David parpadeó y miró a Ochieng, que, al no entender el inglés, esperaba con impaciencia, apuntando con el fusil a la mujer y al niño. David volvió a sentirse atraído por los ojos penetrantes del señor Halperin.
—Si no os han prometido nada —prosiguió el señor Halperin por mediación del rabino—, entonces estáis combatiendo por nada. Os colonizaron hace años porque no teníais armas ni educación para hacer frente a los británicos. Pero ahora tenéis conocimiento de las armas, tenéis educación. ¿A qué estáis esperando?
David miró al hombrecillo, que apenas le llegaba a los hombros. El señor Halperin estaba pálido, empezaba a quedarse calvo y hablaba con voz suave. Pero había en él un poder extraño del que David no lograba librarse.
—Hay cosas más preciosas que la vida, mi oprimido amigo —dijo el judío polaco—. Y cosas más horribles que la muerte. Si amas la libertad, tienes que odiar la esclavitud. Si amas a tu gente, no puedes por menos de odiar a quienes la oprimen. Yo te pregunto, si amas a tu madre, ¿no odiarías al hombre que pretendiese matarla? ¿Y no lucharías contra él a costa de tu propia vida?
Un recuerdo se encendió en el cerebro de David. Volvía a tener diecisiete años, se encontraba subido al tocón de una higuera, gritando al jefe John Muchina:
«El hombre que no ama a su país no ama a su madre. Y un hombre que no ama a su madre… ¡no puede amar a Dios!»
Se sintió turbado. Eran las palabras que habían motivado su detención, su tortura y su exilio en Uganda. ¿Cómo era posible que se le hubiesen olvidado?
De pronto fue muy consciente del uniforme que vestía, de la metralleta británica que llevaba al hombro y de los papeles de identidad del «señor Israel Halperin» que tenía en la mano.
—¡Vete! —susurró el judío de voz tranquila—. ¡Vuelve en paz a tu patria y déjanos hacer aquí lo que tenemos que hacer!
—¿Qué tienes ahí, soldado? —dijo una voz a sus espaldas.
David se volvió. Su oficial superior se encontraba de pie en el jeep, los ojos ocultos detrás de gafas ahumadas. Llevaba un bastón y los botones de su uniforme relucían al sol. Era Geoffrey Donald, amigo de los Treverton.
—Nada, señor —dijo David bruscamente, devolviéndole los papeles al señor Halperin—. Aquí todo está en orden.
Hizo una señal a Ochieng, que salió corriendo de la casa. Al cerrarse la puerta tras él, David oyó la palabra
shalom
pronunciada en voz baja.
En el distrito todo el mundo sabía que el invernadero estaba embrujado.
De noche, sentados alrededor de las hogueras, los kikuyu hablaban en voz baja del espíritu que moraba en el invernadero; en la escuela los niños hablaban del fantasma; las mujeres murmuraban en el mercado. Antes de que transcurriera mucho tiempo, el rumor llegó a conocimiento de todos los africanos de la región y nadie, ni siquiera los ladrones, se atrevía a acercarse al invernadero tabú del claro de los eucaliptos.
Njeri había hecho bien su trabajo.
Rose iba cantando al salir de casa en esa hermosa mañana de diciembre. Como hacía todas las mañanas últimamente, se había preocupado mucho por su pelo, por su indumentaria. Había probado varios perfumes y escogido las joyas más apropiadas. Deseaba vivamente complacer a Carlo, ganarse su sonrisa. Pero eso era exactamente lo que el general Carlo Nobili había hecho cada día durante tres meses: sonreír a Rose.
En octubre habían encontrado los restos de un hombre blanco en la selva, cerca de Meru. Suponían que eran del tercero de los prisioneros italianos que se habían fugado y que había encontrado la muerte en las fauces de los animales salvajes. Los restos fueron enviados a su finca ducal de Italia, se abandonó la búsqueda y se cerró el caso. Nadie —ni Grace ni sir James, ni Mona ni Tim Hopkins— sabía del misterioso ocupante del invernadero ni sabía que Rose había dejado de trabajar en el tapiz hacía varias semanas y que ahora iba cada día al claro con un propósito muy diferente.
Se detuvo en el borde de la calzada y con la mano se protegió los ojos del sol.
Mona conducía un camión cargado de sacos de café. A Rose le maravillaba la obsesión de su hija con la finca. Era como una locura. En relación con Bellatu y sus dos mil hectáreas, Mona se mostraba tan ferozmente posesiva como Valentine, por lo que Rose se decía que la muchacha era decididamente hija de su padre. Pero se preguntaba también qué iba a pasar cuando terminase la guerra y Valentine regresara a casa para ponerse al frente de la plantación.
Rose sintió frío en el alma.
Valentine.
Albergaba la esperanza de que no volviese nunca.
