Cuando llegaron a la cima de la colina Grace recibió una fuerte impresión. La selva había desaparecido y una vista magnífica se ofrecía a sus ojos. Después de varias semanas abriéndose paso a machetazos por entre la densa maleza, se quedó sin aliento al ver tanto cielo. Tuvo la sensación de flotar en el espacio. A sus pies el valle se extendía hasta el monte Kenia y aparecía limpio de árboles y helechos.
Valentine se pasó las manos por el pelo negro y espeso.
—¿Qué te parece, chica? ¿Te das cuenta? Hectáreas y más hectáreas, hasta donde alcanza la vista, todas cubiertas de cafetales en flor, todo blanco, como si por aquí hubiera pasado una comitiva nupcial. ¡Y bayas de vivo color rojo esperando que las recojan!
Grace quedó impresionada. Su hermano parecía haber obrado un pequeño milagro en esos parajes selváticos y olvidados de Dios. La selva terminaba bruscamente en el borde de tierras recién labradas y largas hileras de agujeros marchaban recta y ordenadamente hacia los neblinosos confines del valle. A Grace le sorprendió que los agujeros fueran tan grandes; llegarían hasta la rodilla y eran anchos como un hombre. Pulcras líneas de plataneros los acompañaban en su desfile.
—Habrá seiscientos cafetos por hectárea —le explicó Valentine, la voz llena de orgullo—. ¡Y tenemos más de dos mil hectáreas, Grace! Dentro de tres o cuatro años recogeremos nuestra primera cosecha. Esos plataneros son para dar sombra…, el café necesita sombra, ¿sabes? También he plantado jacarandas de importación, en aquellos bordes —señaló con un gesto del brazo—. Dentro de unos años estarán llenos de flores azules, lavándulas. ¿Te lo imaginas? Ésta será la vista desde delante de la casa.
—Allí —continuó Valentine, señalando una gran extensión de terreno llano junto al río— está el semillero. Hemos abierto un surco para regarlo con agua del Chania. Aquellos tipos que ves allí abajo están arrancando los plantones débiles. Ése es el secreto de una buena cosecha, Grace. Algunos plantadores cometen el error de dejar los débiles un año más, creyendo que así se harán más fuertes, pero el truco consiste en arrancarlos y plantar nuevas semillas. El mundo aún no lo sabe, Grace, pero algún día habrá mucha demanda de café de Nairobi, ¡y todo el café saldrá de la plantación Treverton!
—¿Cómo es que sabes tanto acerca del cultivo del café, Val?
—Los padres de la misión donde compré las semillas me han ayudado. Además, en Nairobi hay algunos tipos decentes que están dispuestos a compartir lo que saben. Y Karen me ha enseñado muchas cosas.
—¿Karen?
—La baronesa Von Blixen. Tiene una plantación de café cerca de Ngong. Aquí estamos utilizando la variedad llamada arábiga, las mejores semillas que hay en el mundo, Grace. Las planté hace un año, al volver del África Oriental alemana —alzó los ojos hacia el cielo color gris perla—. En cuanto empiecen las lluvias, haremos los trasplantes.
Grace miró con ojos fascinados el regimiento de mujeres africanas que trabajaban en los campos, vestidas con pieles de color marrón claro, llevando sus bebés a la espalda, inclinadas, las piernas rectas, apisonando con las manos la tierra dentro de los agujeros.
—¿Por qué la mayoría de los que trabajan son mujeres y niños, Val? ¿Por qué hay tan pocos hombres?
—Los tipos que ves allá abajo son los que tenían ganas de trabajar. Sin duda los demás estarán sentados a la sombra de un árbol junto al río, bebiendo cerveza. Cuesta muchísimo hacerles trabajar. Tienes que estar tras ellos todo el rato. En cuanto vuelvo la espalda, se escapan a la selva. Verás, es que entre los kikuyu es tradición que todo el trabajo agrícola lo hagan las mujeres. Un hombre considera que cuidar los campos es indigno de él. Los hombres eran los guerreros, los únicos que combatían.
—¿Todavía luchan?
—Pusimos fin a estas cosas. Los kikuyu y los masai estaban constantemente en guerra, atacando sus respectivos poblados, robando ganado y mujeres. Les quitamos las lanzas y los escudos y ahora sencillamente no hacen nada.
—Bueno, no podéis obligarlos a trabajar.
—De hecho, sí podemos.
Grace había oído hablar de una ley para hacer trabajar a los nativos cuando estaba en Inglaterra y el obispo de Canterbury había protestado enérgicamente en la Cámara de los Lores, diciendo que era una versión moderna de la esclavitud. A los kikuyu, que en otro tiempo eran guerreros y ahora estaban ociosos y sin empleo, se los obligaba a trabajar en los campos de los colonos blancos con la excusa de que así tenían algo que hacer, y de que su tribu se beneficiaba de los alimentos, la ropa y la asistencia médica que les daban a cambio de su trabajo.
