—¡Claro que podemos permitirnos que Mona estudie en Farnsworth!
—Rose, tú vives en Babia. ¿Es que Valentine no te ha dicho nada sobre el estado de tus finanzas? ¡La plantación funciona gracias a un descubierto bancario y a lo que producen las ventas de Bella Hill! ¡Todo se vendrá abajo! ¡Es cuestión de tiempo nada más!
—Mona irá a la academia y no se hable más del asunto.
—Me temo que no irá, Rose. Para que pueda asistir a esa escuela es necesario que tenga un padrino aquí, en Inglaterra, que se responsabilice de ella. Es una de las reglas. Retiro mi ofrecimiento de ser su tutor. Debes llevarte a Mona contigo cuando vuelvas a Kenia, y debes volver en el primer barco. Por lo que a mí respecta, asunto concluido.
—Entonces buscaré a otra persona que se haga responsable de ella.
—¿A quién? No te queda ningún familiar, Rose. Sé razonable. Que la niña se quede en Kenia, donde tú podrás estar cerca de ella. Me consta que la sobrina de lady Ashbury va a la escuela europea de Nairobi y que la escuela tiene una reputación excelente. Ya lo verás, Rose. Es lo mejor.
En el otro lado de la puerta las dos niñas se miraron. Luego Mona se apoyó en la pared y sonrió.
Iba a volver a casa.
—¡Daktari! ¡Daktari!
Grace alzó los ojos en el momento en que Mario entraba corriendo en el recinto. Subió ruidosamente los peldaños de la nueva clínica con techo de paja, pasó junto a los numerosos pacientes que aguardaban en la galería y entró.
—¡Memsaab Daktari! —exclamó, jadeando—. ¡Venga en seguida!
En los años que llevaban juntos, Grace raramente había visto a Mario tan excitado.
—¿Qué ocurre? —preguntó, entregando a la enfermera el niño al que acababa de reconocer.
—¡Mi hermana! ¡Se está muriendo!
Tras coger el maletín y el salacot, Grace siguió a Mario y los dos bajaron por los escalones de la galería y cruzaron el recinto formado por seis edificaciones con techo de paja. Pasaron corriendo entre cuerdas donde aparecían tendidos, para airearlos, colchones y sábanas del pabellón de enfermos hospitalizados, luego pasaron por delante del corral de las ovejas y las cabras, atravesaron el grupo de chozas donde se alojaban los diez empleados, salieron por la valla que cercaba la Misión Grace Treverton, atravesaron el campo de polo de Valentine, pasaron por delante de la choza de Wachera, cruzaron el puente de madera y subieron por la ladera del otro lado, donde las mujeres que estaban recolectando judías maduras en los campos hicieron una pausa para observar a la memsaab que pasó volando junto a ellas, la falda blanca ondeando al viento, el maletín negro en la mano.
Mario condujo a su patrona por senderos estrechos que cruzaban hectáreas de maíz más alto que ellos, huertos de boniatos y calabazas que crecían en el suelo, formando una especie de alfombra enmarañada, pasaron por delante de un poblado, luego de otro, hasta que Grace iba casi sin aliento y sujetándose un costado.
Por fin llegaron al poblado de Mario, que estaba en las colinas que dominaban el río Chania, una colección de chozas redondas de barro con tejados cónicos de papiro por donde surgían espirales de humo azul. Al entrar en el poblado, Grace no vio a nadie trabajando; la gente estaba parada y había en el aire un silencio extraño. Grace se abrió paso y vio con sorpresa que uno de los sacerdotes de la misión católica, un joven que se llamaba Guido, sacaba algo del portaequipajes de su bicicleta.
—¿Qué ha ocurrido, padre? —preguntó Grace al acercarse.
En el rostro del sacerdote había una expresión sombría y colérica debajo del sombrero de ala ancha. La sotana aparecía cubierta de polvo y manchas de sudor; también él había venido corriendo.
—Han celebrado otra iniciación secreta, doctora —dijo. Y entonces Grace vio que lo que estaba sacando eran los objetos que se usaban para dar la extremaunción.
—¡Santo Dios! —susurró y echó a andar detrás del sacerdote.
Varias personas de edad bloqueaban el camino que llevaba a la choza; madres y tías alzaron las manos y pidieron que los
wazungu
no se metieran en sus asuntos.
—¿Quién está dentro con ella? —preguntó Grace al padre Guido.
—Wachera Mathenge, la hechicera.
—¿Cómo se ha enterado usted de lo ocurrido?
—Me lo dijo Mario. Casi todos los habitantes de este poblado son católicos. La muchacha se llama Teresa y asiste a nuestra escuela.
¡Kwenda!
—dijo el sacerdote a las personas mayores, de expresión adusta—. ¡Tenéis que dejarme entrar! ¡Teresa pertenece al Señor!
Grace estudió las expresiones de los hombres y las mujeres kikuyu, que acataban la ley y normalmente hacían lo propio con la autoridad de un sacerdote. Pero ahora la situación no era normal.
