* * *
Se encontraban de pie bajo un cielo gris oscuro, un puñado de personas con la cabeza inclinada alrededor de un agujero en el suelo. El reverendo Michaelis, el ministro de la misión de Grace, leyó la oración fúnebre mientras bajaban el féretro hacia el interior de la sepultura. Había tristeza, desconcierto y dolor en el corazón de los presentes. Pero un corazón estaba lleno de amargura y odio; otro, de siniestra satisfacción por la muerte del conde.
Mentalmente James rezó una oración sincera despidiéndose de su amigo, el mismo que, veintiocho años antes, le había salvado la vida cerca de la frontera de Tanganika y que, empujado por el orgullo, le había hecho jurar que guardaría el secreto. James sabía que Grace pensaba que él le había salvado la vida a Valentine, pero éste le había hecho prometer que jamás hablaría de su extraordinario acto de valor al salvar la vida de James casi a costa de la suya.
Mona se despidió de un desconocido. Ahora la plantación era suya.
Tim Hopkins, que se encontraba separado de los demás, tenía los ojos clavados en la lápida sepulcral de la única persona a la que había querido en la vida. Rezó pidiendo que Arthur, desde el cielo, pudiese ver a su padre en el infierno.
A cierta distancia, no mucha, al otro lado de la reja de hierro forjado, estaban unos cuantos africanos: los sirvientes de la casa, sinceramente tristes al ver que su bwana se iba; Njeri, que no lloraba por el difunto, sino por su pobre y afligida señora; y David Mathenge, que con el corazón frío pensó:
«Adhabu un kaburi ajua maiti»,
un proverbio suajili que significaba: «Sólo los muertos conocen los horrores de la tumba».
Al echar un puñado de tierra sobre el ataúd de su hermano, Grace tuvo la sensación de que la muerte de Valentine señalaba el final de una era. El cambio estaba en el aire; Grace lo notaba y temía que una Kenia antigua, conocida y amada estuviese desapareciendo mientras algo nuevo y aterrador se acercaba para ocupar su lugar.
El superintendente Lewis y el inspector Mitchell esperaron hasta que el entierro hubo terminado y cuando los asistentes volvían a sus coches se acercaron a lady Rose, que caminaba entre su cuñada y sir James.
El superintendente Lewis pidió perdón por la intrusión y mostró algo a Rose.
—¿Puede usted identificar esto, lady Rose?
Rose no miró lo que le mostraba el policía. Miró la cara del hombre sin enfocar los ojos, como si hubiera ido caminando dormida.
Pero Grace y James sí miraron lo que el policía tenía en la mano: un trozo de lino, medio quemado y ensangrentado.
—¿Éste es su monograma, lady Rose? —preguntó el policía.
Rose miró más allá de él.
—Este pañuelo fue hallado esta mañana en el hoyo donde queman la basura. Envuelto en él había una daga ensangrentada. Vamos a ver, lady Rose, ¿tiene usted algo que decirme sobre la noche en que murió su esposo?
Rose siguió sin mirarle, los ojos vueltos hacia las hectáreas y más hectáreas de cafetos en flor.
Lewis alargó la mano para tomar el pañuelo que lady Rose llevaba en la suya. Lo acercó al pañuelo medio quemado y los dos policías lo compararon. Los monogramas eran idénticos.
—Lady Rose Treverton —dijo el superintendente Lewis sin alzar la voz—, la detengo en nombre de la corona por el asesinato de su esposo, Valentine, conde de Treverton.
El sensacional proceso de la condesa de Treverton empezó el 12 de agosto de 1945, cuatro meses después de su detención. El ministerio fiscal tardó todo ese tiempo en preparar la acusación contra ella. Mientras tanto, la condesa permaneció encerrada en una celda especial de la cárcel de Nairobi, donde, después de apelar al juez y a las autoridades de la cárcel en su nombre, su abogado consiguió que le permitiesen trabajar en su tapiz.
Era la segunda de las dos únicas peticiones de Rose.
La primera la había hecho inmediatamente después de ingresar en la cárcel. Rose no había pronunciado ni una palabra desde que viera la foto del cadáver de Carlo; ahora pidió que llamasen a Morgan Acres, el abogado de la familia. Los dos pasaron tres horas a solas en la celda, durante las cuales Rose dio al señor Acres instrucciones explícitas sobre lo que había que hacer con el cadáver del general Nobili. Lady Rose pidió al señor Acres que no hablase de sus planes con el resto de la familia, pero al cabo de una semana, cuando vieron llegar al claro de los eucaliptos una brigada de trabajadores de Nairobi con camiones, tractores y material de construcción, Grace y Mona supieron que era cosa de Rose. Mientras tanto, el cadáver de su amado permanecía en una funeraria de Nairobi.
La segunda petición, la del tapiz, se la había hecho una semana después a Grace.
—No está terminado —dijo Rose, sentada en la cama de hierro con las manos en el regazo, mirando hacia las lejanas llanuras de Athi a través de los barrotes de su ventana.
