Bajo el sol de Kenia (61 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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* * *

Estaban sentados a la mesa del desayuno con tazas de té frío delante cuando Rose entró y dijo:

—¡No está!

James se levantó para ayudarle a sentarse en una silla mientras Mona llenaba una taza de té humeante y la ponía en las manos de su madre. Pero Rose no bebió.

—¡Carlo no está en el invernadero! —dijo Rose—. ¿Dónde puede estar?

Tim Hopkins se acercó a la ventana. Miró los cafetales desiertos, escuchó el silencio del río, donde la maquinaria estaba parada, y oyó, muy a lo lejos, el cántico de luto en el poblado kikuyu. Sabía que iban a echar mucho de menos al conde.

Pero él, no.

—¿Adonde puede haber ido Carlo? —preguntó Mona, sentándose al lado de su madre y apoyando una mano en su brazo.

Rose meneó la cabeza mientras las lágrimas asomaban a sus ojos.

—Quizá se preocupó al ver que tú no acudías a la cita —dijo James—. Puede que esté en la estación de ferrocarril.

Tim dijo:

—Viene alguien. Ah, es el inspector de policía otra vez. Ahora viene con otro tipo.

—Grace —dijo Rose, sujetando la muñeca de su cuñada—. ¡No quiero hablar con ellos! ¡Por favor, procura que me dejen tranquila!

—No te preocupes, Rose —dijo Grace con acento triste; tenía el rostro blanco y demacrado y no había tocado su té—. James y yo nos ocuparemos de todo.

Pero el superintendente Lewis quería hacerle unas preguntas a lady Rose en particular. La primera fue cómo se había magullado la cara.

Rose se retorció las manos en el regazo y, sin mirar a los ojos del policía, dijo:

—Me caí.

—¿Se cayó?

—Anoche. Tropecé con la alfombra y me golpeé la mandíbula con el borde del tocador.

—¿Sabe usted a qué hora salió su esposo de casa anoche?

—No. Yo estaba… durmiendo.

—¿Sabe por qué salió de casa en plena noche?

—Superintendente —dijo James—, ¿es esto realmente necesario? Lady Rose ha sufrido una conmoción terrible. Sin duda yo mismo podré responder a sus preguntas. Yo también estaba en la casa anoche.

El policía alzó sus pobladas cejas.

—¿De veras? Pues bien, quizá pueda usted ayudarnos —sacó un bloc pequeño del bolsillo del pecho, lo abrió y dijo a James—: Usted y el conde eran amigos íntimos, ¿no es verdad?

—Nos conocíamos desde hacía años.

—¿Lord Treverton usaba la mano derecha o era zurdo?

—La derecha. Oiga, ¿a qué viene todo esto? ¿Y por qué interviene en el asunto la División de Investigación Criminal?

—Porque se ha producido una novedad seria en el caso desde que encontraron al conde esta mañana, sir James.

—¿Qué clase de novedad?

El policía sacó una foto del bolsillo del pecho.

—Al parecer, también se ha cometido un asesinato.

Lewis observó la cara de los presentes mientras les hablaba del cadáver del maletero y de su teoría de que Valentine había matado al hombre y también él había muerto cuando se disponía a desembarazarse del cadáver.

—Estamos tratando de identificar a la víctima. ¿Quizá ustedes la conozcan?

Inclinaron la cabeza sobre la espantosa fotografía. Mona apartó la cara, apretándose la boca con la mano. Tim soltó una exclamación y James y Grace la miraron con ojos atónitos.

Mas cuando Rose se inclinó y vio el cuerpo de Carlo en el maletero, atado de pies y manos y con una herida de bala en la cabeza, de repente chilló:

—¡Valentine, eres un monstruo! —y cayó al suelo desmayada.

* * *

—Una reacción bastante interesante —dijo el superintendente Lewis, de vuelta en el cuartelillo—. ¿A usted no se lo parece?

Mitchell bebió unos sorbos de té, los ojos clavados en la pared desnuda de su despacho.

—Yo diría que lady Rose conocía al individuo —dijo.

—Ésa misma fue mi impresión. Los otros reaccionaron de una forma previsible. No vi ninguna señal de reconocimiento en sus caras. Sencillamente estaban mirando la horrible fotografía de un cadáver. Pero lady Rose… ¡eso sí fue una reacción!

—¿Superintendente? —el doctor Forsythe, el joven patólogo enviado desde Nairobi, entró en el despacho—. Acabo de empezar la autopsia del conde, tal como usted ordenó, pero la he interrumpido porque hay algo que debe ver usted.

—¿Qué es?

—Le costará creerlo. Será mejor que lo vea usted mismo.

El «depósito de cadáveres» de la policía era en realidad una habitación que servía para todo, contigua a la única celda con barrotes. El cadáver de Carlo Nobili estaba debajo de una lona sobre unas cajas de embalaje; el de Valentine Treverton yacía sobre una mesa, desnudo.

No fue necesario que el patólogo le señalara al superintendente lo que le había llamado la atención. No era la primera vez que Lewis veía heridas ocasionadas por un cuchillo.

Era una herida muy limpia, justo a la izquierda del esternón, prácticamente sin sangre.