—La guerra con Alemania estuvo a punto de acabar con nosotros, Grace. El África Oriental británica se encamina hacia una bancarrota cierta si no encontramos la forma de generar ingresos. Y esto sólo puede conseguirse por medio de la agricultura y la exportación. El agricultor blanco no puede hacerlo él solo, de modo que si trabajamos todos juntos, todo el mundo, nativos y europeos, se beneficiará. Y voy a luchar para que este país nuevo funcione, Grace. No vine aquí para fracasar. Otros como yo, como sir James, todos estamos luchando por sacar el África Oriental del pleistoceno y hacerla entrar en la edad moderna. Y estamos arrastrando a su gente con nosotros, dando puntapiés y chillando si hace falta.
Grace miró hacia los campos desbrozados, los cientos de hileras de agujeros que aguardaban sus plantones, y dijo:
—Aquí hay más nativos de los que esperaba ver. Por lo que dijo la Oficina de Tierras, tenía entendido que habíamos comprado tierra desocupada.
—Así fue.
—Entonces, ¿de dónde vinieron todas estas mujeres y niños?
—Del otro lado del río —Valentine señaló y Grace se volvió. En la orilla opuesta, a través de cedros y olivos, se veían algunos claros, pequeñas parcelas de los nativos, chozas redondas con techo de paja y huertos—. Sin embargo —añadió Valentine—, ésa también es nuestra tierra. Se extiende en aquella dirección, hasta bastante lejos.
—¿Hay gente viviendo en tu tierra?
—Son colonos. Se trata de un sistema que inventó la Oficina Colonial. Los africanos pueden tener sus
shambas
(así llaman a sus parcelas) en nuestras tierras a cambio de trabajar para nosotros. Nosotros cuidamos de ellos, resolvemos sus disputas, les traemos un médico si lo necesitan, les proporcionamos comida y ropa, y ellos trabajan la tierra para nosotros.
—Resulta muy feudal.
—A decir verdad, eso es exactamente lo que es.
—Pero… —Grace frunció el ceño—. ¿No estaban ellos ya aquí antes de que comprases la tierra?
—No se les robó nada, si es eso lo que estás pensando. La Corona le hizo a su cabecilla una oferta que no podía rechazar. Lo nombró jefe (los kikuyu no tienen jefes) y le confirió mucha autoridad. A cambio, él vendió la tierra por unos cuantos abalorios y un poco de alambre de cobre. Todo fue perfectamente legal. El hombre estampó la huella de su pulgar en una escritura de venta.
—¿Crees que él comprendía lo que estaba haciendo?
—No me vengas con lo del «noble salvaje», chica. Esta gente son como niños. Ni siquiera habían visto una rueda. Los tipos de allí abajo transportaban los troncos sobre la cabeza. Así que me agencié unas cuantas carretillas y les expliqué que eran para transportar los troncos. Al día siguiente vi que, en efecto, llevaban los troncos en las carretillas ¡y las carretillas sobre la cabeza! Y no tienen el menor concepto de la propiedad, ni la más leve idea de lo que pueden hacer con la tierra. La estaban echando a perder. Alguien tenía que intervenir y hacer algo con ella. De no haberlo hecho nosotros, los británicos, hubiesen sido los alemanes o los árabes. Mejor que a esta gente la cuidemos nosotros que los hunos o los negreros mahometanos.
Se alejó de ella hacia el monte Kenia, con las manos en las caderas, como si fuera a gritarle a la montaña.
—Sí —dijo con voz inexpresiva—. Voy a hacer algo con esta tierra.
Sus ojos negros despedían llamaradas mientras el viento le alborotaba el pelo y le abría la camisa. Había en él una expresión fiera, retadora, como si desafiara a África a derrotarle. Grace notó que dentro de su hermano había algo apenas dominado, una energía sólo a medias reprimida, una obsesión y una locura que debían refrenarse constantemente. Era un poder extraño el que le empujaba, y Grace lo sabía; una fuerza que le había impulsado a salir de la vieja, aburrida y reglamentada Inglaterra para instalarse en ese indómito y turbulento continente negro. Había venido con el propósito de conquistar e iba a pasar la mano por ese edén primordial y a dejar su huella en él.
—Ahora lo comprendes, ¿no? —exclamó en voz alta, dirigiéndose al viento—. Ahora lo entiendes, ¿verdad, Grace? ¿Comprendes por qué me quedé aquí? ¿Por qué no podía regresar a Inglaterra cuando me licenciaron del ejército?
Apretó los puños.
«Feudal», lo había llamado Grace. A Valentine le gustó. Lord Treverton, un conde
de verdad,
señor de un dominio creado por él mismo, no como Bella Hill, donde campesinos obsequiosos, serviles, vivían en granjas mediocres y contemplaban con ojos admirados la casa grande como si fuera un budín de Navidad. Le repugnaba Suffolk con sus pesadas tradiciones, sus convencionalismos sociales, su monotonía eterna, donde la imaginación de los hombres no iba más allá de la hora del té. Al llegar al África Oriental británica para luchar contra los alemanes, Valentine había cobrado vida repentinamente. Había mirado a su alrededor y había visto lo que tenía que hacer, cuál era su lugar. El destino lo empapaba, corría por sus venas. Era como si África, gigante torpe y dormido que esperaba que lo despertasen, que le hicieran ser productivo, le hubiese estado aguardando a él y a hombres como él.
