Las primeras gotas de lluvia hicieron que todos alzasen la cabeza hacia el cielo. En unos instantes los africanos empezaron a gritarse unos a otros en kikuyu, hablando apresuradamente y acompañando sus palabras con gestos frenéticos. Grace no necesitaba entender su lengua para saber lo que decían. Si llovía mucho, el camino se transformaría en un pantano intransitable.
—¡Che Che! —llamó al capataz kikuyu.
El hombre se acercó a la carreta.
—¿Sí, mensaab?
—¿Cuánto falta para llegar a la finca?
El africano se encogió de hombros y alzó cinco dedos.
Grace le miró con impaciencia. ¿Qué quería decir? ¿Cinco kilómetros? ¿Cinco horas? ¿O, Dios no lo quiera, cinco
días?
Grace miró el cielo. Las nubes estaban bajas, su color era el del carbón vegetal; las ramas de los plataneros se movían a impulsos de un viento que nada bueno presagiaba.
—Tenemos que apresurarnos, Che Che —dijo—. ¿No podemos ir más aprisa?
Le parecía que la carreta que iba adelante avanzaba a paso de tortuga; los dos hombres armados con fusiles que iban de avanzadilla por si había animales salvajes, daban la impresión de estar medio dormidos; y los nativos vestidos con pieles de cabra y portando lanzas se limitaban a caminar junto a las carretas, sin darse ninguna prisa.
El capataz asintió con la cabeza y echó a andar hacia la primera carreta, donde se puso a gritarle órdenes en kikuyu al conductor. Pero la carreta no se movió más aprisa.
Reprimiendo el impulso de apearse y azuzar ella misma los bueyes, Grace se dijo que ojalá hubiera prestado atención a los consejos de un caballero al que conoció en el hotel Blue Posts de Thika; éste le había explicado que Che Che, el nombre del capataz, significaba «lento» en kikuyu y que sin duda había buenas razones para que se llamara así. Pero ella no había querido contratar a otro capataz a la mitad del viaje y ahora estaba viendo el resultado: se encontraba entre la ciudad de Nyeri y la finca de su hermano, y una tempestad a punto de desencadenarse.
Se volvió y pudo ver que la señora Pembroke se había retirado prudentemente al interior de la carreta, buscando la protección del toldo de lona, con el bebé en sus brazos, y con Fanny, la doncella personal de Rose, sentada a su lado, con cara de sentirse muy desdichada. Todos los hombres iban a pie al lado de las carretas y llevaban fusil; hasta el anciano Fitzpatrick, el mayordomo que había venido con ellas de Bella Hill, no parecía él mismo con su ropa de color caqui y su salacot.
Grace se dio cuenta de que el espectáculo casi le habría resultado cómico de no haberse sentido tan inquieta, y tan enfadada.
Cuando volvió a mirar a su cuñada se sorprendió al ver una débil sonrisa en sus pálidos labios. Se preguntó qué estaría pensando lady Rose.
De hecho, lady Rose tenía sus pensamientos concentrados en el refugio que se encontraba al final del horrible camino: Bella Two, el hogar que Valentine había construido para ella. Cinco meses atrás, en una carta, le decía:
Nuestra finca está en un valle de más de sesenta kilómetros de ancho, entre el monte Kenia y los montes Aberdare, a menos de cincuenta kilómetros al sur del ecuador. Estamos a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar y hay una garganta profunda y exuberante en nuestra propiedad por la que pasa el río Chania. La casa no tiene igual. La proyecté yo mismo, es algo nuevo para este país nuevo. He decidido llamarla Bella Two o Bella Too
[1]
, escoge el nombre que más te agrade. Se trata de una casa como debe ser, y no le faltan su biblioteca, su sala de música ni su cuarto para nuestro hijo.
Valentine no necesitaba decir más. Rose se había imaginado la casa nueva en seguida, la casa que sería
suya
, y no aquel lugar donde se sintiera una extraña, rodeada de severos retratos de antepasados de los Treverton. Era una casa donde por fin podría ser la única señora, con las llaves colgadas de su cintura.
Desde el nacimiento de la pequeña cuatro semanas antes, Rose no había pensado en otra cosa. Si se concentraba mucho, si centraba toda su energía en Bella Two, no tendría que pensar en «lo otro».
En ese momento estaba tejiendo fantasías sobre las horas que pasaría dirigiendo la instalación de cortinas, la colocación de sillas y mesas, los adornos florales. Y lo más importante: se encargaría de que en casa se siguiera la etiqueta correcta: que se limpiara el juego de té que la duquesa de Bedford había regalado a su abuela; que se preparasen pastas y bizcochos para el té; y también crema; que se enseñara a los sirvientes a preparar emparedados como era debido, a cortar correctamente el pepino. Y ella misma tendría la llave de la cajita del té y mezclaría cuidadosamente el Earl Grey y el Oolong.
