En eso empleaba su tiempo. Tejer el tapiz era lo único que hacía. Se sentaba en el pequeño claro que se encontraba en el centro de los eucaliptos, protegida por una glorieta que Valentine había hecho construir para ella, resguardada del sol tropical en compañía de sus monos, sus loros y la señora Pembroke con la pequeña Mona.
—¿Podemos ofrecerle una cama improvisada para esta noche, lord Treverton? —preguntó lady Margaret. Como las distancias entre vecinos eran tan grandes y apenas existían hoteles, había nacido en el África Oriental británica la costumbre de que los invitados pernoctasen en casa del anfitrión, ya fueran amigos o desconocidos.
Pero Valentine tenía prisa. Había dos cosas que debía hacer en Nairobi —ver al doctor Hare y preparar la «sorpresa» para Rose— y luego volvería rápidamente al norte, a casa.
—La renuencia de su esposa tiene una causa posible, lord Treverton. El nombre médico es
dispaurenia.
Significa… —el doctor Hare dio unos golpecitos sobre la mesa con su pluma— que la mujer experimenta dolor durante el acto sexual. ¿Lady Rose sufre dolor?
Valentine miró al doctor con cara inexpresiva. ¿Dolor? No se le había ocurrido. ¿Sería posible? ¿Sería ésa la razón de que se apartara de él cuando intentaba abrazarla? ¿Sentiría dolor? Valentine buscó una postura más cómoda en la silla, sin prestar atención al glorioso sol dominical que entraba por la ventana e iluminaba el estrecho consultorio del doctor Hare. Grace no le había dicho que Rose sufriera dolores. Le había hablado con palabras delicadas, mencionando el esfuerzo del nacimiento de Mona, el incómodo viaje en tren, la falta de instalaciones apropiadas.
De pronto Valentine sintió que le invadía la esperanza. ¿Sería ésa la respuesta? ¿Podía ser tan sencilla? ¿Que a Rose le daba miedo el dolor? Porque si así era, si todo se debía a un problema físico y no, como había temido, a un problema de su relación, ¡seguro que le sería posible encontrar ayuda!
—¿Cuál es la causa del dolor, doctor Hare?
El doctor se encogió de hombros.
—Necesito reconocer a su esposa para poder decírselo.
Valentine iba a tener que pensárselo. Y si a él no le había resultado fácil acudir al doctor, ¿cómo conseguiría que Rose accediera a que la reconociese un extraño? Valentine había escogido al doctor Hare porque los pocos médicos que había en el África Oriental formaban parte de la «pandilla» y el riesgo de que su visita diera pie a chismorrerías era muy grande. El doctor Hare era nuevo, acababa de llegar de Norteamérica y aún no era indiscreto.
—Tuvo un bebé hace seis meses —dijo Valentine. No quería reconocer que el problema con Rose había empezado mucho antes del nacimiento de Mona; no se daba cuenta de que se estaba agarrando a un clavo ardiendo.
—Ésa podría ser la causa —dijo el doctor, estudiando la cara del conde. En ella vio miedo, claro como el día, y preocupación. El doctor Hare había tenido muchas consultas privadas como ésa durante sus veinte años de ejercicio de la medicina. Todas eran lo mismo, como capítulos en un libro de texto: la esposa no respondía o incluso ofrecía resistencia a los requerimientos sexuales del marido y éste se sumía en un cenagal de críticas contra sí mismo y de súbitas dudas sobre su virilidad.
«Tonterías —tenía ganas de decir el doctor Hare—. ¡Las mujeres de hoy! Con toda su palabrería sobre el control de la natalidad y el sufragio. ¿Por qué se empeñan tanto en negar su misión en este mundo: tener hijos? ¡Arman tal lío con eso de dar a luz, cuando precisamente han sido creadas para ello!»
—¿Puede hacer algo por ella? —preguntó Valentine, rogando al cielo que la respuesta fuera sencilla.
El doctor se puso a escribir rápidamente en un bloc. Le hubiera gustado decirle al conde lo que él, el doctor, hubiera hecho de tratarse de su mujer: ejercer su derecho legítimo como marido sin hacer caso de las protestas de ella. En vez de ello, le dijo:
—Voy a recetarle un bromuro suave. La relajará. La mayoría de estos casos nace de una tensión en la… en la pelvis. Normalmente una o dos dosis de esto bastan para resolver el problema —arrancó la página y se la entregó a Valentine.
Cuando salió del edificio de chilla y hojalata ondulada y se detuvo para protegerse los ojos del luminoso sol ecuatorial, Valentine aspiró hondo. Tenía ganas de ponerse a gritar de júbilo.
Absorbió la luz incomparable del África Oriental, una luminosidad que, para Valentine, agudizaba los contornos, los detalles y los colores. Debido a la altitud, al hecho de que Nairobi estuviese a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, el aire era puro como el cristal; no estaba sucio por culpa de ninguna contaminación industrial y los pocos coches que traqueteaban por las calles sin asfaltar despedían una cantidad casi imperceptible de gases.