El general estaba en el invernadero, cortando plantones de delfinio con un cuchillo. Los había plantado en semilleros dos meses antes, una de sus primeras tareas después de la convalecencia. Rose se detuvo en el umbral para observarle. Se encontraba de pie bajo la luz del sol refractada que entraba por el techo de cristal, envuelto en una especie de aura suave, como de gasa. Nada aparecía nítido. Las flores de color azul oscuro y lavándula que le rodeaban aparecían borrosas; las hojas de color verde claro se mezclaban con las de color esmeralda. El propio general estaba transformado: Rose pensó que parecía una figura mítica —tan alto y esbelto, la cabeza de negros cabellos inclinada—, como un dios de complexión aceitunada caminando en algún jardín olímpico.
El general alzó la vista. Rose no había hecho ningún ruido, pero él se había percatado de su presencia.
—Rosa —dijo con voz queda.
Rose entró y dejó la cesta con el desayuno en el suelo.
—¿No es demasiado pronto para dividir los plantones? —preguntó Rose, colocándose a su lado y mirando el semillero.
—¡En Kenia, no! ¡Este país es fantástico, Rosa! Tenéis un clima tan templado, sin invierno, primavera ni otoño. Nada permanece dormido ¡y las plantas florecen todo el año! —le dirigió su radiante sonrisa—. Esto es el paraíso del jardinero.
Rose había descubierto que Carlo Nobili era experto en flores. En su finca ducal del norte de Italia había pasado años cultivando y experimentando, haciendo cruces, produciendo híbridos nuevos y creando un inmenso jardín de flores que, según él, causaba envidia hasta el Vaticano. Durante su convalecencia en la cama que Rose y Njeri le habían improvisado con paja y mantas, el general había comentado la excelencia de las plantas de Rose con palabras de entendido, y entonces habían descubierto que tenían un interés en común. En las semanas subsiguientes, mientras iba creciendo su casta y dulce amistad, habían pasado horas compartiendo este interés, aprendiendo el uno del otro, hablando de experiencias, de éxitos y de fracasos. El general le había enseñado a cortar las begonias de un modo que las hacía durar más; ella le había enseñado a cultivar el asombroso delfinio azul opalescente que era propio de Kenia y que Rose había encontrado en la selva y trasplantado en su claro.
Él la miró, vio cómo la difusa luz del sol enmarcaba su cara pálida, suavizaba los colores de su vestido. Al duque de Alessandro, el invernadero escondido en el corazón del bosque le parecía un lugar encantado. Sabía que vivía una existencia embrujada bajo su techo de cristal y entre su tierra rica, el perfume embriagador de las flores, las grandes hojas que se mecían, recibiendo cada día la visita de esa mujer hermosa y pura a la que aún no había tocado y que sin duda había salido de un cuadro de Botticelli.
—¿Has dormido bien, Rosa? —preguntó.
Rose contuvo el aliento.
—Sí. ¿Y usted,
signor?
—Me has construido un palacio aquí —hizo un gesto con el brazo señalando el rincón donde un tosco camastro de paja y mantas, una silla plegable y un palanganero con un jarro de agua formaban su escondrijo—. Y tienes que llamarme Carlo.
Rose se ruborizó y alargó la mano hacia la cesta.
Rose no acertaba a explicarse por qué no podía llamarle por su nombre de pila. Sin duda el duque creía que después de la intimidad de atenderle en su enfermedad, de lavarle las heridas, de darle de comer como a un niño, y ayudarle luego a dar sus primeros pasos… sin duda el duque pensaba que después de varios días así, Rose debería llamarle Carlo. Pero, por increíble que fuese, ella no podía.
Carlo la había visto cambiar mientras se recuperaba; había visto cómo la enfermera dulce pero firme que se había hecho cargo de su vida, que lo había hecho todo por él, se transformaba en una criatura tímida que en ese momento parecía a punto de huir corriendo. Casi era como si a medida que él recuperaba sus fuerzas, ella hubiese perdido las suyas. Cuanto más crecía el poder del duque, más disminuía el de Rose. Y ahora apenas era capaz de mirarle a los ojos.
Rose sacó lo que contenía la cesta, extendió un mantel limpio en el suelo y colocó en él los bizcochos, la mantequilla, el tarro de miel y una tetera llena de té Condesa Treverton. Mientras comían, Carlo habló de su hogar, de la finca donde vivía solo, pues su esposa había muerto hacía cinco años, al dar a luz. Hablaban de jardinería, pintura, música y libros, pero ninguno mencionaba la guerra ni las terribles experiencias de Carlo en el campo de prisioneros. Nunca hablaban de lo que le había traído a ese lugar y ahora le retenía en él.
Cada día Carlo veía en los ojos de Rose una pregunta tácita: «¿Por qué te quedas?» Era como si ella temiese que un día se desvaneciera. Y cada día él se hacía la misma pregunta y no encontraba respuesta, sólo la sensación de que cuanto más tiempo permanecía allí, mayor era su necesidad de quedarse.
Porque ahora Carlo vivía para ese hechizo robado, un fragmento de tiempo hechizado y cortado del horrible tejido de la guerra, como si el pasado y el futuro no existiesen. Pero sabía que pronto tendría que tratar de reintegrarse a su ejército, volver a la ignominia de la derrota.
