Incluso ofrecían una recompensa de quince mil dólares al hombre que entregase a Menachem Begin a las autoridades.
«Tiene que ser un guerrero feroz —pensaba David Mathenge— para haber confundido tan completamente al servicio de información británico durante cuatro años, para haber cometido con éxito tantos actos de sabotaje, para mantener un liderazgo tan fuerte sobre su ejército clandestino, la Irgun, y todo ello sin haber sido atrapado una sola vez».
A su juicio, estar constantemente en movimiento, llevarles siempre la delantera a los perseguidores, era obra de un hombre inteligente y valiente. De hecho, los británicos sólo tenían una vaga idea acerca del aspecto de Begin. Cuando registraban una calle casa por casa, se les decía que buscasen a un «judío polaco, de unos treinta años y pico, que lleva gafas y que tiene esposa y un hijo pequeño».
—Espero que esta vez encuentren a ese cabrón —dijo el conductor, encendiendo un cigarrillo—. Ese condenado Begin piensa que sólo servimos para hacer prácticas de tiro al blanco. Y no me gusta nada entrar en Petah Tiqwa. Uno de estos días habrán puesto una trampa. Ya lo verás. Begin provocará una sangrienta guerra civil. Los árabes se sentarán tranquilamente, riéndose, mientras los judíos se matan unos a otros, haciéndole el trabajo a Hitler.
David miró al conductor, un hombre rubicundo que hablaba con acento escocés. Sólo en ocasiones como ésa, cuando iban a cumplir una misión o guarnecían un puesto, hablaban los soldados blancos con los hombres del regimiento de David. Por lo demás, parecía haber una barrera invisible o alguna ley extraña, tácita, contra la mezcla racial.
Al llegar a Palestina, los africanos se habían llevado una sorpresa al descubrir que sus alojamientos y su comedor estaban separados de los del resto del batallón. En Kenia era aceptable que los africanos no se mezclaran con los colonos blancos, sencillamente porque había sido siempre así; pero habían creído que el ejército sería democrático. Al fin y al cabo, llevaban todos el mismo uniforme y servían a la misma causa, ¿no? La semana pasada se había enterado de que a los soldados africanos les pagaban menos que a los blancos.
Había sido una sorpresa muy desagradable. Varios de sus camaradas se habían quejado de esa discriminación, declarando que un soldado era un soldado, fuese negro o blanco, y debía recibir la misma paga. Pero los oficiales, blancos todos ellos, habían recordado a los africanos descontentos que estaban mejor que sus compatriotas en casa y debían agradecerle al ejército que les hubiera aceptado en vez de dejarles en Kenia para que trabajaran en los campos como las mujeres.
Observó cómo se alineaban los camiones, los coches blindados y los tanques, las ametralladoras, el material para instalar controles de carretera. Adivinó que iban a rodear Petah Tiqwa por completo, encerrando a los habitantes, que nada sospechaban, y que su regimiento entraría en la población y buscaría a Begin.
En ese momento recordó un incidente habido en Haifa, donde tres soldados habían tropezado con una trampa. El propio David, que se encontraba a sólo unos pasos de ellos, había estado a punto de morir.
«¿Estaría Begin esperándoles en Petah Tiqwa en ese mismo momento? —se preguntó David—. ¿Se trataba de una artimaña de la Irgun? ¿Iba a terminar hoy su estancia en Palestina, de un modo sangriento?»
David no quería morir. Quería volver a casa. A Kenia. A Wanjiru.
Sentado en el parachoques, extrajo la carta de Wanjiru del bolsillo y la leyó a la luz de los faros. Decía:
Rezamos pidiendo que vengan las lluvias. La semana pasada tuve permiso del hospital. Fui a visitar a tu madre. Nos internamos en la selva y encontramos una higuera vieja y juntas rezamos allí pidiendo las lluvias.
Tu madre está bien, David. Le leo tus cartas, una y otra vez. Pero no le leo los periódicos, las crónicas de la guerra en Palestina. Leemos cosas sobre las bombas, David, sobre las minas enterradas, sobre la tortura y el asesinato de soldados británicos. ¿A qué viene esa lucha? ¿Por qué estás ahí? Si los masai y los wakamba lucharan, ¿se entrometerían los kikuyu? No. Dejad que los árabes y los judíos resuelvan sus diferencias. Ésta no es tu lucha, David. No comprendo por qué estás ahí.
David alzó los ojos y contempló el horizonte, que aparecía teñido con la promesa anaranjada del amanecer. Se preguntó si en ese momento estaría saliendo el sol en Kenia; si su madre habría ido a buscar agua en el río. Y Wanjiru… ¿estaría inquieta en la cama, pensando en él?
«¿Para qué estoy luchando?»
Recordó otro incidente que también había ocurrido en Haifa y cuyo recuerdo le perseguía desde entonces.