Había decidido que el hecho de vivir en África no era razón para dejar de ser civilizado. Había que mantener el decoro a toda costa. Sabía que su cuñada no aprobaba la «monstruosa colección de equipaje», como decía Grace, que Rose había traído consigo, pero Grace no sabía de obligaciones sociales. Porque Grace no iba a ser el ama de una plantación de más de dos mil hectáreas ni la condesa de Treverton, cuyo deber era marcar pautas muy elevadas. Grace había venido a África con sólo dos baúles; uno para la ropa y los libros, ¡el otro con material médico!
Rose se puso a pasear mentalmente por las habitaciones de la casa nueva, viéndolas tal como Valentine se las había descrito, con su madera pulida y sus columnas de piedra, las vigas del techo, la chimenea grande como un escenario de teatro. Vio la sala de música, donde tocaría el piano de cola que en ese momento viajaba en la última carreta. Le habían quitado las patas para enviarlas por separado desde Londres. Vio la sala de billar con su alfombra de Savonnerie, el tipo que gastaba la familia real, e incluso llevaban, en la primera carreta, embalada con sumo cuidado, una araña para el comedor.
Pero cuando la fantasía la llevó hasta la puerta de la alcoba, Rose se detuvo en seco.
Grace, sentada a su lado en la carreta, no vio que una rigidez súbita se apoderaba del cuerpo de Rose a la vez que su sonrisa se borraba. No se percató de que el corazón le latía con violencia, de que volvía a ser presa de ansiedad. Rose se lo guardó todo para sí, porque era algo que nadie debía saber jamás.
Pensó en Valentine y se estremeció. Rose ya sabía cuál iba a ser su reacción al ver al bebé: haría como si no hubiera pasado nada, como si la pequeña Mona ni siquiera hubiese nacido. Miraría a Rose de aquel modo que ella conocía tan bien, con aquella expresión de deseo, y luego volvería a exigir las mismas cosas de su cuerpo.
Qué alegría se había llevado el año anterior al enterarse de que estaba embarazada. Valentine se había trasladado inmediatamente a otra alcoba, como exigía la decencia, y ella había disfrutado de siete meses de libertad. Si el bebé hubiese sido un chico, Valentine se habría sentido satisfecho. Pero ahora reanudaría sus esfuerzos por engendrar un hijo varón y Rose volvió a estremecerse al pensar en ello.
Al casarse con Valentine, Rose era virgen e ignorante acerca de lo que los hombres hacían con las mujeres. En la noche de bodas se había llevado una sorpresa muy desagradable que luego había dado paso a la repugnancia. Las cosas habían llegado a tal extremo, que a veces permanecía tensa en la cama, sin apenas respirar, esperando oír los pasos de Valentine. Y después él entraba en la alcoba, al amparo de la oscuridad, y la usaba como un animal. Pero Rose había aprendido a distanciarse del acto. Cuando presentía que iba a ser una de las noches de su esposo, bebía un poco de láudano antes de acostarse y luego se replegaba al interior de una fantasía mientras él hacía su trabajo. Nunca hablaban de ello, ni siquiera en los momentos cruciales, pero en cierta ocasión Rose había estado a punto de comentárselo a Grace. Luego había cambiado de parecer recordando que aunque su cuñada era doctora en medicina, seguía siendo doncella y, por lo tanto, no sabría nada de esas cosas. Así que lo dejó correr y supuso que a todos los matrimonios les ocurriría lo mismo.
De pronto se oyó un tumulto y los hombres que iban adelante empezaron a gritar y Che Che se les acercó corriendo (por primera vez en su vida, Grace no lo dudaba) para anunciar que acababan de llegar al río Chania.
El corazón de Grace dio un salto. ¡El Chania! ¡La frontera más lejana del territorio kikuyu! Y en la otra orilla, ¡la plantación de su hermano!
Ahora todo el mundo parecía tener prisa, hasta los animales, como si presintieran que estaban cerca del final del largo viaje. Los hombres empujaron las carretas al cruzar el río, cuyas aguas estaban bajas porque eran los últimos días de la estación seca, y siguieron empujándolas por la cuesta cubierta de hierba que señalaba el comienzo de las tierras de Valentine.
Rose salió de su ensimismamiento. Apretó con fuerza la mano de su cuñada y sonrió. Grace casi deliraba. ¡Por fin habían llegado! Después de semanas en el océano y en trenes y carretas, de dormir en tiendas y ser devoradas por los insectos, su destino se encontraba justo al otro lado de esa elevación. Una casa como Dios manda, camas de verdad, comidas a la inglesa… Pero había algo más: era el final de todos sus viajes, de todo su ir y venir de un lado a otro; el lugar donde ella y Jeremy habían proyectado iniciar su vida en común. Quizá si Jeremy no había muerto —aún le quedaba una tenue esperanza de que siguiese vivo—, la encontraría allí, por fin.
Al aparecer el letrero que decía Finca Treverton, clavado en el tronco de un castaño, todos prorrumpieron en vítores. Hasta el viejo Fitzpatrick, el serio mayordomo, lanzó su salacot al aire. La pequeña Mona empezó a llorar; las carretas crujían y avanzaban dando tumbos; los africanos azuzaban a los animales.