Pasaron la mañana fertilizando las orquídeas de Rose, empapándolas y haciéndolas girar de la luz del sol a la sombra. Carlo hacía preguntas mientras trabajaban:
—¿Por qué las tienes en unas macetas tan pequeñas, Rosa? Me parece que unas macetas más grandes les sentarían mejor.
La primera vez que él le había hecho una pregunta, varias semanas antes, Rose no había sabido qué decir. Estaba tan poco acostumbrada a responder a preguntas —ni siquiera los sirvientes africanos acudían a ella en busca de órdenes—, que al principio se había quedado perpleja. Pero con el tiempo, al acostumbrarse a las preguntas de Carlo y darse cuenta de que él la escuchaba de verdad cuando hablaba, había cobrado confianza en sí misma y ahora le explicaba las cosas.
—Es que son orquídeas sudafricanas. Les gustan las macetas pequeñas porque les gusta apretarse contra los costados.
Se lavaron las manos por la tarde cuando Njeri les trajo el té, lo sirvió y se fue. Mientras comían los pequeños emparedados, Carlo y Rose se dieron cuenta de que el día se estaba nublando. Cuando las primeras gotas cayeron sobre el tejado de vidrio Rose dijo:
—Tengo que irme ya.
Pero Carlo le tomó súbitamente la mano y dijo:
—No. No te vayas. Por una vez, Rosa, quédate conmigo.
Rose sintió que el corazón le daba un vuelco. Miró la mano morena que le sujetaba la muñeca. Era la primera vez que la tocaba de verdad y se sintió excitada, asustada.
—¿Me tienes miedo, Rosa? —preguntó Carlo en voz baja. Luego se levantó, se acercó más a ella y susurró—: Quédate. Quédate conmigo esta noche.
—No…
—¿Por qué no? —con la otra mano le acarició el pelo—. ¿Quieres irte, Rosa?
Rose cerró los ojos.
—No.
—Pues quédate.
La proximidad de Carlo la hacía sentirse mareada. El perfume de un centenar de flores la atenazaba en el invernadero cálido y húmero. Sintió los dedos de Carlo entre sus cabellos, en la muñeca. Aunque su relación era platónica, pensaba continuamente en él, tanto en las horas de vigilia como en sueños. De día se acercaba a él recatadamente, castamente, pero de noche tejía fantasías…
Al sentir los labios de Carlo sobre los suyos, abrió rápidamente los ojos y se apartó. Pero él la sujetó y dijo:
—Dime que no me quieres, Rosa. ¡Dímelo!
—
Signor,
por favor, suélteme.
—Me llamo Carlo. Quiero oírtelo decir —le apretó más la muñeca—. ¿Me quieres? Si no me quieres, dilo y yo te soltaré.
Rose miró sus ojos negros y se sintió perdida.
—Sí —susurró—. Sí te quiero.
Carlo la soltó, sonrió y tiernamente tomó la cara de Rose entre sus manos. Rose se preparó para resistir, pero apenas notó su beso.
—Dime qué es lo que te da miedo, querida mía —musitó—. Estamos solos aquí. Nadie puede vernos. Déjame hacerte el amor. Lo he deseado desde la primera vez que abrí los ojos y vi a uno de los ángeles de Dios.
—No…
—¿Por qué no?
«Me odiarás —pensó Rose—. Te decepcionaré y entonces ya no me querrás. Igual que Valentine…»
Bajó la cabeza.
—Porque… no me gusta.
—Entonces debo hacer que te guste —la rodeó con un brazo y la condujo al camastro. Rose se puso rígida, disponiéndose a ofrecer resistencia, pero se llevó una sorpresa cuando él, en vez de acostarla, la invitó a sentarse.
La lluvia caía con fuerza sobre el tejado de cristal. Carlo encendió una lámpara a prueba de viento y se sentó en el camastro al lado de Rose. Le pasó un brazo por los hombros y tiró de ella hacia atrás hasta que las dos espaldas se apoyaron en la pared. Durante largo rato permanecieron sentados, escuchando la lluvia.
Rose se sentía confundida. Una parte de ella lo quería; otra parte lo rechazaba. Sentía algo cercano al deseo, pero no pasaba de cosas sencillas: un roce, un beso. Más allá de eso, un muro de temor se alzaba ante ella.
Carlo empezó a acariciarle el pelo. Le besó la frente. Musitó algo en italiano. Rose notaba el calor de su cuerpo a través de la camisa de seda; sentía sus músculos firmes, la fuerza masculina reprimida. Sabía que, de haberlo deseado, Carlo habría podido forzarla, como Valentine hiciera una vez. Si la forzaba, el hechizo se rompería para siempre.
Pero no había nada imperioso en los gestos de Carlo. Rose no sintió el apremio que había sentido en Valentine. Encerrada en el ambiente cálido y luminoso del invernadero, rodeada por una jungla de helechos, enredaderas y flores tropicales, con la lluvia repiqueteando arriba, empezó a sentirse lánguida. Se apoyó en el abrazo de Carlo. Doblándola y medio sentándose en él, apoyó la cabeza en el hombro masculino. Empezaba a tener la sensación de estar soñando: la voz suave de Carlo, el roce de sus dedos, su proximidad consoladora.