando el techo. Dos semanas antes la madre de David le había hecho a Wanjiru el corte que le permitiría tener relaciones sexuales, deshaciendo con ello la labor que ella misma hiciera cuando la
irua
de Wanjiru, hacía ahora ocho años. La herida ya estaba curada y Wanjiru yacía ahora en el lecho, preparada para su hombre.
David empezaba a pensar que la celebración duraría toda la noche. Estaba taciturno y le hubiera gustado sentirse tan alegre como todos sus parientes, que bailaban y se pasaban calabazas llenas de cerveza de caña de azúcar. Pero eran gente feliz e ignorante, gente capaz de ser feliz, mientras que él, demasiado educado y demasiado mundano para su propio bien, se encontraba sentado en la melancólica sombra de la realidad.
Por sus heridas y su servicio a la corona, los británicos le habían dado una medalla y una licencia honrosa y prematura. Pero nada más. Al volver a casa, se había encontrado con que no había ningún empleo para él, que en Kenia no había sitio para un «negro educado», como le dijo alguien. Aunque había maestros africanos en escuelas «nativas», así como empleados africanos en algunas oficinas del gobierno, y aunque cada vez era mayor el número de africanos que se dedicaba a negocios particulares, nadie parecía necesitar a un brillante joven de veintisiete años con un título universitario de agronomía y una expresión ambiciosa en los ojos.
Alguien puso en sus manos una calabaza llena de cerveza y él bebió.
Sabía que Wanjiru se encontraba ya en la choza nueva, la que él y sus amigos le habían construido junto a la de su madre. Pero aún no se sentía capaz de presentarse ante ella. Estaba demasiado lleno de ira y de amargura para acudir a ella enamorado. Así que se bebió toda la cerveza y pidió más. Vio que su madre lo miraba desde el otro lado de la hoguera, alrededor de la cual bailaban los jóvenes.
David calculaba que su madre tendría cincuenta y cinco años. De no ser porque se afeitaba la cabeza, sin duda se le verían las canas. Pero su rostro seguía siendo terso y hermoso; su largo cuello aparecía adornado con multitud de collares de cuentas. Todavía llevaba el vestido anticuado hecho con pieles suaves y lucía grandes aros de cuentas a ambos lados de la cabeza.
A ojos de su pueblo, Wachera simbolizaba las costumbres que iban perdiéndose, un África en trance de desaparecer. David veía a su madre como una especie de icono sagrado que representaba el viejo orden que estaban borrando de su tierra. El corazón le dolía al verla. ¡Tantos años de soledad! Sin esposo, sin más hijos que él, viviendo sola en una choza que había sido derribada repetidas veces y que ella había vuelto a construir hasta que el hombre blanco finalmente la dejó en paz. La madre de David, Wachera Mathenge, ya era una leyenda en toda Kenia debido a su postura contra los europeos.
Desde su regreso, David había pasado muchas horas hablando con su madre, que le escuchaba en silencio. Le había hablado de su lucha en Uganda, como estudiante sin recursos, para llegar a ser el primero de su clase, así como de sus dolorosos años en Palestina, lleno de añoranza, sin más consuelo que el pensamiento de volver a casa. Y ahora le hablaba de lo decepcionante que era volver y descubrir que, bien mirado, no era sino un ciudadano de segunda clase.
—Nos alaban en los periódicos —le había dicho junto a la hoguera—. Y por la radio. El gobierno alaba a sus tropas «de color». El parlamento vitorea a sus héroes «nativos». Nos inculcan orgullo y amor propio; nos enseñan a leer y a escribir y a luchar por una causa unificada, luo y kikuyu codo a codo. Pero cuando volvemos a Kenia nos dicen que no hay lugar para nosotros, no hay empleos, ¡y que debemos volver a nuestros hogares de las reservas nativas!
»¡Madre! En todo el Imperio británico las colonias están obteniendo su independencia. Y yo te pregunto: ¿Por qué Kenia, no?
David sabía que no era el único que se hacía esa pregunta. Aunque el estallido de la guerra había puesto fin a la creciente concienciación política de los africanos, en la que David había participado en 1937, ahora estaba renaciendo. En ese mismo instante, mientras vaciaba otra calabaza de cerveza, David sabía que en Nairobi se estaba celebrando una reunión secreta, una sesión de la Unión Africana de Kenia, en la que ciertos líderes clave —hombres jóvenes, educados y enérgicos— trazaban sus planes para la independencia. También se rumoreaba que Jomo Kenyatta, el famoso «agitador», pensaba volver tras una ausencia de diecisiete años. Con semejantes fuerzas en movimiento, y con la vuelta inminente de setenta mil soldados africanos cuando terminara la contienda, David tenía la certeza de que la faz de Kenia cambiaría para siempre.
Significaba que le sería devuelta su tierra.
Se puso en pie con dificultad y se volvió para mirar el risco que se alzaba sobre el río. Justo por encima de las copas de los árboles podía ver las luces de Bellatu, la monstruosa casa de piedra construida con sangre y sudor de los kikuyu. Pensando en la gente blanca que había dentro de la casa —los Treverton— David dijo para sus adentros:
«Pronto…»
Su madre se le acercó.
—Ve con tu esposa ahora, David Kabiru. Te está esperando —dijo.
David entró en la choza y se detuvo a pocos pasos del umbral. Los rescoldos de una hoguera llenaban el aire de humo; el interior era cálido y cargado entre las paredes de barro; el olor de la lluvia y la cerveza llenaban la cabeza de David. Al ver a Wanjiru acostada, voluptuosa y desnuda, se le hizo un nudo en la garganta.
Se sintió como un impostor.
Una mujer tenía derecho a un hombre por esposo, un hombre de verdad. Según la ley kikuyu, si la mujer no se sentía sexualmente satisfecha, si el esposo no le daba hijos, si no podía cumplir como hombre, la mujer podía repudiarle y volver con su familia. David deseaba desesperadamente demostrarle cuánto la quería y deseaba, tomarla como correspondía a un guerrero y darle placer. Pero se sentía inútil, impotente.
Wanjiru alzó los brazos y David se le acercó. Tras acostarse a su lado, David apoyó la cara en los pechos grandes de Wanjiru y trató de decirle lo que tenía en su corazón. Pero había bebido demasiada cerveza. La lengua no le obedecía. Y lo mismo todas las demás partes de su cuerpo.
Al principio Wanjiru se mostró paciente, pues, como enfermera, conocía a los hombres mejor que la mayoría de las recién casadas. Acarició a David, intentando tranquilizarle. Le musitó palabras cariñosas en kikuyu. Movió el cuerpo de forma excitante. Pero cuando sus esfuerzos no lograron arrancar una respuesta satisfactoria del muchacho, cuando permaneció fláccido en la mano de Wanjiru, notó que la rabia de antaño volvía a encenderse.