Al llegar arriba, les recibió un espectáculo impresionante: el majestuoso monte Kenia con su cima coronada por la neblina. ¡Tal como lo describiera Valentine! Y más allá, hacia el sudoeste, en el borde de la selva desbrozada, exactamente donde él decía haberla construido, en una colina que se alzaba suavemente y desde donde se dominaban la montaña y el valle…
Enmudecieron todos. Un viento frío y sibilante descendía de los picos nevados, tirando de las faldas y de los sombreros, agitando los toldos de lona, cuyos chasquidos sonaban con fuerza en medio del silencio. Se quedaron todos mirando fijamente sin decir nada; el único sonido humano que se podía escuchar era el llanto de la pequeña Mona.
Grace parpadeó, incapaz de dar crédito a sus ojos. Y Rose dijo en un susurro:
—¡Pero… si no hay nada! Ninguna casa, ni edificios… absolutamente nada…
—¡eh!
Al volverse, vieron que Valentine subía hacia ellos a caballo. Llevaba botas, pantalones de montar, una camisa blanca con las mangas recogidas y los botones de arriba desabrochados y la cabeza descubierta.
«Como si no hiciera frío —pensó Grace, enfadada—. ¡Como si no estuviera a punto de llover!»
—¡Habéis llegado por fin! —gritó Valentine, descabalgando de un salto y caminando rápidamente hacia su esposa. La rodeó con sus brazos y le besó con fuerza la boca—. Bienvenida a casa, querida.
Se volvió hacia Grace con los brazos abiertos.
—¡Ah, y aquí está la bendita doctorcita! —pero al tratar de abrazarla, ella lo apartó.
—Valentine —dijo secamente—. ¿Dónde está la casa?
—¡Pues, aquí mismo! ¿Es que no la ves? —con un gesto señaló la colina que acababa de ser desbrozada de árboles y maleza—. Al menos, estará aquí. Anda, vamos, no pongas esa cara.
—Va a llover, Val, y estamos cansadas y tenemos hambre. ¿Quieres decir que aún no has construido la casa?
—En África las cosas van despacio, chica. Pronto podrás comprobarlo tú misma. Estamos acampados allá abajo, junto al río.
—Valentine, no pretenderás que nosotras…
—Ven —dijo él, cogiéndola del brazo—. Deja que te presente a nuestro vecino más próximo. Es un excelente jugador de polo. Tiene un hándicap de seis. Grace, te presento a sir James Donald. James, ésta es mi hermana, Grace Treverton.
Sir James había subido cabalgando con Valentine e iba vestido pragmáticamente con unos pantalones arrugados, chaqueta de safari y un salacot en la cabeza. Al desmontar, Grace se fijó en que cojeaba ligeramente.
Sir James sonrió antes de llegar junto a ella; era una sonrisa tímida, casi apocada. No podía ser mucho mayor que ella, posiblemente treinta y un años, quizá treinta y dos. Se sorprendió al ver que alargaba la mano para estrechar la suya, algo que los caballeros ingleses nunca hacían con las damas. Luego dijo con voz cultivada:
—Val me ha dicho que es usted médico.
Y Grace, poniéndose a la defensiva, contestó:
—Sí.
—Eso es estupendo. Nos hace muchísima falta tener médicos aquí.
De pronto, mientras él hablaba, Grace se dio cuenta de lo guapo que era.
Permanecieron en silencio unos momentos, mirándose, las manos unidas todavía, y entonces Valentine dijo:
—Deja que te enseñe tu nuevo hogar.
Grace contempló a sir James mientras éste volvía junto a su caballo. Era un hombre alto, delgado, y caminaba muy erguido, casi rígido, como para compensar la cojera.
Lady Rose se había quedado junto a la carreta y en su cara había una expresión de desconcierto. Cuando su esposo la llamó, dijo con voz tímida:
—Valentine, querido, ¿es que no quieres ver a tu hija?
El rostro de Valentine se ensombreció fugazmente, luego en tono exuberante dijo:
—¡Anda, ven! ¡Échale un vistazo a tu nuevo hogar!
La señora Pembroke subió en la carreta detrás de lady Rose y se sentó entre las dos cuñadas. Grace apartó la manta del rostro de Mona y vio que la pequeña estaba extrañamente silenciosa.
La carreta, conducida por uno de los africanos de Valentine, las llevó a la suave colina que surgía de la selva. Al apearse y pisar la tierra roja, Grace volvió a preguntarle a su hermano por qué la casa no estaba construida.
—Como disponemos de poca mano de obra, tuve que establecer prioridades. Hacer los trasplantes antes de que empezaran las lluvias era más importante que construir la casa. De hecho, el semillero fue lo primero que construimos. Una vez hayamos plantado los campos, haré que los trabajadores empiecen a construir la casa.
—¿Por qué nos dijiste que la casa estaba terminada?
—Porque quería tener a mi esposa aquí conmigo. De haberle dicho que tendría que vivir en una tienda durante otro año, no hubiese venido.