—Esto es lo que le mató —dijo el doctor Forsythe— y no la bala en la cabeza. Me jugaría mi reputación.

Mitchell soltó un silbido. Parecía tan inofensiva, una simple rajita en la piel, de unos tres centímetros y pico de largo, con un hilillo de sangre oscura.

Pero Lewis sabía lo mortal que podía ser aquella señal de aspecto insignificante. Las cuchilladas, especialmente las que penetraban en cavidades del cuerpo como el vientre o el pecho, raras veces producían grandes hemorragias. Los daños eran internos. A Lewis no le cupo ninguna duda de que el cuchillo había cortado un vaso sanguíneo importante, posiblemente el corazón mismo, y de que cuando abrieran el pecho del conde lo encontrarían lleno de sangre.

—¿Está usted seguro de que ésta es la causa de la muerte? —preguntó al doctor.

—Lo estaré más cuando mire dentro, pero, a juzgar por su situación, diría que sí. Y al mirar de cerca la herida de la cabeza, me parece que le fue infligida después de morir.

—¡Para que el asesinato pareciese un suicidio! —dijo Mitchell.

El superintendente dio media vuelta y entró de nuevo en el despacho, donde recogió las fotografías de la mesa de Mitchell. Estudió con atención especial las del asiento del pasajero, en las que se veía barro. Cuando el inspector se reunió con él Lewis dijo:

—El coche estaba a un lado de la carretera, como si el conde lo hubiera desviado hacia allí por alguna razón, y dejó el motor en marcha, como si no se propusiera permanecer aparcado mucho tiempo. ¿Sabe qué pienso? Pienso que alguien le dio alcance y le hizo desviar el coche. Alguien que llevaba un cuchillo.

—Ahora que lo pienso —dijo Mitchell, cogiendo el expediente del caso y hojeándolo—, la mujer que descubrió el coche, la enfermera Billings, al prestar declaración habló de señales de neumáticos de bicicleta alrededor del coche. ¿Dónde habré metido su declaración? Ah, aquí está.

Lewis leyó lo que había dicho la enfermera sobre las huellas que llegaban hasta el lado del automóvil correspondiente al pasajero y que luego volvían atrás en dirección a Nyeri. Puso el papel sobre la mesa y dijo:

—Tengo otra hipótesis para usted, inspector. Dígame lo que piense de ella. El conde mató al sujeto del maletero. Ya pensaremos en el móvil cuando conozcamos la identidad de la víctima, y podamos hablar con lady Rose de ella. Los de balística en Nairobi nos dirán si la misma pistola disparó ambas balas. Sin duda el conde asesinó al tipo del maletero y, como usted dice, se disponía a desembarazarse del cadáver. Pero entonces, digamos… —empezó a pasear por el reducido despacho, se detuvo y se volvió hacia el inspector Mitchell—. Digamos que alguien siguió al conde y le dio alcance en la carretera de Kiganjo. Le hizo una señal y el conde se detuvo probablemente porque conocía a la persona de la bicicleta. Entonces esa persona se acercó al coche, subió al asiento del pasajero, dejando manchas de barro porque acababa de llover, y asestó una cuchillada al conde, en el pecho. Luego esa persona fue presa del pánico y, al ver la pistola que lord Treverton había usado contra el hombre del maletero, decidió simular un suicidio.

—Sin duda sabría que la cuchillada sería detectada.

—No necesariamente. No había sangre en la ropa del conde. Y si no iba a practicársele ninguna autopsia, fácilmente hubiese podido pasar inadvertida. Y así estuvo a punto de ocurrir, porque yo no ordené que se hiciera la autopsia hasta después de que usted descubriera el sujeto del maletero.

—Lo que significa —dijo Mitchell lentamente— que la persona del cuchillo no sabía nada del cadáver del maletero.

Lewis arqueó las cejas.

—Puede ser —dijo, acariciándose la barbilla—, puede ser que esa persona creyera que estaba impidiendo que el conde cometiese el asesinato sin saber que ya era demasiado tarde.

Los dos policías se miraron fijamente. La enormidad del caso, que había tenido lugar en el distrito de Mitchell, que normalmente era pacífico y tranquilo, empezaba a pesar en los hombros del inspector, que en cuestión de unos segundos se encorvaron de forma pronunciada.

—Quiero que traigan a todos los posibles testigos —dijo bruscamente Lewis, sacando su bloc y poniéndose a escribir—. Quiero que se sigan todas las pistas, por insignificantes que parezcan. Quiero que encuentren esa bicicleta. Quiero que encuentren el cuchillo. Pero le diré algo, Mitchell. Las cosas no están bien del todo en esa elegante mansión de la colina.

* * *

Grace se detuvo en la galería de Bellatu para taparse los ojos con el velo negro del sombrero. Era la segunda vez que vestía de negro desde que prestara servicio en la armada, hacía ahora veintiséis años.

Se quedó mirando mientras todos subían a los coches que esperaban para llevarles al cementerio particular de los Treverton, donde iban a enterrar a Valentine al lado de Arthur, su único hijo. Grace estaba desolada y necesitaba desesperadamente poder apoyarse en el brazo de James.