—Rose —dijo Grace, sentada en la única silla de la sencilla celda—, escúchame. Todo este asunto está amañado. Al superintendente le da lo mismo que seas culpable o no; lo único que quiere es cerrar el caso. Ha basado la acusación contra ti en pruebas puramente circunstanciales. ¿Por qué no les dices lo que ocurrió en realidad? ¡Diles que Valentine te pegó hasta que perdiste el conocimiento y que te era imposible montar en bicicleta en plena noche y por una carretera enfangada! Rose, tu silencio es como reconocerte culpable. ¡Por el amor de Dios, defiéndete!
Rose siguió con sus ojos azules clavados en el paisaje africano, mucho más allá de la cárcel de piedra, y con voz queda dijo:
—Dejé de trabajar en el tapiz el día en que conocí a Carlo. Ahora debo terminarlo.
—¡Escúchame, Rose! ¡Mientras les dejas que te hagan esto, el asesino de Valentine anda en libertad! ¡Ese pañuelo lo robaron de tu dormitorio y tú lo sabes!
Pero Rose no quiso seguir hablando. Así que Grace y el defensor de Rose, el señor Barrows, abogado de la corona, traído especialmente de Sudáfrica, habían presentado la petición de lady Rose al director de la cárcel, señalando las circunstancias extraordinarias de su situación: que había mil trescientos presos en la cárcel de Nairobi, que sólo ocho de ellos eran europeos y que Rose era la única mujer blanca. Se hicieron excepciones, concediéndose a la condesa el derecho a trabajar en su tapiz, a que la comida se la sirviesen del hotel Norfolk, donde era preparada personalmente por el primer cocinero; también le permitieron que le trajesen bombones, ropa de cama y una alfombra para el frío suelo de piedra y, como los presos estaban obligados a tener limpias sus propias celdas, se permitió la visita diaria de Njeri, la doncella personal de lady Rose, que cuidó de su señora durante todo el calvario.
* * *
—Su cuñada me está poniendo las cosas muy difíciles, doctora Treverton —dijo el señor Barrows, el abogado sudafricano—. No quiere hablar conmigo. Ni siquiera me mira. Su silencio la condena, ¿sabe usted?
—Si la declaran culpable, ¿qué pasará?
—Por ser una colonia, Kenia tiene el sistema inglés de juicio por jurado. Y las mismas penas. Si declaran a lady Rose culpable de asesinato, la condenarán a la horca —el abogado se levantó del sofá y caminó hasta el borde de la veranda, donde se sumió en profundas reflexiones.
Durante el juicio, Grace y James, Mona y Tim Hopkins se habían trasladado a Nairobi y tomado habitaciones en el club, que no quedaba lejos del palacio de justicia. En ese momento, la víspera del comienzo del juicio, se encontraban sentados en una sala privada para socios, donde abundaban el cuero y el junquillo, las pieles de cebra y las cabezas de animales.
—¿Sabe usted, doctora? —dijo Barrows con voz queda—, el fiscal tiene argumentos muy sólidos contra su cuñada. En primer lugar, está el móvil. Estos triángulos amorosos siempre traen complicaciones. Lady Rose reconoció ante cuatro personas, es decir, ante ustedes, y en presencia de algunos criados, que pensaba dejar a su esposo por otro hombre. La simpatía del jurado se decantará por Valentine, doctora, y no por su cuñada. En segundo lugar, está el cuchillo, que el patólogo ha demostrado, sin dejar lugar a dudas, que es el mismo que mató al conde. Es un cuchillo que su cuñada utilizó durante años en el invernadero, para podar las plantas, y lo encontraron envuelto con uno de sus propios pañuelos.
Mona dijo:
—Cualquiera pudo tomar el cuchillo del invernadero y robar un pañuelo en la habitación de mi madre.
—Es muy cierto, señorita Treverton. Pero, por desgracia, su madre no quiere dar testimonio de ello. No niega haber envuelto el cuchillo con el pañuelo ni haber tratado de librarse de él en la hoguera que encienden cada semana para quemar la basura. De hecho, señorita Treverton, ¡hasta el momento su madre no ha negado ni una sola vez haber cometido el asesinato! Y, en tercer lugar, está el hecho de que no puede dar razón de su paradero en el momento del asesinato, ni tiene testigos que puedan darla. Ustedes dicen que estaban todos durmiendo.
El señor Barrows volvió al sofá y acomodó en él su larguirucha figura.
—Me temo que los casos de este tipo los deciden las emociones en vez de los hechos concretos. La acusación tratará de presentar a lady Rose como una mujer dura, cruel e insensible. Sacará a relucir el sórdido asunto de la aventura amorosa en el invernadero y pintará a Valentine como la esencia del marido burlado. Tenga usted en cuenta, señorita Treverton, que el jurado se compondrá exclusivamente de hombres. Y ahorcarán a lady Rose por su adulterio, se lo puedo asegurar.
—¡Pero no podemos permitirlo! —exclamó James.
—No, no podemos. Y voy a hacer lo imposible para que el jurado simpatice con nosotros.