Valentine temblaba bajo el viento, no de frío, sino como consecuencia de su visión. Alzó los ojos negros hacia las nubes amenazadoras y enarboló un sable mental. Tenía la sensación de estar montado en un corcel, plantando cara a un ejército: de llevar armadura y tener tras sí una hueste de miles de hombres. La antigua sangre guerrera despertó de su sueño, sus antepasados gritaban en silencio dentro de su cerebro.
«Conquista —decían—. Subyuga…»
Se volvió bruscamente y miró a Grace como si se hubiera olvidado de su presencia. Luego sonrió y dijo:
—Ven, te enseñaré tu propio pedacito de África.
Habían abierto un sendero a través de la selva, de la cima de la colina a los altos que dominaban el río. Valentine llevó a su hermana hasta el borde cubierto de hierba, a sólo unos metros de donde estaban descargando los carros de bueyes, y señaló las márgenes llanas del Chania.
—Allí está tu tierra —dijo, señalando los límites con un movimiento de la mano—. Empieza allí arriba, justo más allá del bosquecillo de eucaliptos, y baja por aquí hasta el río. Doce hectáreas reservadas para ti y para Dios.
Grace se llenó los ojos con el espectáculo de los cedros, las linarias en flor, las orquídeas color de malva y amarillas. Era un paraíso. Y era suyo.
«Por fin he llegado, Jeremy —susurró la voz secreta de su corazón—. El lugar de nuestros sueños. Lo construiré exactamente como lo proyectamos, y no me iré nunca porque, si Dios quiere, si todavía vives, quizá algún día me encuentres aquí».
—¿Lo de ahí abajo también es tuyo, Val? —preguntó, señalando hacia unos treinta metros a sus pies.
—Sí. ¡Y espera a que te cuente lo que yo pienso hacer con ello!
—Pero… allí vive alguien —Grace contó siete chozas pequeñas situadas alrededor de una higuera vieja.
—Se irán. Es la familia del jefe Mathenge. Sus tres esposas y su abuela viven allí. En realidad, no les corresponde estar en esta orilla del río. Verás, toda esta zona tenía que ser una zona tapón entre los masai y los kikuyu, para impedir que siguieran combatiéndose. Es una especie de tierra de nadie. A ninguna de las dos tribus se le permite estar aquí.
—¿Pero al hombre blanco sí se le permite?
—Pues, desde luego. En cuanto a los de allá abajo…, parece ser que hace unos años hubo una especie de epidemia al otro lado del río, donde vive la tribu principal. Este grupo se separó del resto y se vino para aquí con el fin de alejarse de los malos espíritus o algo por el estilo. Mathenge me ha prometido que los hará volver a la otra orilla.
Valentine se volvió para mirar a Rose. La vio de espaldas en la colina, de pie como una estatua en medio de la tierra desbrozada, como esperando tranquilamente que construyeran la casa a su alrededor. Echó a andar hacia ella.
—Me ha dicho Valentine que esa tierra es de usted.
Grace alzó la mirada y vio a sir James a su lado. Se había quitado el salacot y el viento le alborotaba el pelo castaño oscuro, donde relucían algunas gotas de lluvia.
—Sí —dijo Grace—. Voy a construir un hospital.
—¿Y a traer la palabra de Dios a los paganos?
Grace sonrió.
—Atienda al cuerpo, sir James, y el espíritu seguirá.
—Por favor, James a secas. Ahora estamos en África.
«Sí —pensó ella—, África. Donde los caballeros estrechan la mano de las señoras y un conde anda por ahí con la camisa desabrochada».
—Pues menudo trabajito se ha echado encima —dijo sir James, cerca de ella, mirando hacia el fondo del amplio barranco—. A esta gente la atormentan la malaria y la gripe, las bubas y los parásitos ¡y un sinfín de enfermedades que ni siquiera tienen nombre!
—Haré lo que pueda. He traído libros de medicina y material en abundancia.
—Debo advertirle que tienen sus propios hechiceros y que no les gusta que los
wazungu
se metan en sus cosas.
—¿Los
wazungu
?
—Los blancos. La familia de ahí abajo, por ejemplo, la que vive en esas chozas alrededor de la higuera, es la familia de una hechicera muy poderosa que prácticamente gobierna el clan que vive al otro lado del río.
—Creía que tenían un jefe.
—En efecto, pero es la abuela de su mujer, Wachera, la que realmente tiene poder en estos pagos.
—Gracias por decírmelo —Grace alzó los ojos hacia el atractivo rostro de sir James—. Val me hablaba de usted en sus cartas. Decía que su rancho estaba a unos doce kilómetros al norte de aquí. Confío en que seremos amigos.
—No me cabe la menor duda.
De pronto una corriente de aire procedente del río arrancó el salacot de la cabeza de Grace. Sir James lo atrapó y al devolvérselo vio el destello de los diamantes en la mano izquierda de Grace.