Morgan Acres, el hijo mayor del banquero, era el abogado de la familia Treverton y acababa de decirle a Grace algo asombroso.

Por la mañana se había leído el testamento de Valentine, que no contenía ninguna sorpresa: Rose era ahora una viuda rica, heredera de la plantación de café de Bellatu más la finca ancestral, Bella Hill, en Inglaterra. Pero después de que los demás salieran, el señor Acres le había dicho a Grace que lamentablemente, a causa de la muerte de lord Treverton, la aportación anual a la cuenta bancaria de la misión, iniciada años antes, iba a terminar.

Grace había tenido que sentarse a causa del asombro.

—¿Valentine? —había dicho—. ¿Mi hermano era el benefactor anónimo? Siempre había creído que era James…

«Después de tanto tiempo, Val —pensó Grace con tristeza—. Y nunca tuve la oportunidad de darte las gracias».

James salió finalmente a la veranda y la tomó del brazo. Subieron a una limusina, que compartían con Rose y Mona, y la procesión se puso en marcha. Tim Hopkins iba detrás en su propio camión, pensando en la tumba que estaba a punto de visitar y que no había visto desde hacía ocho años: la tumba de Arthur.

La columna de coches avanzaba despacio por la carretera sin asfaltar que bordeaba la inmensa plantación hacia el lugar solitario donde había un terreno acotado. A lo largo de la carretera numerosos africanos agitaban las manos con tristeza, despidiéndose de su
bwana
. Entre ellos estaba David Mathenge, con su madre, observando en silencio mientras los blancos apesadumbrados iban a meter a otro de los suyos dentro de la tierra.

* * *

El superintendente Lewis estaba estudiando las fotografías clavadas en el tablero de anuncios —fotografías del automóvil y el cadáver de lord Treverton— y el mapa de la escena del asesinato, donde una línea de puntos indicaba la ruta que, según la enfermera Billings, había tomado la bicicleta, cuando el inspector Mitchell entró jadeando.

—¡Ya lo tenemos! —exclamó, entregando a Lewis un sobre voluminoso.

Lewis lo sopesó pensativamente. Estaba cansado. Los dos policías llevaban cinco días trabajando en la investigación, utilizando todos los hombres disponibles del reducido cuerpo de policía de Nyeri y pidiendo especialistas forenses de Nairobi. Habían dormido poco y bebido demasiado café y ambos tenían los ojos enrojecidos. El contenido del sobre era la culminación de sus cinco días de indagaciones.

El día anterior habían encontrado la bicicleta.

La habían abandonado en la selva, en un lugar más o menos equidistante entre el coche del conde y la ciudad de Nyeri, tirada de costado con un reventón en el neumático de atrás. Los dos policías suponían que al reventar el neumático, el asesino había arrastrado la bicicleta al interior de la selva y luego había recorrido el resto del camino a pie. La bicicleta había sido identificada: pertenecía a la plantación Treverton.

Los interrogatorios habían sido concienzudos e intensos. Ambos habían salido con una pareja de policías negros y habían hablado con toda persona, por remota que fuese su relación con el conde, que pudiera proporcionarles algún indicio, la más pequeña pista. Hasta habían interrogado a los africanos que trabajaban y vivían en tierras de los Treverton, incluyendo la hechicera, Wachera, que se había limitado a hablar una y otra vez de una
thahu.
Pero las entrevistas más reveladoras habían sido las celebradas con los propios miembros de la familia.

Lady Rose se negaba a hablar. No había dicho ni una palabra desde que cinco días antes sufriera un desmayo al ver la foto del muerto. Había permanecido sentada, quieta y silenciosa, durante el interrogatorio, el rostro anormalmente pálido, lo que hacía que la magulladura destacase todavía más. Las preguntas las había contestado la doctora Treverton.

La doctora había explicado que el hombre del maletero era un prisionero de guerra italiano que se había fugado y se llamaba Nobili.

—En el distrito nadie más le conoce —había dicho el superintendente Lewis—. ¿Cómo es que usted sí?

—Rose me habló de él.

—¿Dónde vivía? —preguntó Lewis, el lápiz preparado para tomar nota de la dirección.

Pero al hacer ella una pausa demasiado larga y hablarle finalmente del invernadero y de la intención de Rose de marcharse de Kenia con Nobili, Lewis lo había visto todo más claro.

Y ahora, según el inspector Mitchell, tenían la prueba definitiva.

Habían destinado tres hombres a la plantación, para que vigilasen las idas y venidas de la familia, interrogasen al personal y buscaran posibles pistas. Esa mañana uno de los agentes negros había informado de que estaban quemando basura en un hoyo, no muy lejos de la casa. Era una operación rutinaria, pues los trabajadores de la plantación quemaban basura con regularidad, generalmente una vez a la semana. Lewis envió a uno de los especialistas forenses a que echase un vistazo. Y el sobre contenía el resultado. Lo abrió y, al ver lo que había dentro, movió la cabeza de arriba abajo, satisfecho. Por lo que se refería al superintendente Lewis de la División de Investigación Criminal, el caso estaba cerrado.

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