Quitaron los platos de la cena y les pidieron que esperasen en la plataforma del vagón mientras les hacían la cama. Grace sostuvo a su cuñada por el codo mientras permanecían junto a la barandilla, aspirando el aire fresco de la noche y contemplando con ojos maravillados el esplendor de las estrellas. La luna llena no tardaría en alzarse por encima del monte Kilimanjaro.
En ese momento Inglaterra parecía estar en otra galaxia, casi como si nunca hubiese existido. Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde que zarpara de Southampton. Y luego las tres semanas navegando hacia el este, cada día alejándola un poco más de las cosas conocidas y adentrándola en lo desconocido. Port Said resultaba extraño ahora que la guerra había terminado y los turistas empezaban a volver. Algunos campesinos habían subido a bordo con sus chucherías y sus utensilios de antigüedad «garantizada», mientras vendedores ambulantes circulaban entre el pasaje ofreciendo cosas de comer y vino egipcio, muy fuerte. Luego habían cruzado el canal de Suez, bordeado por el desierto áspero y yermo, y habían pasado por Port Sudan con sus majestuosas recuas de camellos y árabes vestidos con albornoces. Desde Aden, ese desolado oasis en el desierto, el vapor continuó a lo largo de la exótica costa somalí hacia el calor bochornoso del océano Indico, donde las puestas de sol pintaban el cielo de oro y carmesí. Finalmente, Mombasa, la costa del África Oriental británica, con sus edificios blanqueados, sus palmeras cocoteras, sus mangos, sus brillantes arbustos en flor y los buhoneros árabes ofreciendo todo cuanto cupiera desear. ¿Dónde estaban la neblina de Suffolk, las piedras antiguas y dignas de Bella Hill, las tabernas isabelinas a la vera de los caminos rurales? Pertenecían a otro mundo, a otra época.
Grace miró fijamente a los hombres sentados en la galería del barracón-cantina, con sus copas de coñac y sus cigarros, esperando que les preparasen las literas y que el tren prosiguiera su viaje. ¿Qué sueños los habrían traído a este territorio agreste y virgen? ¿Cuáles de ellos sobrevivirían? ¿Cuáles fracasarían? ¿Qué aguardaba a cada uno de ellos al final del viaje en tren? Tenían que pasar casi todo un día sobre raíles antes de llegar a Nairobi. Después, a la condesa y su séquito les esperaban aún muchos días de viaje en un carro tirado por bueyes, por el camino de tierra que llevaba a Nyeri, en el norte.
Grace se puso a temblar al pensarlo. Su sueño, el sueño que compartiera con Jeremy durante el tiempo cruelmente breve que habían pasado juntos, se hallaba al final de aquel camino salvaje. Era Jeremy quien había tejido la visión gloriosa en la cabeza de Grace, la visión de un refugio de esperanza y misericordia en el desierto; tenía pensado ir a África al terminar la guerra y llevar la palabra de Dios a los paganos. Pensaban trabajar juntos, Jeremy curando el espíritu y Grace, el cuerpo. A bordo habían llenado las noches de palabras sobre la misión que fundarían en el África Oriental británica, y ahora el momento estaba cerca. Grace constituiría aquel hospital, para Jeremy; llevaría la hermosa luz de Jeremy al interior de la oscuridad africana.
—Válgame Dios —dijo lady Rose, apoyándose en su cuñada—. Creo que será mejor que me acueste.
Grace se sobresaltó al mirarla. Lady Rose tenía la cara tan blanca como su vestido de muselina.
—¿Rose? ¿Sientes dolores?
—No…
Grace luchó con la indecisión, preguntándose si debían continuar o quedarse allí. Pero la estación del desierto no era un lugar apropiado para una mujer que estaba a punto de dar a luz, y faltaba un solo día para llegar a Nairobi.
