—No pretenderá decirme que podría usted…
—No te preocupes, padre —dijo Geoffrey, alargando la mano hacia Ilse, que le miró con expresión interrogativa—. No me apetece cenar en este asqueroso club. No quiero ser socio, gracias. Mi esposa y yo iremos adonde nos acojan como es debido. Y si no nos acogen bien en ninguna parte de Kenia, ¡nos iremos a otra parte del mundo donde nos reciban con agrado!
—¡Geoffrey! —llamó James cuando el muchacho ya salía.
Mona, aturdida y sentada todavía en el respaldo del sofá, siguió a la pareja con los ojos, miró la figura deslumbrante que iba de uniforme y a la mujer bonita que la acompañaba. Luego se volvió bruscamente y salió corriendo del vestíbulo, bajó por el sendero del jardín hasta su bungalow y se encerró bajo llave.
* * *
Rose estaba trabajando silenciosamente en el tapiz al entrar Grace. En el exterior, una noche humosa se extendía desde la ventana con barrotes hasta un horizonte que se juntaba con estrellas cristalinas.
Grace se detuvo y recorrió con los ojos la humilde celda que ahora era el hogar de Rose. Luego se sentó y dijo:
—Rose, ¿quieres hablar conmigo esta noche?
—¿El lugar de descanso de Carlo está ya casi terminado?
—Así es, Rose.
Con un suspiro Rose clavó la aguja, apartó el tapiz y por primera vez desde hacía meses miró directamente a los ojos de su cuñada.
—Cuando esté terminado, hazme el favor de decirles a los de la funeraria que coloquen a Carlo allí. Y luego pídele al padre Vittorio que diga una misa por él.
—Así lo haré.
—¿Sabes, Grace? —añadió Rose sin alzar la voz—, Valentine no era malo. Sencillamente era incapaz de amar. Carlo era un hombre dulce y gentil que no le deseaba nada malo a nadie. Lo torturaron en el campo de prisioneros. Vi las cicatrices en su pobre cuerpo. Valentine no tenía derecho a matarle de aquella manera, como a un animal, atado e indefenso. Espero que Valentine arda eternamente en el infierno.
El juicio iba de mal en peor para Rose, hasta que incluso Barrows empezó a perder la esperanza. Al parecer, todas las pruebas apuntaban directamente a la condesa, acusándola.
El superintendente Lewis del Departamento de Investigación Criminal compareció para declarar.
—Superintendente —dijo el fiscal, un hombre robusto que llenaba su toga negra hasta casi reventar y llevaba una peluca blanca sobre la calva—, ¿preguntó usted a lady Rose cómo se había magullado la cara?
—En efecto.
—¿Y qué le contestó?
—Que se había caído y golpeado con el borde del tocador.
—¡Pero a su familia le dijo que su esposo la había golpeado! Dicho de otro modo, lady Rose contó dos historias diferentes, una de las cuales es, por consiguiente, mentira. O puede que ambas sean falsas. ¿Estaría usted de acuerdo, superintendente, en que es posible que lady Rose se magullase el rostro al montar en bicicleta y caer por culpa de un reventón?
El inspector Mitchell, de la policía de Nyeri, declaró varias veces.
—Dijo usted, inspector, que la doctora Treverton tenía la impresión de que lady Rose se había ido de viaje aquella mañana, ¿no es así?
—Sí. Pero lady Rose estaba en casa, vestida con una bata. No me pareció que tuviese intención de ir a ninguna parte.
—¿Cuál fue la reacción de la doctora Treverton y de sir James cuando vieron a lady Rose en casa?
—Se llevaron una gran sorpresa. Los dos creían que ya se había marchado.
—¿Adonde?
—Pues, pensaba fugarse con su novio italiano.
Y más adelante:
—Inspector Mitchell, ¿quiere decirnos, por favor, cómo reaccionó lady Rose al recibir la noticia de que su esposo había muerto?
—Dijo: «No quería que pasara esto».
—¿Y qué quiso decir con «esto»?
—¡Protesto!
—Se acepta la protesta.
—¿Dijo lady Rose algo más?
—Sí, una palabra.
—¿Qué palabra?
—Bueno, en realidad fue un nombre. Dijo: «Carlo».
Grace estuvo observando a su cuñada durante todo el juicio, estudiando su expresión inescrutable, la cara que parecía cada vez más pálida y delgada.
«¿Qué diantres —se preguntaba Grace— pasará detrás de aquellos ojos azules, de mirada fija?»
Finalmente, el ministerio fiscal llamó a declarar a la doctora Treverton. Grace miró los rostros blancos y llenos de curiosidad, la sala atestada de gente, los ojos ávidos en las galerías.
—Doctora Treverton, ¿examinó usted la magulladura en el rostro de lady Rose?
—Sí.
—Y, según su opinión profesional, ¿un golpe como aquél pudo impedirle montar en bicicleta en la noche del quince de abril?
—Me dijo que había perdido el conocimiento.
—Le ruego que conteste mi pregunta, doctora. ¿Un golpe así en la cara produce siempre la pérdida del conocimiento?