Hacía seis meses. Durante el registro rutinario de un hotel, había encontrado a un hombre que le había dejado tan asombrado, que tanto él como su compañero, un luo llamado Ochieng, se habían quedado mirándole con expresión embobada.
El hombre vestía el uniforme del ejército norteamericano y ostentaba el rango de capitán. ¡Pero era negro!
—Perdóneme, señor —le había dicho David al norteamericano—. Es sólo una comprobación rutinaria.
Habían entablado conversación y el capitán, debido al acento de David, se había figurado que era de Inglaterra. David le había explicado que era de Kenia. Finalmente, haciendo acopio de valor, se había atrevido a decirle:
—Le ruego que me perdone, señor. Pero, ¿cómo es que es usted capitán? En el ejército británico no hay oficiales negros.
El norteamericano había sonreído a la vez que decía:
—Verás, soldado, es que tengo un título universitario.
—Yo también —había dicho David y entonces le había tocado al norteamericano el turno de poner cara de sorpresa.
La expresión del capitán había perseguido a David durante los meses siguientes; la veía en todas partes: mientras dormía; en el desierto; en los rostros de los judíos a quienes interrogaba. No le dejaba en paz ni un momento. El norteamericano no había pronunciado otra palabra, pero sus ojos habían dicho que era una vergüenza.
Pero David no acertaba a adivinar para quién era una vergüenza: si para el joven soldado o para el propio capitán.
De repente empezó a haber mucha actividad. Los hombres formaron y los oficiales se pusieron a dar órdenes. Vio que se acercaba un jeep y que el capitán Donald se disponía a arengar a la tropa. Pronunció una arenga rutinaria, aunque salpicándola de palabras fuertes, que en esencia decía que era necesario encontrar a Begin a toda costa, antes de que se perdieran más vidas británicas.
Al subir al camión, David tradujo la arenga del oficial a su compañero, Ochieng, que sólo hablaba su lengua natal, el luo, y el suajili. Mientras explicaba las órdenes a Ochieng, diciéndole que tenían que registrar casa por casa el barrio Hassidoff de Petah Tiqwa, reflexionó sobre lo injusta que era la situación.
A su lado estaba Ochieng, analfabeto, campesino de la región del lago Victoria, que apenas entendía nada de lo que le ordenaban, pero cumplía las órdenes plácidamente, gustaba de mirarse vestido de uniforme y después de la guerra, al igual que los otros ochenta mil soldados africanos, volvería a Kenia y reanudaría su vida primitiva, sin hacer preguntas. Y junto a Ochieng estaba él, David Mathenge, uno de los poquísimos africanos educados que había en el regimiento, el único que tenía un título universitario, un hombre lleno de ambición, y nadie reconocía que era diferente de Ochieng. De nuevo pensó en la expresión de los ojos del capitán norteamericano, en que era una vergüenza.
Mientras los camiones se ponían en marcha, David pensó que si su color le hacía indistinguible a ojos de los oficiales blancos, tenía que hacerse diferente de otra manera. Había una recompensa cuantiosa por la cabeza de Begin y una medalla para el soldado que encontrase al terrorista y lo entregara.
David Mathenge iba a encontrar a Menachem Begin.
* * *
Hassidoff era un barrio obrero rodeado de naranjos. Los tanques y los coches blindados del ejército de ocupación, que trabajaban con la policía de Palestina, rodearon la zona mientras los soldados recorrían las calles y, utilizando altavoces, decían:
—¡Toque de queda! ¡Permanezcan en sus casas! ¡Quien salga a la calle arriesgará su vida!
Los hombres saltaron de los camiones, se desearon «buena caza» y comenzó la búsqueda. David y Ochieng se encaminaban hacia su primera casa cuando un pastorcillo árabe que iba con su rebaño los saludó con la mano.
A los pocos minutos, los soldados reunían los prisioneros y los hacían subir a los camiones; algunos todavía estaban medio dormidos, pues apenas empezaba a amanecer. Eran sospechosos que debían ser trasladados a la jefatura de policía para interrogarlos. La operación fue sorprendentemente silenciosa, pues la gente cooperaba. Observaban desde las ventanas, abrían la puerta y mostraban sus papeles. Aunque los soldados eran inferiores en número a los habitantes —más adelante se comprobaría que varios de éstos eran realmente miembros de la Irgun de Begin—, tenían sus armas, mientras que la gente estaba desarmada.
David se encargaba de los interrogatorios mientras Ochieng vigilaba con el fusil ametrallador.
No era fácil buscar a un hombre cuya presencia en el lugar sólo se sospechaba y a quien nadie había visto realmente. Pero David estaba decidido a dar con él. El cartel que había en la pared del cuartel mostraba una vieja fotografía de Begin vestido con el uniforme del ejército polaco, al lado de una mujer joven y bonita, su esposa. David se había aprendido todos los detalles de la borrosa fotografía: el pelo, la forma de los ojos y de la boca. Y también la imagen de la mujer, Aliza Begin.