«Concédenos tiempo, Señor —rezó mientras ayudaba a Fanny a acostar a Rose—. No dejes que ocurra aquí. No tengo cloroformo, ni agua caliente».
No había ninguna señal de dolor en el rostro de Rose; su expresión era soñadora, como si estuviera lejos de allí.
—¿Mis rosas están bien? —fue lo único que dijo.
Tras esperar a que su cuñada se durmiera, Grace se quitó el uniforme de la armada, lo cepilló y lo colgó. A muchas doctoras las acusaban de adoptar rasgos masculinos, y ella despertaba suspicacias porque seguía vistiendo de uniforme pese a haber sido desmovilizada de la marina hacía un año. Las suspicacias eran una tontería. Grace era sencillamente una mujer pragmática. El uniforme era de buena calidad; le había quitado los galones de la manga y no veía motivo alguno para no seguir llevándolo durante años.
«Nuestra marinerita», la había llamado Valentine. Aunque su padre había combatido en la guerra de Crimea, y aunque Valentine se había alistado para luchar contra los alemanes en el África Oriental y había servido como oficial de su regimiento, Grace había recibido muchas críticas al alistarse en la armada. Pero ella tenía la tozudez de los Treverton y había seguido los dictados de su conciencia. Del mismo modo que los seguía ahora, en África, decidida a hacer que se cumpliera un sueño nacido a bordo de un navío de guerra en el Mediterráneo.
A Valentine no le parecía bien su proyecto de construir un hospital en la selva, ya que albergaba un desprecio muy arraigado contra los misioneros en general, y había hecho saber a su hermana que de ningún modo la ayudaría en semejante locura. Pero Grace no necesitaba la ayuda de Valentine; disponía de una pequeña renta de su herencia, de un poco de apoyo por parte de iglesias locales de Suffolk y su espina dorsal era tan derecha como la de cualquier hombre.
De la litera de lady Rose surgió un gemido. Grace se volvió rápidamente. Su frágil cuñada respiraba aguadamente y se apretaba el abdomen con las manos.
—¿Estás bien? —preguntó Grace.
Rose sonrió.
—Estamos bien.
Grace le devolvió la sonrisa, procurando tranquilizarla, ocultar sus propios temores. Faltaban todavía tantos kilómetros, tantos días… ¡Y aún tenían por delante lo peor del viaje!
—¿Da patadas? —preguntó, y Rose asintió con la cabeza.
Habían decidido que el bebé se llamaría Arthur, por el hermano menor que había muerto en Francia durante el primer año de la guerra. El honorable Arthur Currie Treverton, uno de los primeros muchachos valientes que se alistaron cuando Inglaterra entró en guerra.
Sonó el silbato y el tren se puso en movimiento. Grace vio por la ventanilla que las luces tranquilizadoras de la estación de Voi iban quedando atrás; luego la noche lo envolvió todo. El tren avanzaba entre jadeos por un paisaje desolado y estéril, siguiendo una antigua ruta de esclavos que llegaba hasta el lago Victoria. Ese moderno año de 1919 apenas distaba nada de los tiempos de las caravanas árabes, de cuando africanos encadenados recorrían penosamente la misma ruta hacia los barcos negreros que les esperaban en la costa para llevarlos a su triste destino. La vigilancia de esa ruta, para impedir la ilegal trata de esclavos, había sido uno de los argumentos propagandísticos que el gobierno británico empleara para explicar la construcción de un ferrocarril tan costoso que no parecía llevar a ninguna parte. Mientras chispas doradas surgían de la locomotora y pasaban volando junto a la ventanilla, Grace se imaginó los campamentos de aquellos negreros, instalados bajo las estrellas, los prisioneros gimiendo encadenados, desconcertados. ¿Qué sentirían aquellos africanos inocentes al ver que se los llevaban en barcos terribles y los obligaban a servir a sus amos en el otro extremo del mundo?