Al llegar por primera vez a Nairobi con el veinticinco de Fusileros Reales, para combatir contra los alemanes cerca de la frontera, la luz le había hechizado. Se había dado cuenta de que no sólo era intensa, sino también ligera en el sentido de no tener peso. Pensó que la luz podía tener densidad, igual que cualquier objeto. La luz del sol en Inglaterra, por ejemplo, estaba cargada de humo, de neblinas fluviales, de niebla y de aire salado del mar, pero la luz solar en el África Oriental británica era limpia y flotante, ingrávida, daba una tersura casi sobrenatural a las formas y las texturas. Hasta el más vulgar de los objetos adquiría cierta gloria. Los viejos buscadores que montaban en burros huesudos, los africanos de piel negra y deslucida que se dedicaban a matar el rato, y las viejas y prosaicas edificaciones de madera y hojalata, estropeadas por los elementos y cubiertas de suciedad… todo ello parecía envuelto en un esplendor inexplicable.
Valentine Treverton amaba a Nairobi. Habiéndose visto cegado una vez por la luz de esa ciudad naciente, sabía que nunca podría volver a vivir en Inglaterra.
Pero Nairobi tenía algo más que su luz. Era una ciudad viva, que respiraba, que tenía pulso, una ciudad a la que aguardaba un brillante porvenir; de eso Valentine estaba seguro. Aunque al terminar la guerra las tropas del rey habían vuelto a casa, poniendo fin con ello al auge económico de cuatro años, una nueva oleada de pobladores empezaba a llegar a las costas del África Oriental: ex militares que acudían a las tierras altas con concesiones de la corona, al amparo del nuevo plan para los ex combatientes; bóers de África del Sur con sus carretas entoldadas y sus largas recuas de mulas; estafadores de ojos inquietos y los primos que serían sus futuras víctimas, todos en busca de una forma rápida de ganar dinero; los indios con turbante y sus sombrías esposas, seguidos de numerosos niños; el colonizador blanco que llegaba en busca de una nueva vida; los altivos funcionarios jóvenes enfundados en uniformes de color caqui, planchados y limpios, la cabeza cubierta con un casco de corcho lleno de insignias relucientes por el frente, y largas y amplias alas traseras parecidas a una cola de nutria; y finalmente, en medio de todos ellos, sereno e inexpresivo, sin que al parecer tuviera otra cosa que hacer que no fuese sentarse en cuclillas y mirar, el africano, que ya estaba en el país mucho antes de que los demás pensaran siquiera en instalarse allí.
Nairobi era un lugar turbulento donde casi todos los hombres llevaban un arma de fuego, donde constantemente se declaraban incendios, donde el bazar indio estaba abarrotado de gente y sucio y era fuente de epidemias. Era una ciudad primitiva llena de carros tirados por bueyes, de hombres montados a caballo, de cochecitos de dos ruedas tirados por hombres, entre los cuales se veía algún que otro Modelo T. Y era la única ciudad en donde Valentine, el conde de Treverton, se sentía verdaderamente en casa.
Sacó una señorita del bolsillo de la camisa y mientras la encendía y se preguntaba dónde encontraría una
duka la dawa,
una droguería, abierta en domingo, Valentine contempló cómo una columna de safari se formaba en la calle.
Era de las de tipo anticuado, de las que poco a poco se iban sustituyendo por el automóvil y no tardarían en desaparecer del África Oriental. Un centenar de nativos estaban recibiendo sus cargas. En menos de una hora la columna saldría en fila india de Nairobi, como un ciempiés negro; detrás de los porteadores iría el cazador profesional blanco y sus sudorosos clientes millonarios. Los negros transportaban la carga sobre la cabeza porque llevarla en la espalda hubiera sido humillante; era la forma en que las mujeres transportaban los bultos. Y el peso de sus cargas tenía un límite: veintisiete kilos. Incluso había un límite al peso que podía transportar un burro: cincuenta y cuatro kilos. Pero no había ninguna restricción cuando se trataba de la carga de una mujer africana.
Al dar la vuelta y echar a andar calle abajo hacia el hotel King Edward, Valentine pensó en lo asombroso que era recordar que quince años atrás no había allí nada salvo tiendas y un pantano. Y antes de ello sólo un río insignificante y algunos masai dispersos. Nairobi había nacido a los pocos años de nacer Valentine y éste pensó que con toda seguridad envejecerían juntos.
* * *
Miranda West dejó la cuchara, se secó las manos con el delantal y se acercó a la ventana para mirar al exterior. Lord Treverton le había dicho que pasaría antes de regresar a su plantación.
Miranda se encontraba en la cocina de su pequeño hotel, preparando el té de la tarde dominical, tarea que le ocupaba casi toda la tarde debido al esmero y la calidad que ponía en los preparativos. Miranda gozaba de una buena reputación que llegaba hasta Uganda y eran muchos los colonos que recorrían kilómetros en un carro de bueyes para sentarse a una de sus mesas. Ese día el salón volvería a estar lleno y tendría que servir el té en la veranda y hasta en la calle. Si el conde tardaba en llegar, no tendría ocasión de estar a solas con él. Y Miranda West vivía sólo para eso.