—No siempre, pero…
—¿Hay alguna forma médica de probar si lady Rose perdió el conocimiento o no?
—No.
—Por favor, doctora Treverton, cuéntenos lo que su cuñada le dijo después de que el inspector Mitchell les comunicara la noticia de la muerte de lord Treverton.
—Rose dijo que no había querido que muriese.
Sacaron un caballete en el que se podía ver un plano de Bellatu.
—Doctora Treverton, ¿es esto un plano del piso de arriba de Bellatu?
—Sí.
—Haga el favor de señalar la habitación donde usted dormía. ¿Es la que está marcada con una equis roja? Gracias, doctora. Veamos, en este plano podemos ver que su habitación venía después de la última de las de este ala. ¿Puede decirnos, por favor, a quién pertenecía ese último dormitorio?
—A lady Rose.
—Querrá decir a lady Rose y a lord Valentine.
—No. El dormitorio de mi hermano estaba enfrente del mío.
—¿Debo interpretar, pues, que el conde y la condesa no dormían juntos?
Grace dirigió una mirada feroz al pomposo fiscal.
—Tenían dormitorios separados. No sé si dormían juntos o no.
—Muy bien, pues. El último dormitorio era el de lady Rose. ¿Y no lo compartía con nadie?
—Así es.
—Por consiguiente, cuando oyó pasos delante de su puerta en plena noche, ¿esos pasos sólo podían proceder del dormitorio de lady Rose?
—O caminar hacia allí…
—Veamos, doctora, nos ha dicho que miró su reloj. ¿A qué hora oyó el motor del coche?
—Tal como dije a la policía, eran las cuatro y cinco o la una y veinte. No llevaba puestas las gafas.
—Ha quedado demostrado que la muerte del conde tuvo lugar aproximadamente a las tres de la madrugada. Así pues, debemos suponer que oyó usted el motor del coche a la una y veinte y que los pasos que oyó procedían de la habitación de lady Rose y salían de la casa.
—¡La persona que estaba en el pasillo podía ser cualquiera! Hay un cuarto de baño…
—Doctora Treverton, ¿estaba usted sola en su dormitorio aquella noche?
Grace lo miró fijamente.
—¿Cómo dice?
—¿Estaba usted sola en su dormitorio aquella noche, doctora?
—No veo qué tiene eso que ver con el caso.
—Pues sí tiene que ver. Nos estamos esforzando por determinar el paradero de todo el mundo en la noche del asesinato del conde. Le ruego que conteste la pregunta. ¿Estaba sola?
Grace miró hacia James, que estaba sentado con Geoffrey y Mona, y él sonrió.
—No, no estaba sola.
—¿Quién estaba con usted?
—Sir James estaba conmigo.
—Entiendo. ¿Y sir James dormía en el suelo o, tal vez, en un diván?
—No.
—Entonces díganos, por favor, dónde estaba sir James.
—Estaba en la cama, conmigo.
Un murmullo sordo surgió de la multitud y sir Hugh tuvo que hacer una llamada al orden.
El ayudante de Barrows escribió apresuradamente en un bloc e hizo pasar la nota a lo largo de la mesa. Decía:
«Se han propuesto colgar a toda la condenada familia».
Finalmente, el ministerio fiscal empezó sus comentarios definitivos.
—Señores del jurado —su voz sonó como un trueno en la sala abarrotada—. Les hemos demostrado lo que sucedió en la mañana del dieciséis de abril del año en curso en la carretera de Kiganjo, a unos dos kilómetros de la desviación de Nyeri. Han oído ustedes el testimonio de expertos que han probado, más allá de toda duda, que el arma encontrada en el pañuelo de lady Rose, quemándose en el hoyo de la basura de su casa, era la que mató al conde de Treverton y que el cuchillo pertenecía a lady Rose. Han visto los resultados del análisis de laboratorio que relacionan de forma concluyente el barro que había en el asiento del pasajero y en el estribo del coche del conde con el de aquel tramo concreto de la carretera de Kiganjo. Han oído decir a los testigos que un automóvil salió de Bellatu a altas horas de la noche y que poco después se oyeron en el pasillo pasos que procedían del dormitorio de lady Rose. Y hemos encontrado la bicicleta abandonada en la huida, una bicicleta perteneciente a la plantación Treverton.
»Ahora bien —prosiguió el acusador dando cortos paseos, la toga negra ondeando tras él, la peluca blanca y empolvada añadiendo unos centímetros a su ya considerable estatura—, tomando todos estos factores y añadiéndoles los móviles que empujaron a lady Rose a cometer el hecho, podemos reconstruir lo que sucedió aquella noche.
Volvió a describirlo todo para el jurado, usando una prosa tan vívida y una oratoria tan convincente, que ninguna de las personas que se encontraban en la sala dejó de ver la carretera solitaria, el conde deteniendo el automóvil, el ciclista subiendo a él, el cuchillo clavándose, el tiro en la cabeza y la huida del asesino presa de pánico.