Los misioneros llevaban mucho tiempo tratando de que se aboliera la costumbre de circuncidar a las muchachas, que llevaba aparejada la extirpación quirúrgica del clítoris. Estaba oficialmente prohibida en Kenia y quien la llevara a cabo se exponía a una multa o a ir a la cárcel. A primera vista, parecía que las iniciaciones ya no tuvieran lugar. Pero lo cierto era que no habían hecho más que volverse clandestinas. Grace sabía que tan salvajes ritos se llevaban ahora a cabo en lugares secretos que la policía local no podía encontrar.
—Dejadme verla, por favor —dijo Grace en kikuyu—. Quizá pueda hacer algo.
—
¡Thahu!
—exclamó una anciana que debía de ser la abuela de Teresa.
Grace notó que el padre Guido se movía nerviosamente a su lado. Todos los habitantes del poblado formaban un círculo apretado a su alrededor, y había tensión y hostilidad en el aire.
—¿Cuándo tuvo lugar la iniciación? —preguntó en voz baja al sacerdote.
—No lo sé, doctora Treverton. Lo único que sé es que tomaron parte doce muchachas y que Teresa se está muriendo porque la herida se le ha infectado.
Grace apeló a los ancianos.
—¡Debéis dejarnos entrar!
Pero fue inútil. A pesar de la educación y la cristianización, aquella gente seguía aferrada a las antiguas costumbres. Todos los domingos asistían a misa en la misión del padre Guido y después se internaban en la selva para entregarse a sus antiguos y bárbaros rituales.
—¿Queréis que avise al oficial de distrito? —dijo Grace—. ¡Iréis todos a la cárcel! ¡Os quitará todas las cabras y pegará fuego a vuestras chozas! ¿Es eso lo que queréis?
Los ancianos, sin inmutarse, con los brazos cruzados, siguieron bloqueando la entrada de la choza.
—¡Lo que habéis hecho está mal! —exclamó el padre Guido—. ¡Habéis cometido una abominación a los ojos de Dios!
Finalmente uno de los ancianos habló:
—¿Acaso no nos dice la Biblia que el Señor Jesu fue circuncidado?
—Claro que sí. ¡Pero en ninguna parte dice que también lo fuera su bendita madre María!
Varios pares de ojos parpadearon. Una tía anciana miró por encima del hombro.
—¿Acaso no os hemos enseñado que las antiguas costumbres son malas? ¿Acaso no abrazasteis el amor de Jesucristo y prometisteis respetar sus leyes? —el padre Guido señaló el cielo con un dedo tembloroso y su voz resonó sobre las cabezas de sus oyentes—. ¡Seréis expulsados del cielo por lo que habéis hecho! Arderéis en el fuego infernal del negro Satanás por vuestros horribles pecados.
Grace vio que las caras pétreas empezaban a ablandarse. Entonces Mario se adelantó y, hablando rápidamente en kikuyu, rogó a sus parientes que permitiesen que el hombre santo y la memsaab entraran en la choza de Teresa.
Hubo un momento de silencio durante el cual los siete ancianos kikuyu y los dos blancos estuvieron mirándose fijamente a los ojos; luego la abuela se echó a un lado.
Al entrar en la choza, el padre Guido y Grace encontraron a Teresa acostada en una cama de hojas frescas; llenaban la oscuridad el zumbido de las moscas y el aroma penetrante de las hierbas ceremoniales. Arrodillada a su lado estaba Wachera.
Grace se inclinó para reconocer a la muchacha mientras el padre Guido se arrodillaba al otro lado, abría su maletín y sacaba la estola de seda y el agua bendita para administrar el último sacramento.
Habían tratado la herida de un modo que Grace sabía que era ritual, una fórmula estricta que se transmitía de una generación a otra. Habían mojado hojas especiales en aceite antiséptico y luego las habían colocado entre las piernas de Teresa. Se las acababan de cambiar, sin duda la «enfermera» nombrada especialmente, que enterraría las hojas usadas en un lugar secreto y tabú donde ningún hombre pudiera penetrar por casualidad. Grace sabía que habían dado a Teresa alimentos especiales de naturaleza religiosa, usando una hoja de platanero a guisa de plato.
Todo el proceso de iniciación era sagrado, algo que pocos blancos habían tenido ocasión de presenciar, y era tan sagrado y lleno de sentido para los kikuyu como la misa celebrada en el altar lo era para los católicos. Pero era una costumbre cruel e inhumana que causaba mucho dolor, sufrimiento y pérdida de sangre, así como una deformidad que luego creaba problemas a la mujer, entre otros la dificultad para dar a luz. Grace se había unido a los misioneros en la lucha por su abolición.
La hermana de Mario era muy bonita. Grace pudo comprobarlo pese a la escasa luz que penetraba en la choza. Calculó que tendría unos dieciséis años, sus rasgos eran delicados y había en ella un aire de inocencia conmovedora. Teresa tenía los ojos abiertos. Grace los cerró suavemente… porque la muchacha había muerto.
Mientras el padre Guido musitaba solemnemente sus plegarias, Grace agachó la cabeza y sintió la picazón de las lágrimas.
