Bajo el sol de Kenia (17 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Lindando con el límite sur de las doce hectáreas de Grace se encontraba el claro donde habían vivido Mathenge y su familia y que Valentine estaba transformando en un campo de polo. El jefe había ordenado a sus esposas que regresaran a la otra orilla del río y vivieran con el grueso del clan, pero dos mujeres le habían desobedecido: la anciana Wachera, venerada abuela de su esposa, y la joven Wachera, que estaba aprendiendo con la vieja hechicera. De las siete chozas originales sólo dos seguían en pie.

Unas semanas atrás Grace había observado una extraña confrontación entre Mathenge y la abuela de su esposa. La anciana Wachera había informado cortésmente al joven jefe de que alguien estaba derribando las chozas, y él le había explicado respetuosamente el porqué, diciéndole que fuera a reunirse con las otras al otro lado del río. La abuela le había recordado con voz queda, casi tímida, que aquel terreno era sagrado porque en él se hallaba la vieja higuera, y el joven, en tono apocado, le había pedido cortésmente que obedeciera sus deseos.

Había sido una extraña conversión. Saltaba a la vista que dos rangos venerados discrepaban. Los kikuyu honraban tanto a sus ancianos que pronunciar sus nombres era tabú, especialmente el de la hechicera que hablaba por los antepasados. Pero a los guerreros jóvenes, sobre todo uno que ahora era jefe y gozaba de una condición muy próxima a la de un
wazungu,
también había que obedecerles. Debido a ello, ninguno de los dos se había echado atrás. Wachera volvió a su choza, declarando que se quedaría en ella para siempre, mientras Mathenge había permanecido orgullosamente en su sitio, el rostro convertido en una máscara.

Valentine, sin embargo, había jurado que seguiría con sus planes y que haría expulsar a la anciana por la fuerza si ello era necesario.

Grace y Mario se abrieron paso entre los bambúes susurrantes hasta alcanzar el sendero que llevaba al poblado de la otra orilla del río y se detuvieron ante la súbita aparición de Mathenge. Él no los vio y continuó caminando con pasos decididos hacia la plantación.

Grace contuvo el aliento. Allí estaba su adversario, el hombre cuya amistad tenía que ganarse, de quien dependía su éxito o su fracaso en África. Un hombre al que temía.

Y era el ser humano más bello que jamás había visto.

Mathenge era muy alto, de hombros anchos y redondeados, el talle y las caderas sorprendentemente estrechos. Llevaba una
shuka
hecha de americani anudada sobre un hombro de tal modo que al andar dejaba al descubierto sus magros flancos y sus bien formadas nalgas. Llevaba el pelo peinado al estilo masai, en dos grupos de trenzas, delante y detrás, embadurnadas de ocre rojo. Un peinado como el suyo tardaba horas en hacerse y revelaba la vanidad del hombre. También en su rostro había una expresión de engreimiento absoluto. La ascendencia masai de Mathenge se hacía evidente en sus pómulos altos y en su nariz estrecha, en la mandíbula decidida. Su porte era altivo y su expresión, más que de desdén, era la de un hombre que no se preocupaba por las trivialidades de la vida.

Grace lo vio pasar, caminando con paso elástico, los largos brazos oscilando grácilmente. Se dio cuenta de que aún estaba aguantando la respiración.

A los kikuyu no les gustaban los senderos rectos, se sentían más seguros transitando por caminos tortuosos. Su cerebro funcionaba de modo parecido. Nunca afirmaban nada directamente. Lo insinuaban, daban rodeos, dejando que el interlocutor sacara sus propias conclusiones. De la misma manera que temían las afirmaciones francas como si fueran flechas envenenadas, evitaban también los caminos rectos; por esto Grace y Mario caminaban ahora por un sendero serpenteante e indirecto que llegaba al poblado.

El sendero era paralelo a una antigua senda en donde huellas recientes de cerdos gigantescos y antílopes indicaban que los animales se aventuraban a bajar a beber en el embalse de Valentine. Debido a la sequía, muchos animales de caza salían osadamente de la selva; entre las cañas y los bambúes había también pájaros: grullas, cigüeñas y gansos egipcios. Mario le contó que incluso había oído el ruido de un rinoceronte entre la espesura durante la noche.

Mientras caminaba por entre los enebros y las mimosas, viendo algún loro rojo y amarillo que pasaba volando por encima de su cabeza, Grace tenía la impresión de andar por una tierra dotada de alma, de un pulso que nunca había notado en Suffolk. El paisaje respiraba, de la tierra surgía un calor de vida, las plantas parecían susurrar, inclinarse hacia ella. Llenaba el aire una sensación expectante, como si fuera a ocurrir algo…

La entrada del poblado se hallaba oculta entre árboles y enredaderas para engañar a los malos espíritus e impedirles penetrar en él. Más allá de la entrada natural había un claro con unas treinta chozas, redondas todas ellas, construidas con estiércol de vaca, los techos de paja. Humo azul salía en espiral de los tejados puntiagudos, indicando que las chozas estaban habitadas; las hogueras donde se preparaban las comidas tenían que arder día y noche y si una se apagaba, era señal de mala suerte y había que destruir la choza. Era un poblado pequeño, sencillo y hogareño, toda vez que los kikuyu no tenían arte ni arquitectura, no hacían tallas ni esculpían. A pesar de la falta de cosecha y de la gripe que había debilitado al clan, el poblado era un hormiguero de laboriosidad. Todo el mundo estaba trabajando. Desde las niñas más pequeñas que cuidaban de las cabras hasta las mujeres casadas que machacaban magros puñados de mijo, pasando por las abuelas sentadas con las piernas estiradas al sol y tejiendo cestas, la escena probaba la máxima de que nunca se veía a una mujer kikuyu ociosa.