David encontró a judíos jóvenes y nerviosos, a los que envió a los camiones que esperaban, hombres cuyos papeles no estaban en regla y unos cuantos que protestaron. Sabía que a la mayoría los pondrían en libertad al día siguiente, tras obtener de ellos poca o ninguna información.
Iba llamando a cada puerta mientras Ochieng vigilaba con la metralleta lista para abrir fuego. Sabían que cada puerta podía ser una trampa, responder a su llamada con tiros.
La mañana fue transcurriendo y David sentía crecer su ansiedad. El capitán Geoffrey Donald recorría las calles en su jeep, interrogando a sus hombres, dándoles órdenes. Ochieng estaba cada vez más nervioso; a cada momento esperaba oír el silbido de las balas, la explosión de una bomba.
Llamó a la puerta de una casita modesta y la abrió un hombre bajo que sonreía.
—Arriba las manos —dijo David. Registró al hombre y, al no encontrar armas, prosiguió—: Sus papeles —y el hombre se los mostró.
Los papeles decían, en inglés y en hebreo, que se llamaba Israel Halperin y era un refugiado procedente de Polonia.
—¿Profesión? —preguntó David.
El hombre sonrió, hizo un gesto con las manos y dijo algo en una lengua que David no entendió; se apartó un poco y dijo:
—Tendrá que ir a la jefatura de policía.
Y entonces apareció de repente otro hombre, como si hasta ese momento hubiera estado detrás de la puerta, escuchando. Era más alto que el señor Halperin, llevaba barba y vestía una prenda larga de color negro. Dijo que se llamaba Epstein y era rabino.
—Mi amigo no habla inglés. ¿Quizá yo pueda hacer de intérprete?
David miró con atención al rabino. No se parecía en nada a la foto del cartel. Ochieng le cacheó por si iba armado; luego David le preguntó:
—¿A qué se dedica este hombre?
—Es abogado. Se está preparando para examinarse aquí en Palestina.
David se volvió hacia el más bajito de los dos hombres y lo miró de pies a cabeza. Era tímido y tenía una sonrisa simpática.
—¿Cuánto tiempo lleva en Palestina? —preguntó David.
El señor Halperin contestó y el rabino tradujo:
—Cuatro años.
—¡David! —dijo Ochieng y añadió en suajili—: He visto un movimiento cerca de aquella puerta.
David le hizo una seña diciéndole que fuera a investigar. Ochieng echó a andar con el fusil a punto hacia la segunda puerta mientras los dos judíos contemplaban la escena con aparente indiferencia. A los pocos momentos apareció una mujer con un niño pequeño en brazos. Ochieng iba detrás de ella, apuntándola con el arma, nervioso.
—¿Quién es ésa? —preguntó David.
El señor Halperin habló y el rabino dijo:
—Es su esposa.
David miró fijamente a la mujer. Le resultaba conocida. El corazón empezó a latirle velozmente. Miró de nuevo al señor Halperin, le miró a los ojos, que se cruzaron con los suyos serenamente, con tranquilidad. Se preguntó si aquel nombre de aspecto insignificante podía ser el temible Menachem Begin. Súbitamente David advirtió un parecido con la foto del cartel. Las cejas, la forma de la boca…
Se oyeron gritos en la calle, luego el rugido de los motores de los camiones. Varios ciudadanos protestaron y colmaron de insultos a los soldados.
David y el señor Halperin se miraron durante un largo rato. Luego David dijo:
—Vendrá usted conmigo.
—Amigo mío —dijo el rabino en tono afable—, ¿qué ha hecho el señor Halperin?
David se asomó al interior de la casa, buscando señales de que hubiera más gente escondida, indicios de actividad terrorista, pero sólo vio montones de libros.
—Tiene que interrogarle la policía.
Entonces el señor Halperin dijo algo que pareció una pregunta.
El rabino Epstein tradujo:
—El señor Halperin quiere saber, si eres soldado, ¿por qué estás luchando?
David se quedó un poco cortado.
—¡Todos al camión! ¡La mujer y el niño también!
Pero el señor Halperin, tranquilo e imperturbable, volvió a hablar y el rabino tradujo sobre la marcha:
—Tú eres africano, amigo mío, miembro de una raza oprimida. ¿Por qué luchas por los británicos? ¿Por qué luchas por unos hombres que te tienen sojuzgado?
David titubeó y el hombre bajito siguió hablando en voz baja pero firme.
—¿Sabes lo que está pasando en el mundo? Yo te lo diré. En mi ciudad natal de Polonia éramos treinta mil judíos. Hoy apenas quedan diez. Era nuestra patria, pero nos expulsaron. ¿Qué está sucediendo en su patria, mi joven amigo africano?
Los ojos negros del señor Halperin miraban fijamente la cara de David; había en ellos una mirada penetrante, persuasiva.
—¿Qué te han prometido a cambio de luchar por los británicos, amigo mío? A la India le han prometido la independencia a cambio de luchar en la guerra. ¿También a los africanos os han prometido tanto?