—Y mientras tanto —dijo Tim con acento tranquilo—, el verdadero asesino sigue en libertad.
—Eso no es lo que nos preocupa en este momento, señor Hopkins. Debemos concentrarnos en obtener un veredicto de inocencia para lady Rose.
El señor Barrows miró al grupo desde debajo de sus cejas rojizas. Los ojillos verdes y duros que revelaban el genio del abogado sudafricano, que era famoso por ganar casos difíciles y sensacionales, miraron fijamente a cada uno de los presentes. Y luego dijo:
—Antes de entrar en la sala mañana, quiero estar seguro de que conozco todos los hechos de este caso, absolutamente todos. No quiero sorpresas. Si alguno de ustedes sabe algo que no me haya dicho, o si alguno de ustedes piensa algo sobre el caso que no me haya dicho, alguna sospecha, lo que sea, que me lo diga ahora.
* * *
Al día siguiente el juicio comenzó en un ambiente casi festivo. El tribunal central de Nairobi se había convertido en el foco de los habitantes de la colonia, que estaban cansados ya de la guerra y ansiaban presenciar un buen espectáculo, por lo que se apretujaban en la sobriedad eduardiana de la sala, llenaban los pasillos laterales y abarrotaban las galerías destinadas al público. La cúpula de cristal proyectaba una luz difusa sobre colonos que habían llegado de sitios tan lejanos como Moyale, sobre rancheros y agricultores, sobre hombres uniformados, sobre mujeres que lucían su mejor vestido, el mismo que normalmente reservaban para la semana de las carreras. El ruido era ensordecedor y todo el mundo esperaba con ansiedad el comienzo de lo que prometía ser todo un espectáculo. Todas las personas corrientes de Kenia, personas trabajadoras que durante los últimos cuatro meses se habían entretenido con rumores, chismorrerías y especulaciones, que leían con avidez lo que publicaba la prensa sobre el «nido de amor en el invernadero», que estaban agotadas después de seis años de guerra y sacrificios, habían acudido con la esperanza de poder atisbar la vida íntima y sórdida de su aristocracia.
Poco antes de que la acusada fuera introducida en la sala, la entrada de una espectadora más causó primero murmullos y luego un silencio escandalizado mientras ella se abría paso en la galería de los africanos, donde la gente se apartaba para abrirle camino. Cuando Wachera, la hechicera, llegó por fin a la barandilla y miró hacia abajo, los europeos de las otras galerías y los de abajo la miraron con ojos atónitos.
No había ninguna persona en la sala que no hubiese oído hablar de la legendaria mujer kikuyu que continuaba desafiando a la autoridad europea y que era la fuerza espiritual que había detrás de la mayor tribu de Kenia. De pie junto a la barandilla, parecía una emperatriz pasando revista a sus súbditos. En cualquier otro momento quizá los hombres y las mujeres blancos habrían encontrado su vestido pintoresco y divertido, o de mal gusto y fuera de lugar en la sala, pero esa mañana en el cuerpo alto y fuerte vestido con pieles y cubierto de cuentas y conchas de arriba abajo, la cabeza rasurada y entrecruzada por cintas con abalorios, había algo que hizo sonar una nota desagradable en la mente de los europeos. Wachera les recordó algo en lo que preferían no pensar: que en otro tiempo el país había sido de ella, de Wachera, y que ellos habían llegado después.
Los periódicos también hablaban de una antigua
thahu
pronunciada mucho tiempo antes en una fiesta de Navidad. Los europeos pensaban ahora en ella, mientras miraban fijamente a la hechicera, y se preguntaban si estaba allí para ver los frutos de aquella maldición.
«Han muerto dos Treverton —pensaban—. Quedan tres…»
Sir Hugh Roper, el presidente del tribunal supremo, vestido con una toga negra y peluca blanca, entró en la sala y ocupó su lugar en el asiento del juez. Y luego trajeron a lady Rose de la celda. Anduvo hasta el banquillo de los acusados como una mujer en trance y no pareció oír a sir Hugh cuando éste leyó la acusación de asesinato. Rose permaneció de pie como una estatua, con los ojos vidriosos, sin apenas parpadear. Se hizo un gran silencio en la sala mientras todos los presentes miraban con curiosidad la figura pálida y frágil de Rose. Muchos espectadores se llevaron una decepción al no advertir en ella el menor indicio de que fuese una mujer adúltera o una asesina.
En el momento en que el fiscal de la corona se levantaba para pronunciar su primera alocución, Rose miró por encima del hombro hacia la galería de los africanos y sus ojos se cruzaron con los de Wachera.
Rose se sintió transportada veintiséis años atrás y se vio a sí misma de pie en el risco, con la pequeña Mona en brazos, mirando a la joven africana que estaba abajo con un bebé en la espalda.
También Wachera, mientras observaba a la
mzunga,
recordó aquel día de cincuenta y dos cosechas atrás en que había alzado los ojos hacia el risco y había visto la figura vestida de blanco y se había preguntado qué significaba.