—Es inconcebible —prosiguió el fiscal— que, transportando un cadáver en el maletero de su coche, lord Treverton se parase en una carretera oscura y desierta por indicación de un desconocido. Por consiguiente, podemos sacar la conclusión de que la persona que le siguió en la bicicleta ¡era conocida del conde y que el conde la dejó subir a su coche sin sospechar nada!
»Yo les digo, señores, que esa persona era lady Rose, la esposa adúltera del conde, quien, temiendo por la vida de su amante y habiendo sido abofeteada por un esposo justificadamente furioso, lo siguió, empujada por el miedo y el deseo de venganza, con la esperanza de impedirle que hiciera daño a Carlo Nobili, ¡un enemigo de la corona!
»Les advierto, señores, que no se dejen engañar por las apariencias. Esa mujer que se sienta en el banquillo no es tan desvalida como quiere hacernos creer. Es una mujer que albergó a un soldado enemigo, a sabiendas de que era un soldado enemigo; que ocultó el paradero de dicho soldado cuando supo que le estaban buscando por todas partes; y que luego tuvo una sórdida e ilícita aventura sexual con él. ¡Una mujer así, les digo yo, señores, no es incapaz de asesinar a sangre fría!
Mientras el fiscal hablaba, un alguacil entró por una puerta lateral, se acercó a la mesa del señor Barrows y le entregó una nota.
Barrows la leyó y se levantó inmediatamente. Sir Hugh Roper, el presidente del tribunal supremo, se volvió hacia Barrows y éste le pidió permiso para acercarse a él. La sala se llenó de murmullos mientras el juez y los dos letrados sostenían un diálogo acalorado, en voz baja para que el jurado no pudiera oírles. Sir Hugh decretó un descanso y pidió a los dos hombres que pasasen a su despacho para conferenciar en privado y entonces se produjo en la sala una erupción de sorpresa y especulaciones. ¡Interrumpir la sesión en una fase tan avanzada, cuando el fiscal elevaba a definitivas sus conclusiones provisionales!
Nadie se alejó mucho del edificio durante la conferencia entre el juez y los dos ministerios. De hecho, corrió la noticia y al reanudarse la sesión entraron más espectadores que antes y todo el mundo contempló con pasmo y excitación cómo el señor Barrows llamaba a un testigo sorpresa.
—¿Quiere hacer el favor de decir su nombre al tribunal?
—Hans Kloppman.
—¿Dónde vive usted, señor Kloppman?
—Tengo una granja cerca de Eldoret.
—¿Tendrá la amabilidad de decirnos qué le ha traído hoy al tribunal central de Nairobi?
—Pues, verá, mi granja está aislada y…
Mientras hablaba, casi todos los presentes en la sala, especialmente los miembros del jurado, vieron a un hombre a quien no conocían personalmente, pero que era conocido en otro sentido: el granjero keniano. Todos vieron el rostro bronceado, la ropa de trabajo cubierta de polvo, las manos honradas, ásperas. O bien se parecía mucho a ellos o a un buen amigo, a un vecino próximo. Todo el mundo escuchó lo que Hans Kloppman tenía que decir y nadie dudó de su palabra.
—Mi granja está aislada. No recibo muchas noticias. He perdido el contacto durante estos últimos meses y no me enteré de que se estaba celebrando este juicio hasta que fui a buscar provisiones en Eldoret. Y fue entonces cuando supe que tenía que venir y hablar.
—¿Por qué, señor Kloppman?
—Porque están ustedes muy equivocados. Esa señora no cometió ningún asesinato.
—¿Usted cómo lo sabe?
—Porque yo estaba en la carretera de Kiganjo aquella noche y vi a la persona que iba en la bicicleta.
La sala se llenó de exclamaciones y comentarios y sir Hugh tuvo que echar mano de su mazo. Una vez restaurado el orden, el señor Barrows pidió al agricultor bóer que contara al tribunal lo que ocurrió exactamente en la carretera de Kiganjo en la noche del quince de abril.
—Había estado en Nyeri por negocios y para visitar a unos amigos. Iba con mi camioneta por la carretera de Kiganjo cuando vi un coche aparcado más adelante, a la derecha de la carretera. Los faros delanteros estaban encendidos. Al acercarme, vi que un hombre montaba en una bicicleta, le daba la vuelta y se alejaba por la carretera a toda velocidad.
—¿Un hombre, señor Kloppman?
—Oh, sí, no me cabe duda de que era un hombre. ¡Y pedaleaba a toda velocidad! Pasó por mi lado como una centella, ni siquiera se dio cuenta de mi presencia. ¡Parecía como si lo estuviese persiguiendo el mismísimo demonio!
—¿Qué pasó luego, señor Kloppman?
—Me acerqué al coche aparcado y vi que tenía el motor en marcha. Miré dentro y vi un hombre dormido, y me dije: «Bueno, a veces yo también he tenido que pararme y dormir hasta que se me pasara la borrachera». Así que lo dejé en paz.
—Dice usted, señor Kloppman, que la persona de la bicicleta era un hombre. ¿Está usted seguro?