Comprobó que las ventanillas estuviesen bien cerradas. Había oído contar historias sobre leones devoradores de hombres que sacaban gente por las ventanillas de los trenes. Se encontraban en un país salvaje e incivilizado, donde la noche era más traicionera que el día. Nunca se había sentido tan vulnerable, tan aislada. No había comunicación entre los vagones de primera clase; eran como una sarta de cajitas que cruzaba estruendosamente la noche sin que hubiera forma de ponerse en contacto con los pasajeros de los otros vagones, de detener el tren. Grace pidió a Dios que llegasen a Nairobi a tiempo.
Procuró tranquilizarse, sin quitar los ojos de Rose, que parecía dormida, y pensó en lo que haría al día siguiente.
«Nos quedaremos en Nairobi —decidió—. No continuaremos hasta después de que nazca el bebé».
Valentine se enfadaría, desde luego, porque quedarse en Nairobi podía significar un retraso de tres meses o más, ya que la larga estación de las lluvias empezaría pronto y entonces sería del todo imposible viajar hasta la provincia Central. Pero ya se ocuparía de convencer a su hermano. Ansiaba tanto como él ver a su esposa instalada en la casa grande que Valentine había construido, pero por el bien de la madre y del pequeño, Grace insistiría en que esperasen.
A sabiendas de que no conseguiría dormir, Grace decidió empezar a escribir en su nuevo diario. Se lo había regalado uno de sus profesores de la facultad de medicina, un bello volumen encuadernado en tafilete con páginas de borde dorado. Había esperado hasta ahora para empezarlo, había esperado hasta el primer día de su nueva vida.
Acababa de escribir «10 de febrero de 1919» en la primera página cuando Rose chilló.
El bebé iba a nacer.
Grace estaba furiosa con su hermano.
Negras nubes se cernían sobre las colinas, amenazadoras como buitres. Y allí iban dos mujeres, seis sirvientes y catorce africanos, avanzando palmo a palmo por un peligroso camino de tierra en cinco carretas que transportaban todo lo que poseían en este mundo. ¿Qué protección les darían los toldos de lona si de pronto se desencadenaba un aguacero torrencial? ¿Qué diría Valentine al ver que la alfombra de Aubusson se había estropeado, que los cuadros de Bella Hill estaban empapados? ¿Cómo consolaría a Rose cuando ésta viese que la lluvia había destruido el mantel de encaje y los vestidos de seda? ¡Era absurdo llevar todas esas cosas inútiles a una región selvática! Valentine se había vuelto loco.
Miró a su cuñada, que iba acurrucada y envuelta en un abrigo de pieles, los ojos clavados en la distancia como si pudiera ver lo que había al final del camino.
Rose seguía muy débil y su palidez daba miedo. Pero se había negado a quedarse en Nairobi, especialmente después de recibir un mensaje de Valentine pidiéndole que prosiguiera el viaje. Grace había tratado de disuadirla, pero al día siguiente Rose había ordenado a sus sirvientes ingleses que hicieran cargar las carretas. Grace no consiguió quitarle de la cabeza la idea de seguir adelante, de modo que ahora se encontraban en medio de una región agreste, abriéndose paso a machetazos entre la vegetación, luchando contra los insectos y pasando las noches en blanco dentro de sus tiendas porque los rugidos de los leones y de los guepardos no las dejaban dormir. ¡Y las lluvias torrenciales no tardarían en empezar!
Al oír el llanto del bebé, Grace se volvió para mirar el interior de la carreta. La señora Pembroke, la niñera, sacó un biberón y el bebé se calmó.
Era un milagro que el bebé hubiese sobrevivido. Al ver la figurilla inanimada que aparecía sobre las sábanas, Grace había creído que estaba muerta. No había notado latidos en su corazón y tenía la cara azul. Pero, a pesar de ello, le había hecho la respiración boca a boca… ¡y vivía! Una niña pequeña, débil, pero viva y que se iba haciendo más fuerte cada día.