Los sueños y las ambiciones del África Oriental eran tan numerosos como los inmigrantes que los traían. Todo el mundo llegaba con un proyecto en la cabeza. Ya fuera ganar dinero dedicándose a la agricultura, a la minería, comerciando con marfil de elefante, prestando algún servicio especial a los demás, el propósito era siempre ganar dinero. La variedad y el ingenio de los proyectos no tenían límite. Los mellizos irlandeses Paddy y Sean, por ejemplo, habían hecho una fugaz fortuna criando avestruces para satisfacer la demanda de plumas en Inglaterra y Estados Unidos. Y entonces, así por las buenas, se popularizó el automóvil y las mujeres ya no pudieron seguir llevando grandes sombreros de plumas cuando viajaban en coche, así que la moda cambió a favor de los gorros ajustados, y Paddy y Sean tuvieron que devolver la libertad a sus aves, que ya no valían nada. Y estaba el caso de Ralph Sneed, que se jactaba de la fortuna que amasaría cultivando almendras en el Rift Valley. Se había gastado hasta el último penique de sus ahorros comprando y plantando almendros sólo para descubrir que, como en el África Oriental no había estaciones, los árboles florecían doce meses al año y nunca daban fruto. Ralph Sneed había vuelto al África del Sur, avergonzado y sin blanca. Y finalmente estaba el caso del irreflexivo marido de la propia Miranda, Jack West, al que habían visto por última vez con un saco de dormir, una muda y un frasco de quinina dirigiéndose hacia el lago Victoria en busca, según él, de esqueletos de hipopótamo; pensaba pulverizarlos y convertirlos en abono que vendería a los agricultores y le proporcionaría unos beneficios fenomenales. De eso hacía ya seis años y nadie había vuelto a verlo jamás.
De modo que en Nairobi todo el mundo tenía un plan. El de Miranda West había sido, hasta ahora, sacar provecho de la añoranza.
En 1913 Miranda Pemberton contestó a un anuncio aparecido en un periódico de Manchester. El anuncio lo había puesto un caballero que a la sazón residía en el África Oriental británica y buscaba una mujer bien situada que quisiera casarse con él y ayudarle en sus diversas «empresas de naturaleza económicamente prometedora». Miranda, cocinera y doncella para todo al servicio de una tacaña de Lancashire, Inglaterra, había escrito en seguida, en una hoja de papel elegante que robó a su señora. Se quitó cinco años de edad y triplicó la cifra de su cuenta bancaria. El anunciante, un buscador de oro llamado Jack West, había escogido su carta entre un total de sesenta y le había mandado el importe del pasaje.
La había recibido en el puerto de Mombasa, donde, después de la sorpresa del primer momento —él era más bajo y más joven que ella—, habían decidido casarse y ver qué tal les iba.
Pero había sido un fracaso. Miranda se quedó horrorizada al ver la chusma de Nairobi y la tienda donde su flamante esposo pretendía hacerla vivir, a la vez que Jack se había sentido estafado al entregarle ella sus escasos ahorros. Se esforzaron durante unos meses, tratando de ganarse la vida con la compra de productos agrícolas a los africanos y su venta, por un precio más alto, a los grupos de gente rica que se preparaban para ir de safari; hasta que Jack levantó el vuelo en plena noche con el poco dinero que les quedaba y los pendientes de jade falso de Miranda.
Quiso la suerte que Miranda oyera hablar de un escocés llamado Kinney que necesitaba una mujer europea que «le echase una mano» en la casa de huéspedes que tenía cerca de la estación del ferrocarril; y, aunque en realidad quería decir que la mujer haría todo el trabajo, al menos significaba tener un techo sobre la cabeza y diez rupias al mes. La ventaja de Miranda residía en su piel blanca, que fue la razón por la cual Kinney la contrató. La clientela de Kinney se componía de inmigrantes de clase media que se alojaban en su casa mientras buscaban una oportunidad o aguardaban que la Oficina de Tierras les enviase la escritura. A las esposas de esos hombres les gustaba tener una doncella blanca en lugar de una africana, y cuando demostró su habilidad para elaborar bizcochos y dulces a la inglesa, que los colonos, empujados por la añoranza, pagaban a precios elevados, Miranda se volvió indispensable.
En una ciudad donde había más hombres que mujeres, donde la mayoría de los hombres eran solteros y se disputaban a las recién llegadas, aunque no fueran jóvenes ni bonitas, Miranda se convirtió en una especie de bicho raro. Estaba casada, pero su marido se hallaba ausente, y aunque se mostraba amigable y daba a compartir un whisky y un chiste, frenaba amablemente el acoso frecuente de que era objeto por parte de los huéspedes de Kinney.