Con sus delantales de cuero rígidos a causa de la suciedad y la grasa, los brazos cargados de abalorios y adornos de cobre, curtían pieles de cabra, removían sus miserables potajes y fabricaban sus primitivos cacharros de alfarería, sin utilizar ninguna rueda y cociéndolos al sol. Exceptuando unas cuantas mujeres jóvenes que lucían un mechón de lanudos cabellos para indicar que eran solteras, todas las cabezas aparecían rasuradas y relucían como bolas de billar de color marrón.

No se veía a ningún hombre. Los hombres estaban trabajando para Valentine en el risco o bebiendo cerveza a la sombra de algún árbol. Como en cierta ocasión sir James le había dicho a Grace:

—Las mujeres son las que trabajan; los hombres, los que haraganean.

Al ver a Grace, algunos chiquillos dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron a ella, titubeando. Llevar moscas encima se consideraba una señal de categoría social porque indicaba que se era propietario de cabras. Cuantas más moscas, más cabras y, por ende, más riqueza y mayor categoría en la tribu, y ahuyentar las moscas era una terrible infracción de la etiqueta. Pero a Grace no le importó la etiqueta cuando los pequeños se adelantaron hacia ella y vio que tenían la cara llena de moscas. Las espantó con la mano.

Había que seguir el protocolo antes de repartir los alimentos. Todas las mujeres sonrieron tímidamente a Grace y esperaron mientras la anciana Wachera se adelantaba. Su cuerpo viejo y venerable se encontraba casi oculto debajo de sartas de conchas y abalorios. Caminaba con dignidad y sonreía, revelando los huecos que dejaran los incisivos que le habían extraído en su juventud como señal de belleza. La anciana ofreció una calabaza a Grace. Contenía una mezcla verdosa de leche agria y espinacas; Grace la bebió sabiendo que a la familia no le sobraban los alimentos, pero sabiendo también que ofendería a la anciana si no aceptaba el ofrecimiento. Wachera dijo
«Mwaiga»,
una larga palabra kikuyu que significa «Todo está bien, ven o vete en paz», el saludo y la despedida de toda conversación kikuyu. La hechicera hablaba de forma recatada, pero majestuosa, pues era la mujer más anciana y venerada del poblado. No miró directamente a Grace, porque ello habría sido una descortesía.

El diálogo daba vueltas y más vueltas como el sendero que llevaba al poblado, aludiendo a la sequía, sugiriendo el hambre, mientras Grace se esforzaba y de vez en cuando recibía ayuda de Mario. No podía hablar directamente de la comida que traía porque habría sido de mala educación. Grace procuraba frenar su impaciencia. Los niños tenían hambre. Sus bracitos y piernecillas y sus vientres hinchados se inclinaban hacia la olla como capullos siguiendo el sol.

Finalmente, Wachera insinuó que podía levantarse la tapadera y que no le importaría que un poco de potaje saliese de la olla. Incluso entonces los chiquillos se abstuvieron de precipitarse hacia la olla. Las madres se acercaron, tapándose la boca con las manos para ocultar sus risitas porque no estaban acostumbradas a la presencia de una persona blanca, y se aseguraron de que el reparto se hiciera cortésmente y en orden. Ninguna de las adultas se sirvió hasta después de que los pequeños se hubieron alimentado. Entonces Grace le dijo a Mario que entregase el saco de grano a Wachera. La anciana cogió el saco, que pesaba casi treinta kilos, se lo echó con facilidad a la espalda y dirigió a Mario una mirada de desdén por haber llevado él mismo el saco hasta el poblado.

Grace acababa de ser recibida oficialmente en él poblado y podía andar con libertad de un lado a otro. Primero visitó las chozas de las mujeres a quienes atendía como médico. Poco podía hacer por ellas, ya que tenían la gripe y esta enfermedad era incurable. Lo único que podía hacer era hablar con ellas, comprobar sus constantes vitales y asegurarse de que las cuidaran bien. Las chozas estaban llenas de humo y oscuridad, el aire cargado olía a orina de cabra porque estos animales se guardaban siempre dentro de las chozas al llegar la noche, y las moscas eran abrumadoras. Grace se arrodilló al lado de cada una de las mujeres, hizo el reconocimiento que le fue posible y musitó palabras de aliento. Los ojos se le llenaban de lágrimas a causa del fétido ambiente y de la frustración que despertaba la impotencia. ¡Si las mujeres pudieran acudir a su clínica! Las acostaría en camas limpias, les haría bajar la fiebre con la esponja y se encargaría de que comieran cosas nutritivas.