No rezaba; sólo apretaba los dientes, presa de frustración y de rabia. Teresa era la cuarta muchacha que Grace veía morir de septicemia a raíz de una iniciación, una septicemia causada por el cuchillo de la hechicera que había practicado la operación. También sabía de otras chicas que habían muerto de infecciones que hubieran podido curarse de haber avisado a tiempo a un médico europeo.
Grace alzó el rostro y sus ojos se cruzaron con los de Wachera.
Durante unos instantes el aire del interior de la choza estuvo cargado y las energías de las dos rivales, Wachera y Grace, chocaron entre las paredes de barro.
Luego Grace dijo en kikuyu:
—Me encargaré de que pongan fin a tus malignas actividades. Conozco tu magia negra. Mis pacientes me han hablado de ella. Ya te he tolerado bastante. Por culpa tuya y de otras como tú, esta niña ha muerto.
Grace temblaba de rabia y la hechicera la miró con expresión indescifrable. Wachera seguía siendo hermosa, alta y esbelta, con la cabeza afeitada, los largos brazos cubiertos por sartas de abalorios y cobre, el cuerpo flexible vestido con pellejos suaves. Era un anacronismo entre los kikuyu cristianizados; Wachera existía como un fantasma de su pasado ancestral. Miró a Grace Treverton con arrogancia y orgullo. Luego se levantó y salió de la choza.
* * *
Al regresar a la misión, Grace encontró a Valentine paseando nerviosamente delante de la clínica. Cuando vio lo que tenía en la mano y al niño asustado que se acurrucaba junto a los escalones de la galería comprendió por qué su hermano estaba allí.
—¡Mira esto! —gritó Valentine, arrojándole el objeto, que cayó al suelo después de golpear el pecho de Grace. Al recogerlo, vio que era una de las muñecas de Mona—. ¡He vuelto a pescarle jugando con esto!
—Pero Valentine —suspiró Grace—. Solamente tiene siete años.
Grace pasó junto a su hermano, se acuclilló al lado de Arthur y en seguida se percató de que el pequeño había recibido otra zurra de su padre.
—¡No consentiré que le mimes! ¡Tú y Rose estáis convirtiendo a mi hijo en un afeminado!
Grace rodeó a Arthur con sus brazos y el pequeño rompió a llorar.
—Pobrecito —musitó, acariciándole el pelo.
—¡Maldita sea, Grace! ¡Escúchame!
Grace le dirigió una mirada furiosa.
—¡No, escúchame tú a mí, Valentine Treverton! Acabo de ver a una niña a la que realmente han malogrado, y no pienso escuchar tus gritos por algo ridículo. Ha muerto otra muchacha a causa de una iniciación y no he podido salvarla. ¿Qué piensas hacer para poner fin a estas iniciaciones, Valentine? Se trata de tu gente. ¡Deberías preocuparte por ella!
—¿Qué me importa a mí lo que haga un hatajo de negros? Lo único que me interesa es mi hijo. ¡No permitiré que juegue con muñecas!
—No te importa lo que hagan los africanos —dijo Grace, hablando despacio—. Y te preocupas más por ti mismo que por tu hijo.
El cuello de Valentine se tiñó de un rojo intenso; miró a su hermana con expresión colérica, luego dio media vuelta y se fue.
Entraron en el fresco edificio con techo de paja que era su clínica y Grace consoló a Arthur. El pequeño tenía señales de golpes en el cuello y los hombros.
—Hola —dijo una voz suave mientras una silueta llenaba la puerta abierta.
Grace levantó la mirada y su corazón dio un vuelco.
—James. Has vuelto.
—Llegué anoche y vine directamente a verte… Caramba, ¿qué ha pasado aquí?
—Valentine otra vez.
James entró y dijo:
—Hola, Arthur.
—Hola, tío James.
—Mi hermano cree que a fuerza de terror hará un hombre de su hijo —dijo Grace, procurando que la ira no se le notase en la voz y asustara al niño—. Voy a poner fin a estas palizas aunque tenga que… Te pondrás bien, Arthur. No ha sido nada.
—¿Se lo has dicho a Rose en tus cartas?
—Llegará de un momento a otro, de hecho. Su carta no decía exactamente cuándo… ya conoces a Rose.
—¿Entonces Mona está en la escuela en Inglaterra?
—Sí. En la academia a la que Rose iba cuando era niña.
—Echarás de menos a Mona, ¿verdad?
—Sí, muchísimo.
Grace besó a su sobrino en la cabeza, luego lo depositó en el suelo; el niño era demasiado pequeño para su edad y había heredado el temperamento soñador de su madre.
—Anda, amor mío —dijo dulcemente Grace—. Vete a jugar.
—¿Adonde he de ir? —preguntó el pequeño con una expresión de perplejidad en sus ojos grandes y azules.
—¿Adonde te gustaría ir, Arthur?
El pequeño fingió reflexionar durante unos momentos. Luego dijo:
—¿Puedo ir a ver los bebés?
Grace sonrió y dijo que sí. Valentine había prohibido a Arthur que pusiera los pies en la choza de maternidad, pero Grace había decidido no hacer caso de las órdenes de su hermano.