Pensó en la mujer joven que iba a su lado. Exceptuando el episodio en el hotel Norfolk, donde había insistido en seguir hasta Nyeri, lady Rose había guardado silencio desde el nacimiento de la pequeña. «No —recordó—, hubo otra excepción». Al insistir en que le pusiera un nombre a la recién nacida, Rose había dicho simplemente: «Mona». Sólo logró entenderlo cuando vio la novela romántica que Rose había estado leyendo durante el viaje. La heroína se llamaba Mona.
No tuvo más remedio que aceptarlo, ya que su hermano no había previsto la posibilidad de que el bebé fuese niña. Empujado por su vanidad, obsesionado por fundar una dinastía, Valentine jamás había soñado que engendraría un hijo que no fuese varón. Luego de hacer bautizar a la niña le había avisado a su hermano.
La respuesta de Valentine había sido:
—¡Venid en seguida! ¡Todo está listo!
En los diez días transcurridos desde que salieran de Nairobi, lady Rose no había pronunciado ni una palabra. Sus ojos, grandes, negros y febriles, miraban fijamente hacia adelante mientras sus manos pequeñas y blancas se retorcían dentro del manguito de armiño. Iba sentada en la carreta con el cuerpo inclinado hacia adelante, como azuzando a los bueyes. Cuando le hablaban no contestaba; cuando le ponían a la pequeña en sus brazos la miraba con ojos inexpresivos. El único interés que había mostrado, aparte del empeño en ver la casa nueva, era por sus rosales, que hacían el viaje a su lado, en la carreta.
«Debe de ser a causa del trauma del parto y de la conmoción producida por tantos cambios simultáneos. Se sentirá mejor cuando esté en la casa nueva».
Rose había llevado una vida muy protegida antes de conocer a Valentine el día de su decimoséptimo cumpleaños, hacía ahora tres años. E incluso después de su compromiso con el joven conde, había hecho poca vida social; se casó con él a los tres meses de conocerle y se mudó a Bella Hill, donde las sombras Tudor se la tragaron.
Nadie acertaba a comprender por qué Valentine había escogido a la tímida y soñadora Rose cuando podía elegir entre todas las jóvenes casaderas de Inglaterra —gallardo, guapo, rico y con un título nobiliario recién heredado—. Desde luego, Rose era hermosa, de un modo insustancial —a Grace le recordaba las doncellas trágicas de los relatos de Poe—, pero tendía a vivir en otro mundo, y Grace temía que no pudiera hacer frente a una fuerza como Valentine.
Y, a pesar de todo, Valentine la había escogido y ella lo había aceptado en el acto. Y Rose había introducido su incandescencia en los lóbregos y majestuosos aposentos de Bella Hill.
Grace ardía en deseos de ver lo que Valentine había conseguido durante los últimos doce meses. La gente se había mostrado escéptica, declarando que Valentine iba a emprender una tarea que parecía imposible. Pero Grace sabía que su hermano era capaz de hacer cosas increíbles.
Valentine Treverton era un hombre apasionado, inquieto, un hombre con un apetito de vivir tan intenso, que Inglaterra le resultaba sofocante, según sus propias palabras. Anhelaba un mundo virgen que él pudiera hacer suyo, un mundo donde él fuese la ley y donde no hubiera tradiciones ni precedentes que le dijesen lo que tenía que hacer.
Valentine deslumbraba a todo el mundo. Caminaba a grandes zancadas y saludaba a las personas con los brazos abiertos como si quisiera abrazarlas. Su risa era grave, sincera y espontánea. Y era tan guapo, que incluso cautivaba a los hombres. Pero Grace conocía su otra vertiente: su mal genio, sus caprichos, su vanidad absoluta, su convicción de que casi todos los demás eran inferiores a él. No le cabía ninguna duda de que su hermano conseguiría dominar ese país incivilizado.