Una mujer yacía en el exterior de su choza, lo cual quería decir que estaba cerca de la muerte.

Grace se arrodilló junto a ella y le pasó la mano por la frente seca. Le quedaban sólo una o dos horas. ¿Cómo lo habían sabido las mujeres del poblado? Los kikuyu poseían una presciencia sobrenatural de la muerte. Parecían saber siempre cuándo iba a llegar y eso les permitía sacar el moribundo al exterior. Era tabú permitir que alguien muriese dentro de una choza; también era
thahu
que alguien tocase un cadáver, así que trasladaban al moribundo cuando aún estaba vivo. Después de sacarlo, lo dejaban solo, esperando que las hienas acudieran a dar cuenta de los restos porque los kikuyu no enterraban a sus muertos.

Grace sabía muy bien que no debía ayudar a la mujer. En una ocasión anterior lo había hecho y el clan se había escandalizado tanto, que le habían prohibido volver al poblado durante varios días.

—Al menos pongámosla a la sombra —dijo.

Pero Mario no hizo nada, inmovilizado por el tabú tribal.

—¡Mario! —susurró Grace—. Cógele las piernas y yo le cogeré los brazos. La dejaremos debajo de aquel árbol.

Mario siguió sin moverse.

—Maldita sea, Mario. Acuérdate de Jesucristo y de la historia del buen samaritano.

Mario seguía sin decidirse. Finalmente, recordándose a sí mismo que éstos eran kikuyu de baja estofa, que aún no eran cristianos y, por ende, merecían ser despreciados, demostró que no le daban miedo, sobre todo la vieja hechicera, cogiendo a la mujer él solo y llevándola a la sombra.

Enfrente de otra choza Grace encontró a una madre joven que estaba chupando el vértice de la cabeza de su bebé. Como el recién nacido no recibía suficientes líquidos, su cerebro se había encogido y, por lo tanto, la «parte blanda», la fontanela, aparecía hundida. La madre sabía lo suficiente como para darse cuenta de que era una mala señal, pero lo que hacía para corregir el defecto no era lo indicado.

—Dile que el bebé necesita agua, Mario —dijo Grace—. Dile que le dé más leche, más líquidos.

Mario tradujo sus palabras y la joven esposa sonrió y asintió con la cabeza, como si comprendiera, luego volvió a acercar la boca a la cabeza del pequeño.

Grace se irguió y miró a su alrededor. La olla estaba vacía y todo el mundo había vuelto a su trabajo. El grano que había traído lo estaban dando a las cabras. Los kikuyu se valían de esos animales para medir la riqueza y el privilegio. Una mujer que tuviese treinta cabras podía tratar con desprecio a la que sólo poseyera cinco. Se rumoreaba que la anciana Wachera era dueña de más de doscientas cabras, lo que prácticamente le confería la categoría de reina. ¡Pero Grace había traído el grano para las personas y no para las cabras!

—Igual que el inglés —musitó Grace— que pone su oro a salvo antes que su propia vida.

—¿Memsaab?

—Vamos a ver a Gachiku. Ya debe de estar a punto.

Pero antes de que Grace echara a andar hacia la siguiente choza, una voz la llamó por su nombre.

Se volvió. Era sir James.

Capítulo 10

James Donald tuvo que quitarse el sombrero y agacharse para cruzar la entrada del poblado sin darse de cabeza contra las ramas que la formaban.

—¡Hola! —dijo a Grace, agitando un puñado de sobres.

El corazón de Grace dio un vuelco. El sueño volvía. El campamento bajo las estrellas, el cuerpo duro de James contra el suyo, su boca…

—Ha llegado el correo —dijo él, sonriendo—. Decidí traerte el tuyo.

Llevaba unos pantalones de dril cortos, de color caqui, un par de botas recias, calcetines hasta las rodillas y una camisa entreabierta que dejaba ver la piel del pecho tostada por el sol.

—Sabía dónde iba a encontrarte, por supuesto —dijo, entregándole el correo.

Grace sintió subir el rubor a sus mejillas y rogó que el ala de su amplio salacot las cubriera para que James no lo notara. Detrás de él iba Lucille, con un sombrero gacho cubierto de polvo y adornado con una cinta de piel de cebra; llevaba una bolsa de lona colgada del hombro. A Grace le pareció notar un gesto de desagrado, pero no estaba segura. ¿Sería una mueca de enfado? ¿Quizá de desaprobación? Pero en ese momento la expresión de Lucille se suavizó y dio paso a una sonrisa al tiempo que decía:

—Hola, Grace. Traigo algo para ti.

Tras darle el correo, James la observó. Era siempre lo mismo: el examen apresurado de los sobres, las manos moviéndose ansiosamente, los ojos llenos de esperanza, y luego la expresión de desencanto, el correo entre los dedos, olvidado. Era como si buscara algo. Quizá una carta. ¿De quién?

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